Al amanecer del viernes 4 de marzo de 1960 el mercante La Coubre fue avistado en las proximidades de la bahía habanera. El día había amanecido nublado y el trasiego de ómnibus, autos y personas que marchaban a sus labores habituales caracterizaban un ambiente apacible en la céntrica Avenida del Puerto.
Luego de atracar, comenzó la descarga de mercancías de sus bodegas y la extracción de las cajas de proyectiles que formaban parte de un cargamento destinado a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Horas más tarde se produjo una estremecedora explosión. Más de un centenar de personas encontraba la muerte, varios cientos recibían heridas de diferente tipo. Muchos quedaron incapacitados para el resto de sus vidas.
Resulta sorprendente que a este acto de terror se le pretenda sumir en el más absoluto y hermético silencio en el mundo después de más de medio siglo. Son muchas las interrogantes que se ciernen sobre tan macabro hecho. Un velo de misterio cubre la verdadera identidad de sus autores directos, mientras se impide aún el acceso en el extranjero a posibles evidencias documentales.
La Coubre zarpó del puerto francés de Le Havre, el martes 9 de febrero de 1960, con su capitán George Dalmas, de 49 años, natural de Nantes, Francia, acompañado de 38 tripulantes. El 13 arribó al puerto de Amberes para la estiba de 783 toneladas de productos y mercaderías destinadas a empresas comerciales de varios países entre ellos Cuba. Esta carga incluía 1 492 cajas pertenecientes a un cargamento militar.
Al iniciarse el año 1960 la Fábrica Nacional de Armas de Guerra de Bélgica, continuaba cumpliendo los contratos suscritos con el Gobierno cubano. Con el propósito de realizar un nuevo envío de medios de guerra, el 10 de febrero de 1960 formalizó con la Compañía General Transatlántica, sociedad anónima francesa operadora de la French Line del armador George Dors, la transportación hacia La Habana de su próximo cargamento y designó a La Coubre, que venía realizando habituales viajes a puertos cubanos, el Caribe y Norteamérica. En octubre de 1959, cinco meses antes de la explosión en La Habana, el barco trasladó a la capital cubana un importante cargamento de armas.
En este nuevo viaje la carga consistía en 525 cajas con 25 000 granadas antitanques y antipersonales para ser lanzadas por el fusil FAL (Fusil Automático Liviano) y sus correspondientes cartuchos propulsores, aparte de 29 cajas con 45 000 cartuchos propulsivos adicionales. Además, 625 cajas de municiones de seguridad con un millón de municiones trazadoras calibre 7,62 mm y 313 cajas conteniendo 500 800 municiones perforantes, todas para el fusil FAL. En resumen 1 492 cajas de madera y zinc con un peso de 75 toneladas y 363 kilogramos.
En horas de la tarde del martes 16 de febrero la nave concluyó su estancia en Amberes y se dirigió a Le Havre a donde arribó el día 17. Allí abordaron el sacerdote dominico Raoul Desobry, que tenía previsto desembarcar en Veracruz, México, y el periodista norteamericano Donald Lee Chapman, que lo haría en Miami, Florida.
A las 8 y 30 de la mañana del 4 de marzo de 1960, mientras la nave se disponía a penetrar en la bahía de La Habana, salen a cumplir sus funciones de control migratorio los funcionarios Efrén García y Manuel Martínez, designados para chequearla durante su aproximación. Se retiraron una hora después, dejando al funcionario de la Aduana que tenía bajo su responsabilidad el muelle de la Pan American Docks, también conocido como Arsenal.
El Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR) brindaba estricto seguimiento al desarrollo de los contratos concertados con la fábrica belga y al arribo a nuestro país de los medios adquiridos para la defensa. La recepción de la carga en el puerto y su traslado y ubicación en los almacenes militares designados, la dirigía el capitán Carlos Mir Marrero, Holguín, jefe de la Sección de Material de Guerra que inicialmente estuvo subordinada a la Dirección de Logística del Estado Mayor del Ejército Rebelde (EMER).
Para las medidas de seguridad y protección del buque y sus alrededores y el acompañamiento y custodia del transporte que conduciría los medios de guerra, fue designado personal de la Policía Militar del Cuartel de San Ambrosio y pequeñas unidades del Ejército radicadas en el Campamento de Managua, donde se ubicaban las Fuerzas Tácticas de Combate de Occidente.
Alrededor de las diez de la mañana el buque quedó atracado al muelle.
Preparativos e inicio de la descarga
Unas horas antes de entrar al puerto habanero el vapor La Coubre, comenzaron a ser puestas en ejecución diferentes medidas encaminadas a garantizar su descarga. Aproximadamente a las 10:15 minutos se hizo el primer llamado de estibadores para laborar en su descarga. Ese grupo fue asignado para descargar las mercancías que viajaban en las bodegas II y VI. Iniciarían sus labores a las once de la mañana. Luego de recibir el ticket que les daba la autorización para el acceso a la nave, se dirigieron hacia el muelle. A otros se les comunicó que debían estar listos para comenzar a la una de la tarde la descarga en las bodegas IV y V.
