Esa noche, al llegar al hotel, sonó el teléfono. Era de Presidencia del Gobierno. Mujica se sentía indispuesto y había cancelado el viaje a Anchorena. Vaya por Dios, me dije contrariado, y avisé a Jordi Socías, que renegó también de nuestra suerte.
Dudé si dormir con el aire acondicionado y coger una bronquitis, o con la ventana abierta y que me frieran los mosquitos. Elegí los mosquitos y al poco de cerrar los ojos me despertó un picor intensísimo en el brazo. Me levanté, encendí la luz, me coloqué las gafas, tomé un periódico e inspeccioné las paredes blancas de la habitación en busca del bicho. Entonces reparé en la existencia de manchas negras e irregulares, como test de Rochard incompletos, formadas por los cuerpos de los mosquitos aplastados por anteriores huéspedes. Comprendí que en aquel cuarto se habían producido verdaderas carnicerías. En esto, descubrí a mi chupador de sangre, que era muy grande para insecto, aunque pequeño para colibrí, y descargué sobre él todo el peso del periódico. Y de mi ira. Quedó en la pared una mancha roja que con el paso de las horas se volvería negra. Al meterme en la cama de nuevo, recordé un cartel que había visto ese día en el Cementerio Ceentral (uno de los más importantes de Montevideo) en el que se solicitaba a los visitantes que no dejaran agua en los recipientes destinados a las flores, pues el agua podrida era un excelente caldo de cultivo para el mosquito del dengue. Calculé la distancia que había desde el cementerio al hotel y no me pareció probable que viniera de allí el que me había picado.
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El cambio de planes por la indisposición de Mujica nos obligó a reorganizar nuestro viaje. Dando por hecho que no volveríamos a encontrarnos con él, dedicamos los siguientes días a patear Montevideo, a conocer el país, a hablar con la gente. El país se conocía de muchas formas, por ejemplo, comprando tabaco. Jordi Socías y yo no fumamos en España, pero en el extranjero sí. Tenemos la superstición de que en el extranjero podemos ser castigados por otras cosas, pero no por fumar. En el exterior de la primera cajetilla que compramos se veía la fotografía de dos hombres que en realidad eran el mismo, aunque uno de ellos estaba sano y el otro llevaba un tubo de oxígeno.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? –le preguntaba el sano a su versión enferma.
Nada de “fumar mata” o “fumar produce cáncer”, esa cosa directa al estómago, tan nuestra. Todo mucho más sutil, más uruguayo, más portugués o gallego, si ustedes lo prefieren. Nos aficionamos a comprar paquetes porque había multitud de variedades. En una de ellas, una mujer joven y guapa se miraba en el espejo, donde aparecía una versión de sí deteriorada por la quimioterapia.
–¿En qué etapa de la enfermedad estás? – preguntaba de nuevo la mujer sana a la enferma con una frialdad atroz.
Comprar tabaco era, decíamos, una forma de conocer el país. También visitar las ferias o mercadillos de Montevideo, la de Tristán Narvaja, por ejemplo, donde se sucedían, una tras otra, una serie de librerías que combinaban sin problemas las novedades editoriales con el libro antiguo o de ocasión. Si hubiéramos de deducir el grado de cultura de los uruguayos de los títulos que figuraban en los escaparates, diríamos que se trata de uno de los pueblos más ilustrados del mundo. Si tuviéramos que deducirlo, en cambio, de la visita al zoo de Montevideo, diríamos que el uruguayo es un tipo que no cree en el sufrimiento de los demás, de los animales al menos. Jamás habíamos visto un zoológico más triste, más enfermo, más parecido a una prisión medieval. Los animales te miraban como si estuvieran condenados a cadena perpetua.
Aparte de fumar y de visitar el zoo, viajamos por el interior en un coche alquilado, enfrentándonos a tormentas tropicales en medio de las cuales el automóvil estuvo a punto de naufragar en varias ocasiones. El interior de Uruguay es idéntico a sí mismo. Vistos cien quilómetros, visto todo. Una penillanura cuyas suaves ondulaciones aumentaban, dentro del coche, la sensación de ir en un barco más que en un automóvil. A un lado y otro de la carretera, cultivos de soja, de maíz y de arroz, entre otros cereales. De vez en cuando, un grupo de vacas o de ovejas. Podías hacer decenas de quilómetros sin ver a un ser humano, sin descubrir una casa, un pueblo, una gasolinera. Ello se debe en parte a que la densidad de población es muy baja (no llega a 19 habitantes por quilómetro cuadrado, cuando en España, por ejemplo, es de 93). Nos habría gustado llegar a la frontera con Brasil, pero el tiempo lo hizo imposible.
–No sigan –nos dijeron en un peaje–, el tiempo está muy bravo.
Como no nos podíamos perder Punta del Este, lugar mítico de veraneo de los millonarios argentinos, viajamos también hasta allí, pero resultó ser como Benidorm o cualquier otro lugar turístico con una afición desmesurada al cemento. Decepcionante, aunque previsible. Siguiendo la costa llegamos hasta José Ignacio, donde por fin comimos un buen pescado. Nos dijeron que la costa se volvía más interesante cuanto más se alejaba uno de las grandes aglomeraciones y era verdad. Pero tuvimos que dar la vuelta antes de llegar a Punta del Diablo.
La gente nos preguntaba qué nos había parecido el Pepe y nosotros les respondíamos que qué les parecía a ellos. Advertimos que la percepción que se tenía de Mujica fuera no coincidía exactamente con la que se tenía dentro (nadie es profeta en su tierra). Con las cautelas con las que conviene recibir cualquier generalización, diríamos que las clases medias y altas intelectuales observaban a Mujica con cierta condescendencia. Le agradecían que hubiera colocado a Uruguay en el mapa, pero su forma de vivir les resultaba un poco pintoresca.
–Parece que tiene un núcleo melancólico el loco –nos dijo una periodista para explicar el hecho de que prefiriera la chacra al palacio presidencial.
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