En las clases altas, en fin, no acababan de aprobar el hecho de que viviera humildemente ni de que apareciera en las televisiones de medio mundo con los pantalones del chándal remangados hasta la rodilla (tiene problemas de circulación y le alivia llevar las piernas al descubierto). Nadie negaba desde luego las profundas transformaciones sufridas, para bien, por el país bajo su mandato. Pero ponían pegas aquí o allá, a veces de carácter económico, aunque le recriminaban también sus fracasos en las reformas de la Administración y en la enseñanza, dos de los pilares de su programa electoral. Se quejaban asimismo de la inseguridad, aunque Socías y yo podemos atestiguar que en ningún momento, a ninguna hora, en ninguna calle, tuvimos el mínimo percance, ni siquiera la sensación de que podríamos tenerlo. Montevideo nos pareció una de las ciudades más seguras del mundo, tan segura al menos como Madrid, Barcelona o cualquier otra ciudad europea.
–El viejo –nos dijeron algunos refiriéndose a Mujica– se ha creado un personaje y no hay manera de saber cuándo habla el uno y cuándo el otro.
Nos pareció que la admiración hacia Mujica crecía a medida que descendías en la escala social. De la mitad hacia abajo gozaba de una reputación conmovedora. Lo veían como a uno de los suyos y les parecía un signo de coherencia que aplicara a su vida el grado de austeridad que predicaba para la de los demás.
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En estas, a media semana recibimos una llamada de Presidencia del Gobierno. Nos dijeron que Mujica tenía un gran disgusto por no haber podido cumplir su palabra de llevarnos a Anchorena y que, si estábamos dispuestos, podríamos ir el viernes. El hecho de que el presidente de la República se sintiera culpable por no haber cumplido la palabra dada a dos periodistas españoles (o finlandeses, da lo mismo) parecía insólito. ¿Sería una broma? Nos apresuramos a decirle que sí, claro, y quedaron en recogernos a las 13 horas en el hotel. Desde allí iríamos a por el presidente, que estaría en su chacra, viajaríamos hasta Anchorena (unas tres horas), veríamos aquello con detenimiento y regresaríamos por la noche. El programa era matador para un señor de 80 años que llevaba encima una dura semana de trabajo. Desde cualquier punto de vista que lo observaras, aquella actitud hacia nosotros resultaba de una generosidad sin límites.
El automóvil presidencial resultó ser un Volkswagen de gama media sin ningún signo interno o externo que delatara la condición de su ocupante. El chófer, mientras nos dirigíamos a la chacra, nos dijo:
–El Pepe es como nosotros, no esconde nada. Él va al supermercado, a la ferretería. Si tiene ganas de comer un churrasco, va a la carnicería. Él hace los mandados, no tiene servicio. Le pasa la escoba al piso. Le gusta conducir su Fusquita (un Volkswagen Escarabajo muy antiguo).
–Como les había prometido, vamos allá, sacamos unas fotos, tomamos un copetín y volvemos –dice Mujica saliendo de su casa con la cara lavada y el pelo mojado, como si se acabara de despertar de una siesta.
Anchorena, según nos habían dicho, era una finca de más de mil trescientas hectáreas que un argentino apellidado de ese modo regaló al Gobierno uruguayo con la condición de que fuera la residencia de verano del presidente. El regalo incluía, entre otras condiciones, que no se podía vender y que el presidente tenía que pasar en ella unos treinta días al año. Todo esto había sucedido porque el tal Anchorena, perteneciente a una de las familias más ricas de Argentina, se había subido un día en un globo al otro lado del río de la Plata, en Buenos Aires, y había aterrizado en el lado de acá, en Uruguay, allí donde el río San Juan desemboca en el río de la Plata. El lugar le pareció tan hermoso que construyó en él una casa inglesa de proporciones gigantescas, además de diversos anexos para el servicio y los caballos. Trajo especies de todo el mundo y reforestó el lugar, que en la actualidad es un hermoso parque natural.
Durante el viaje a Anchorena, Mujica iba sentado en el asiento del copiloto; Socías, detrás del conductor, con la cámara a punto. Yo, detrás de Mujica.
–¿Qué le pasó el sábado anterior? –pregunté.
–Fui a pasar una zanja. Llovía y me desgarré. Tomé unos remedios y me doy un aerosol.
Mientras viajábamos, dijo que la lluvia les había “embromado mucho”. Nos contó que nació en una chacra y que dedicó varios años de su vida a estudiar la ganadería de todo el mundo para conocer lo que era la mayor riqueza de su país. Entonces suena el móvil, un viejo Nokia, lo coge. “Hola, viejo”, contesta, “decile que le voy a ver”. Cuelga. Dice que hacia los 17 o 18 años recibió clases de don José Bergamín. Que hasta los 20 años leyó literatura y filosofía. Que Bergamín le daba clases de composición literaria. Que luego se inclinó más por las lecturas de carácter científico. Dice que su generación tiene a España como una segunda patria, que leyeron mucho a la Generación del 98. Y a Ortega. Dice que puso de ministro de Agricultura a un arrocero porque el 90% del agua corriente se la lleva el arroz. Que normalmente tienen problemas de sequía porque el grueso del agua se va al mar. Que tienen que quitarle el agua al mar y que eso es lo que hacen los arroceros. La soja, dice, es un cultivo reciente.
–Aquí –señala un punto del paisaje– se está haciendo una facultad de veterinaria.
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