El estibador Francisco C. Díaz Domínguez, relató: “A nosotros nos entregaban un ticket donde aparecía el nombre del barco, el muelle, horario y otros datos y teníamos nuestro carné que nos identificaba. Con esto nos permitían el acceso. Al subir a la nave dejábamos en la escala el carné que recogíamos a la salida. La escotilla donde íbamos a trabajar ya estaba abierta. Eso lo hacían los propios marinos franceses. Bajamos hasta el entrepuente inferior de la bodega VI que estaba llena de estibas de cajas de balas. Cuando bajaba vi, en el entrepuente superior, las puertas de las neveras donde venían las granadas, estaban cerradas y no se abrían hasta que se fueran a descargar”.
En el Campamento Militar ubicado en Managua, al sur de la ciudad, desde las primeras horas del día se preparó un destacamento al que se le asignó la misión de realizar la vigilancia y protección de la operación de descarga del buque.
Sus integrantes habían sido seleccionados entre los miembros de la Compañía “C” de Reconocimiento del Batallón Blindado y del Batallón número 1 de Artillería pertenecientes a las Fuerzas Tácticas de Combate de Occidente radicadas en ese mando. Al frente del grupo marchaba el teniente Eulogio Ámita, veterano guerrillero de la Columna 1, José Martí, con una treintena de experimentados combatientes rebeldes.
Uno de ellos, Almelio Venero Portales recuerda: “Tomamos posiciones en la cubierta del buque. A mí me tocó por el centro, donde estaba la escalerilla del barco, hacia la proa. Nos dieron las instrucciones para que anduviéramos con mucho cuidado por si venía una avioneta a tirar una bomba o un hombre rana que pudiera salir por abajo y todo ese tipo de cosas. Estábamos pendientes de cualquier anormalidad”.
Temprano en la mañana, acudían a sus labores los dirigentes y trabajadores del muelle. Se incorporaron los Inspectores de la Aduana y más tarde acudió el miembro de la Policía Marítima, Lázaro Betancourt Collazo, para cubrir el puesto de guarda escala y controlar el acceso y salida de la nave. A las 11:00 se comenzó la descarga de la bodega II y el entrepuente inferior de la número VI.
En el interior de ambas laboraban los estibadores designados y sobre la cubierta, el personal encargado de operar los winches y facilitar el movimiento de las mercancías desde el buque hacia el muelle. A bordo de La Coubre permanecían los tripulantes franceses en sus funciones propias, el personal de Aduana, los trabajadores designados de la Compañía Trasatlántica y los combatientes del Ejército Rebelde.
Sobre el muelle, controlando el acceso al buque, el miembro de la Policía Marítima se mantenía acompañado por un inspector de la Aduana. A lo largo de la embarcación y en los accesos al muelle los combatientes realizaban guardia en distintos puntos. Muy próximo al buque se podía observar el movimiento de los braceros que recibían la carga procedente de las bodegas. En el área correspondiente a la bodega VI se hallaban además, los especialistas de la Sección de Material de Guerra y el personal del transporte militar.
Rigurosas medidas de seguridad fueron aplicadas para acceder al muelle y en especial a la nave. Resultaba un requisito imprescindible contar con la credencial correspondiente, la que se mostraba a la entrada del muelle y en la escala de la embarcación. Estaba estrictamente prohibido el acceso al buque con paquetes u otros objetos innecesarios en esas circunstancias y en especial la posesión de cajas de fósforos, fosforeras y otros medios que pudieran provocar un incendio.
Manuel Herrera fue llamado para comenzar a trabajar en el turno de la una de la tarde pero no pudo entrar, porque no tenía el carné. Le dijeron: “Nosotros sabemos que usted es estibador pero tiene que esperar a que venga el Delegado del Sindicato porque esa es la orden que tenemos”. Esperó largo rato hasta que apareció el Delegado, Tomás Pérez Carmona, quien pereció en la explosión”.
La primera explosión
A la una de la tarde fueron relevados los seis trabajadores que se mantenían estibando las municiones en el entrepuente inferior de la bodega número VI. Ocupan sus puestos igual número de estibadores.
La bodega II de la proa continuaba su trabajo con el mismo personal, que debía hacerlo hasta las cinco de la tarde. A esa misma hora se inicia la descarga en las dos restantes bodegas de popa, la IV y V, que contenían mercancías de carácter general. Todo esto incrementaba la cantidad de braceros y otros trabajadores en el muelle.
