Explicarle a un niño la muerte siempre es una tarea difícil. Algunos padres acuden a la metáfora y otros a la mentira. Los adultos justifican ante los infantes el fallecimiento de alguien con frases que van desde el "se ha ido al cielo a vivir en una nube" hasta el embuste de que "está de viaje". Lo peor sucede cuando esas invenciones trascienden la familia y se convierten en política informativa de un Estado. Falsificar ante una población la real incidencia de la muerte es escamotearle su madurez y negarle su derecho a la transparencia.
En 1981 una epidemia de dengue hemorrágico estalló en Cuba. Yo tenía apenas seis años pero aquella situación me dejó profundos traumas. Lo primero que nos comunicaron en la escuela fue que la enfermedad había sido introducida por el "imperialismo yanqui". El Tío Sam de mis pesadillas infantiles ya no nos amenazaba con un arma, sino que portaba un enorme Aedes Aegypti dispuesto a contagiarnos de la fiebre quebrantahuesos. Mis familiares entraron en pánico cuando comenzaron a enterarse de los niños fallecidos. El cuerpo de guardia del Hospital Pediátrico de Centro Habana era un hervidero de gritos y llantos. Mi madre me preguntaba cada hora si me dolía algo y su mano sobre mi frente comprobaba que no tuviera fiebre.
No había información, solo susurros y miedo, mucho miedo. Al no hablarse públicamente del verdadero origen de aquel mal, la población apenas se protegió. En mi escuela primaria seguíamos corriendo hacia el refugio –bajo el Ministerio de la Industria Básica– ante el "inminente ataque militar" que llegaría desde el Norte. Mientras tanto un enemigo pequeño y sigiloso hacía estragos entre gente de mi edad. Aquella mentira no tardó en quedar en evidencia. Décadas después el dengue regresó, aunque me atrevería a decir que nunca se fue y que todos esos años las autoridades sanitarias intentaron esconderlo.
Ahora ya no hay a quien echarle la culpa, como no sea al deterioro higiénico que vive nuestro país. No es el Pentágono, sino los miles de kilómetros de cañerías dañadas y con salideros que hay por toda la Isla. No es la CIA, sino la ineficiencia de un sistema que no ha logrado siquiera construir nuevas redes de desagüe y alcantarillado. La responsabilidad no apunta hacia el extranjero, sino que nos señala a nosotros mismos. Ningún laboratorio ha creado este virus para aniquilar a los cubanos, es nuestro propio colapso material y sanitario el que impide que podamos controlarlo.
Al menos ya no funciona aquel cuento para niños ingenuos donde los males siempre llegaban desde afuera. El embuste, que nos presentaba como víctimas inoculadas por la perfidia norteamericana, ya sólo lo aceptan los más ingenuos. Como niños que crecen, hemos comprobado que el Gobierno nos mintió sobre el dengue y que aquellas no eran paternalistas falsedades, sino sofisticadas mentiras de Estado.