Cuatro personajes en busca de autor. Si no forzosamente de autor, sí cuando menos en busca de guionista, porque el presidente venezolano Nicolás Maduro; su homólogo en Argentina, Cristina Fernández; Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, y el presidente ruso Vladímir Putin necesitan urgentemente de una nueva narrativa con la que encarar sus problemas.
El líder del chavismo lucha por superar una gravísima crisis económica con el crudo venezolano a poco más de 50 dólares el barril, lo que no da para mantener la política histórica del chavismo, que subvencionaba lealtades con las pingües ganancias de cuando se pagaba a 120. Nicolás Maduro, sucesor de Hugo Chávez, ha dicho repetidamente que en caso de duda había que recurrir al legado del líder histórico, pero no parece que ni en el Libro azul que recoge hechos y dichos del fundador, ni en el creciente culto al desaparecido, haya respuesta a tanta cuita. El Gobierno cívico-militar que dirige trata de resolver la crisis a golpe de decreto, creación de comisiones ad hoc, y una profusa actividad reglamentista. Y en todo ello Maduro se mueve con cierta destreza combinando, nombrando, reemplazando a barones del chavismo, en especial ante las legislativas de fin de año, en las que el conglomerado de la oposición cree que puede ganar. Pero el maduro-chavismo está más en el regate corto que en dominar el centro del campo. Para superar 2015 difícilmente bastará.
La presidenta argentina Cristina Fernández vive lo que la oposición desearía que fuera un fin de reinado; el del peronismo. Cuando todos los expertos hablan de desaceleración de la economía, es decir paro y pobreza, tiene que luchar a brazo partido para mantener al peronismo en el poder ante las presidenciales de octubre, a las que no podrá presentarse por mandato constitucional, y en que, según una bien probada tradición argentina, las divisiones internas, dentro y fuera de casa, son imperativo categórico. Peronismo disidente, que dirige Sergio Massa, peronismo cristino-kirchnerista, que parece que tendrá que recurrir como candidato al poco amado Daniel Scioli, y una oposición que aún pugna por la unificación completa, preparan unos comicios sin freno ni marcha atrás.
A Benjamín Netanyahu le ha venido Jehová a ver con un aguinaldo en forma de pifia palestina en el Consejo de Seguridad de la ONU. La AP de Mahmud Abbas no ha conseguido que se aprobara el texto sobre creación del Estado palestino, y el primer ministro israelí, que avizoraba un comienzo de 2015 como una gymkhana diplomática, está hoy mejor situado ante las elecciones del 17 de marzo para reeditar su ni-negocio-ni-dejo-de negociar, sino todo lo contrario, con la dirigencia palestina. Pero hay quien ha dicho que en Israel las elecciones siempre las ganan los mismos: el Ejército, al que miman todas las jerarquías; y a quien hoy cabría añadir los colonos que incesantemente repueblan Cisjordania y Jerusalén-Este. Netanyahu, aún parcialmente exhausto, no carece de recursos y en una ocasión le oí decir a una periodista israelí que “huele a hombre”. Ese es un atractivo que no le ha servido mal en su abigarrada pero básicamente exitosa carrera política.
Vladímir Putin se ve a sí mismo como un atleta de la política, y de acuerdo con ello tendrá que hacer ímprobas acrobacias para salir de los berenjenales que se le han ido o ha ido acumulando: Ucrania, con las sanciones económicas de EE UU y la UE; asimismo, la caída del petróleo que ha descalabrado el rublo. Y aquí si que es peliagudo adivinar un guión salvador, porque si cede en Ucrania aceptando que el país se integre un día en la UE y no digamos la OTAN, le abandona la falange nacionalista que en buena medida le sustenta, y si sigue erre que erre pavoneándose de gran potencia, puede ser la opinión la que ya no trague la narrativa de que le está devolviendo Rusia al lugar privilegiado a que tiene derecho, en el concierto de las naciones.
Cuatro líderes, arriba o bajo de la sesentena, edad en la que ya toca recoger los frutos de toda una vida, se hallan en un momento crucial de su carrera, aquel en el que encuentran la batería de argumentos con que redorar blasones, o, al menos si funciona la democracia, empezarían a dejar de ser.