Pasadas las dos y media de la tarde los representantes de la Compañía Trasatlántica que se encontraban en el muelle abordaron el buque y junto al representante de la administración y al delegado del sindicato se ubican sobre la cubierta, muy cerca de la escotilla de la bodega VI.
Cerca de las tres concluye la extracción de las municiones en el entrepuente inferior de la bodega VI y se dan las disposiciones correspondientes para cerrar la escotilla que da acceso a esa área y con ello facilitar el trabajo en los dos compartimentos refrigerados localizados en su entrepuente superior. Inmediatamente, son abiertas las puertas de aquellas cámaras y brota el aire gélido de las neveras que contenían las cajas de granadas antitanques y antipersonales.
Los estibadores acondicionaron el nuevo sitio y salió la primera lingada desde la bodega hacia el exterior del buque conteniendo unas diez cajas y es recibida sin dificultad por los braceros a pie del muelle. Después la segunda y se comenzaba a preparar la tercera. El reloj marcaba las tres y diez minutos. Instantes después se produce una estremecedora explosión que sacude al buque, el muelle y los edificios colindantes, y es escuchada en toda la ciudad.
Una gigantesca columna de humo ascendió con rapidez desde la popa del buque y tomó forma de hongo mientras se elevaba. Segundos después, se precipitaban a tierra en forma de lluvia, trozos de hierro, metralla y otros fragmentos que ocasionaron nuevas muertes, heridos y destrozos en toda la zona. Restos humanos yacían esparcidos sobre la cubierta del buque, parte del muelle y sitios aún más lejanos. Las llamas comenzaban a extenderse en medio del humo, mientras se observaban sin techo los almacenes contiguos y vigas de acero retorcidas por todas partes. Se escuchaban gritos y quejidos de dolor de los que aún sobrevivían. La confusión era total.
Las dos últimas bodegas de la popa, marcadas con los números V y VI, habían perdido sus estructuras y se encontraban totalmente deformes. El mástil cayó violentamente y se había fracturado en varias partes. Solo se distinguía una porción de la parte superior de la bodega número IV, en la que algunos hombres yacían tendidos sin conocimiento, junto a cuerpos mutilados y fragmentos metálicos humeantes. La fuerza expansiva de la explosión había despedido la nave hacia delante golpeando con su proa el almacén, que penetraba en el mar en forma de espigón.
El fuego se propagó rápidamente en el interior del buque, sobre el muelle, almacén e instalaciones portuarias más próximas. Numerosos focos ígneos aparecen en la Avenida del Puerto y más allá, en el patio de la Estación Central de Ferrocarriles de Cuba.
Sobre el muelle, junto al costado del buque y la escalera de acceso se hallaba el miembro de la Policía Marítima, Lázaro Betancourt Collazo, que salvó su vida de manera inexplicable. “Estaba conversando con el aduanero y un compañero del Ejército Rebelde, cerca de la escala de La Coubre. Antes de explotar el barco pasaba un compañero que le decían El Chino en un montacargas, precisamente en dirección a la popa del buque, ese compañero no apareció. Al pasar El Chino, el aduanero se echó hacia un lado y también el soldado. Como yo no tenía cabida para que pasara el montacargas, retrocedí unos pasos y me pegué al barco. Fue el momento en que ocurrió la explosión… yo sentí una presión en la cabeza, y fui lanzado por el aire, hasta caer al lado de la puerta de entrada del almacén, que estaba a varios metros de donde me encontraba. Tenía golpes en todo el cuerpo y me salía sangre de la cabeza. Me sacaron para el Hospital de la Policía. Sobre el compañero de la Aduana luego supe que había muerto. Del soldado no tuve noticias”.
La segunda explosión
Al producirse el terrible estallido, los que se encontraban sobre la nave, el muelle y puntos más alejados, son lanzados al aire por la onda expansiva. Los que a duras penas se pueden erguir y moverse, sangrando, necesitados de recibir atención médica y soportando los dolores que sufren, se disponen a socorrer a otros compañeros, la mayoría mutilados, gravemente heridos o inconscientes.
Alberto Rosales Puebla, auxiliar del jefe del Distrito Arsenal de la Aduana fue uno de los que a riesgo de su vida no dudó en penetrar al buque. Buscaba con afán a su jefe y demás compañeros de trabajo para prestarles ayuda. Era hijo de mambí, integrante de una familia revolucionaria, y a su vez padre y tío de activos combatientes de la lucha contra la tiranía batistiana, entre ellos su propio hijo que alcanzó el grado de capitán en el Ejército Rebelde y de su sobrino, el mártir de la lucha clandestina Joe Wesbrook. Su hija Lourdes Rosales Figueredo nos relató que “varios compañeros de trabajo de mi padre me expresaron poco después de ocurrido este hecho, que luego de la primera explosión y a pesar de que sus oídos sangraban, permaneció en el lugar, razón por la que murió como resultado de la segunda explosión.”
