La tarde en Barracas era triste. No le cabía otro calificativo. En la esquina de Azara y Quinquela Martín, el sitio donde se encuentra la fábrica de Iron Mountain, todo era calor, olor a polvillo y silencio. Se escuchaban en forma discontinua los ruidos de las máquinas y las indicaciones a los gritos del personal de Bomberos y Defensa Civil, que todavía trabajaban en el lugar, lleno de humo y algunas llamas. También el murmullo de los vecinos y los periodistas, que curioseaban por novedades detrás de las cintas de precaución. Pero, aun así, la escena transcurría por debajo de un profundo aire de solemnidad. Lo peor de la tragedia había sucedido más temprano en la mañana y ya había calado hondo en todos los presentes.
“7.30 me despertaron las sirenas de los bomberos, las ambulancias y la policía. Cuando me acerqué a la fábrica, había mucho humo negro y el fuego ya se había iniciado”, relataba Juan Carlos, un vecino que vive en Coronel Salvadores al 1300, a dos cuadras del incendio. “Vi cuando cayó la pared de la esquina, tenía una grieta de 15 a 20 metros. Había mucha gente parada, mirando en los alrededores. Yo les gritaba que se corrieran, que era peligroso. Finalmente, se vino abajo sobre unos bomberos que estaban trabajando en una puerta. También golpeó a un camión de bomberos, que casi se voltea. Se levantó una gran polvareda sobre varias cuadras. Enseguida salí corriendo a llamar a los bomberos, ubicados unos metros más atrás. Fue una catástrofe.”
“Toda la gente está con un gran dolor. No le deseo a nadie ver todo lo que vi. Hace poco se incendió un conventillo que mató a tres chicos, pero accidentes así no vi nunca. Había tres o cuatro metros de fuego, incluso ahora sigue ardiendo”, agregaba el hombre, de no más de 50 años, mientras dibujaba parábolas en el aire con sus manos para graficar la escena. Todavía tenía el accidente en la piel.
Roque, quien vive en Jovellanos y Quinquela Martín hace más de cuatro años, tampoco recordaba un incendio de tal magnitud: “Primero salía humo por el techo de chapa a dos aguas. Después, las llamas comenzaron a tapar todo. Se iban para arriba, era impresionante. Había lenguas de fuego de 4 a 6 metros. Por suerte, el viento corría hacia el norte, donde continuaba la fábrica, sino el fuego hubiese llegado a casas de vecinos”. Acalorado, sentado en las escaleras de entrada de una casa cercana y con una botella de agua a medio acabar, el hombre, serio, detallaba que “cayó una pared y después se vinieron abajo otras tres. Hubo una gran explosión. Los vecinos que estaban enfrente se autoevacuaron. Por miedo y por el calor mismo, que era insoportable. También hubo cortes de luz en cuatro manzanas de la zona, pero, por suerte, no en mi casa”.
Sobre Coronel Salvadores, también a dos cuadras de Iron Mountain, el Centro para la Primera Infancia, un jardín de infantes del barrio, no había abierto sus puertas por precaución. “Antes de las 8 ya había humo. El cielo estaba tapado por una neblina grisácea. A los cinco minutos llegaron los bomberos y la policía. Desde el fondo del patio de atrás se veían las llamas, era un problema importante. Quisieron entrar pero se les vino la pared abajo”, indicaba Horacio, responsable del establecimiento educativo.
“Por prevención no tuvimos actividades. Además nos cortaron la luz y el gas. Nos avisó un policía más tarde. Estaba llorando. En general, noté a todo el personal shockeado. Para auxiliarlos, les ofrecimos que pasaran al baño para higienizarse, y algunos estaban devastados. Es lógico, estaban trabajando desde temprano y los chicos que habían muerto eran sus compañeros”, detallaba Horacio, rodeado de algunas de las maestras que se habían quedado a mirar lo que ocurría.
En la misma línea, Marisa, una vecina que barría la vereda llena de escombros de su casa de Jovellanos al 1300, justo enfrente de una de las paredes que se habían desmoronado, señalaba conmovida que “fue una verdadera tragedia. Un policía le decía con la voz quebrada a un bombero que, después de Cromañón, esto era el mayor desastre que había pasado en la ciudad”. También comentaba que “se sabía que podía pasar algo porque guardan mucho papel. La cuadra es impresentable, está llena de galpones. Con cualquier cortocircuito puede pasar de nuevo, en cualquier momento explota otro. Había un proyecto que planteaba sacar las fábricas del barrio pero quedó en la nada”.
Alrededor de la vivienda, ya con el operativo de rescate terminado, médicos del SAME se paseaban cansados por la cuadra y se dejaban caer donde sus cuerpos se los permitían. Por su parte, personal de bomberos seguía trabajando y movía restos de ladrillos y ramas de árboles caídos por el impacto. “Quiero destacar el despliegue del SAME y de todos los que trabajaron. Desde mi casa hasta la esquina, la vereda estaba llena de camillas para asistir a los heridos. Se movieron muy rápido. Es una lástima lo que les pasó a los nueve bomberos. Murieron con mucho honor y dignidad.” Marisa hablaba, pero había cambiado la escoba y se empeñaba en sacar la suciedad de la casa a manguerazos. Como si el caos se acabara sólo con agua.
Informe: Gonzalo Olaberría.