Una enorme ruina sale al paso entre los matorrales. El edificio de fachada ecléctica era el hotel del Balneario de San Miguel de los Baños. Hoy sólo alberga telarañas, ratas, árboles que crecen entre los muros, y recuerdos, muchos recuerdos. Los más jóvenes ni siquiera saben que en el país hay un sitio así, donde el agua sanadora brota de la propia tierra.
Bendecido por la naturaleza con abundantes manantiales medicinales, San Miguel de los Baños pasó, en menos de un siglo, de la prosperidad al abandono. Algunos vecinos creen que se trata de una maldición y otros le echan la culpa a la probada ineficiencia del Estado. Los más afirman que empezó a decaer cuando la villa pasó a ser administrada por el municipio de Jovellanos que le profesaba –dicen– una envidia incurable al próspero poblado.
Lo cierto es que aquel majestuoso edificio que deslumbraba a cuanto viajero lo visitaba y que era centro del complejo arquitectónico y orgullo de los pobladores, es hoy un inmueble desolado e inhabitable, a pesar de su utilidad pública, de sus valores culturales y de su historia.
La leyenda cuenta que un esclavo llamado Miguel, escapado de su dotación, fue quien descubrió los valores curativos de aquellas aguas. Sin embargo, sólo a finales del siglo XIX se confirmó científicamente que contenían un 60 % de minerales, entre ellos azufre en estado coloidal. Los manantiales fueron reconocidos también por sus características alcalinas y bicarbonatadas, capaces de aliviar ciertos padecimientos de las vías digestivas y urinarias, además de otros problemas de salud: anemia, gastralgia, dispepsia, diabetes, urticaria, clorosis, nefritis e incluso neurastenia.
Un adinerado abogado santiaguero, Manuel Abril Ochoa, llegó a San Miguel de los Baños en 1906 para comprobar si en aquellos manantiales estaba la solución a sus problemas digestivos. Todo indica que la encontró porque tomó la decisión de establecerse allí y construir el lujoso balneario. Las obras comenzaron en 1912 y para la inauguración, en 1930, estuvo invitado todo lo que brillaba en la sociedad cubana de la época.
Ya nadie puede hoy determinar dónde se encontraba la carpeta, dónde la batería de baños para hombres, dónde la de mujeres. En qué punto exacto de estos desvencijados salones se ubicaba el restaurante, dónde el bar, la cocina, la cafetería; bajo cuál techo, ahora desconchado, estuvo el almacén de víveres, la cámara fría, el consultorio médico, los laboratorios y cuáles de estos muros quebrados separaban las 44 habitaciones, las terrazas amuebladas con cómodos sillones y las áreas deportivas.
En su infinita buena fe, o ingenuidad, el doctor Abril dispuso que tras su muerte las instalaciones fueran cedidas al Ministerio de Industrias, que en enero de 1962 estaba bajo el mandato de Che Guevara. Éste se interesó tanto, quizás por el asma que lo acompañó hasta sus últimos días, que mandó a construir otro hotel cerca del lugar, llamado Villaverde. Pero de esta instalación no queda ni el recuerdo.
El Balneario de San Miguel de los Baños tuvo su época dorada en los setenta. Cubanos de todas las provincias acudían en peregrinación esgrimiendo sus recetas médicas debidamente acuñadas. Allí se gestó una de las primeras iniciativas de lo que hoy se ha dado en llamar Turismo de Salud.
Pero lejos de sus aguas curadoras cayó el muro de Berlín. El socialismo real de Europa del Este naufragó arrastrando a la Isla hacia un agujero negro que eufemísticamente los dirigentes de nuestro socialismo tropical denominaron Período Especial en Tiempos de Paz.
Ajenos a los sismos políticos, los manantiales siguieron brotando con generosidad, pero los burócratas locales en su habitual oportunismo se encargaron de desbaratar las instalaciones del balneario. Las utilizaron primero para albergar a damnificados de huracanes, luego como oficina del sector gastronómico y, finalmente, para realizar las fiestas conmemorativas por la creación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR).
Saquearon todo: las tazas de los inodoros, las baldosas de mármol de las escaleras, las puertas y los marcos de maderas preciosas...
Saquearon todo: las tazas de los inodoros, las baldosas de mármol de las escaleras, las puertas y los marcos de maderas preciosas, las camas con sus colchones, los sillones y sofás, las sillas y mesas del comedor, los fogones de la cocina, los grifos y lavamanos, los azulejos. Sólo se salvaron algunas pesadas bañaderas de hierro esmaltado empotradas en el piso. Nadie sabe a ciencia cierta a dónde fueron a parar todos aquellos despojos del palacio.
Hoy sólo quedan los muros con sus aceros interiores reventados por el óxido, refugio de
murciélagos y también urinario público. Detrás del edificio se mantienen abiertas las pocetas a donde aún bajan, sorteando los escollos de los enyerbados escalones, quienes quieren curarse de alguna dolencia.
En otro recinto sobrevive un abrevadero. Despojado de todo ornamento un burdo tubo metálico sobresale de la pared. Debajo, una especie de tragante borbotea de vez en cuando, como si se tratara de un latido.
El taxista particular que me saca de San Miguel de los Baños me cuenta otros horrores que sufrió el resto de las instalaciones hoteleras de la otrora próspera villa. Pero habla también de sus esperanzas desde que, hace una año, el Ministerio del Interior ha tomado el control de los manantiales con el proyecto de hacer allí un sanatorio. Me traslada el rumor de que Eusebio Leal, sanador de La Habana Vieja, está tomando cartas en el asunto y que “con esto de la nueva ley de inversiones extranjeras” quizás quieran poner allí –donde ahora hay unidades militares– un campo de golf.
No todo está perdido: los depredadores no han podido con las entrañas de la tierra ni con las inocentes ilusiones de la gente sencilla.