Dos estibadores de cubierta, Oscar Pérez Fuentes y José Castromán Prieto que operaban sobre la nave los winches que descargaban la bodega número IV de popa, comienzan a recuperarse. Cuando se disponen a lanzarse al agua para abandonar el buque, escuchan los gritos de uno de sus compañeros, Marcelo Guevara, Manzanillo, que les pide ayuda. Así lo recuerda Osvaldo Pérez González, hijo del primero: “Un pesado objeto aprisionaba su cuerpo y le impedía el movimiento. Si permanecía en esas condiciones no tendría salvación alguna. Sus dos compañeros regresaron a auxiliarlo y enfrascados en esa tarea es que se produce la segunda explosión que termina con la vida de Manzanillo y produce tales heridas a Pérez Fuentes que muere esa misma noche en el hospital militar.”
Acudían a toda prisa carros y combatientes de la Policía Nacional Revolucionaria, miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, bomberos de distintas estaciones de la ciudad de La Habana, ambulancias de la Cruz Roja junto a milicianos, trabajadores, obreros portuarios de otros muelles, vecinos y empleados de los contornos.
Los obreros de la Planta Eléctrica de Tallapiedra, ubicada a 300 metros del muelle, sentían igual deseo de solidarizarse con los que allí sufrían, pero debían permanecer en sus puestos de trabajo. Desde distintos lugares observaban la trágica escena; se percataron de la gran cantidad de personas que avanzaban hacia el buque, en vez de escapar de aquel infierno.
Los que llegaban al lugar priorizaban la evacuación de los heridos. También extraían del lugar los cuerpos sin vida y restos humanos esparcidos en el lugar, desafiando el incendio intenso en diferentes focos. Sin embargo, lograban la evacuación del transporte y la salvaguarda de cajas de municiones y mercancías dispersas.
Los principales dirigentes de la Revolución y autoridades militares se presentaron en el lugar de los hechos desde los primeros momentos y en medio de esa situación, se mezclaron con el pueblo, que presuroso se movía en auxilio de las víctimas. José Alberto León Lima, uno de los combatientes que integraba la escolta del compañero Fidel recuerda: “El Comandante se encontraba en el piso 18 del INRA, lugar que es hoy el edificio del MINFAR. Con él estaban el comandante Raúl Castro, el comandante Guillermo García y otros oficiales más, cuando ocurre una explosión estremeciendo todo el edificio.
“Bajamos el grupo completo. Nos montamos en el carro. Con nosotros iban Fidel, Raúl y otros compañeros de la escolta. Llegando a la calle 10 de Octubre ya venían carros con heridos, parece que iban en dirección al Hospital La Covadonga. Cuando nos aproximamos a la Planta de Tallapiedra, tuvimos que parar el auto por una zanja, bastante ancha y profunda, que impedía el paso de los vehículos y atravesaba esa vía en dirección al mar.
“Nos detuvimos, nos bajamos todos de los autos para cruzar la zanja. En el momento en que nos dirigíamos a la zanja, ocurre la segunda explosión. Aquella zanja evitó que hubiéramos llegado al lugar, en que unos segundos después, se produjeron tantas bajas entre los que allí se encontraban auxiliando a las víctimas”.
“Junto a Fidel brincamos la zanja, seguimos en dirección al buque pegados a la Planta de Tallapiedra y continuamos hasta llegar a los muros de San Ambrosio y cuando llegamos donde se terminan los muros de ese cuartel, en la curvita que hacen los elevados de los ferrocarriles, nos detuvimos. Aquello era un infierno, las balas trazadoras cruzaban en distintas direcciones y daban contra los muros”.
Esteban Lagoa Durán, obrero de Tallapiedra, recuerda: “A mí se me ha grabado algo, que nunca se me va a olvidar. Estábamos encaramados en la cerca viendo los carros que pasaban, cómo evacuaban gente y observamos un grupo de gente con el Comandante en Jefe al frente, o sea que venía Fidel y la guardia con él. Cuando está llegando viene la otra explosión y se tiran al piso, pero todo el mundo cubriéndolo, protegiéndolo. Esa imagen de cómo cubren al Comandante, la estoy mirando todos los días, fue impresionante”.
Por una de las avenidas próximas a la zona, conducía un auto el comandante Ernesto Che Guevara. Con él viajaban además de su compañera y secretaria personal, Aleida March y su inseparable compañero desde los días de la Sierra Maestra y la invasión, el primer teniente Hermes Peña Torres.
“No estábamos muy lejos del muelle cuando se produjo la explosión, entramos por debajo de los elevados y detuvo el carro cerca del Cuartel de San Ambrosio. Ellos se bajaron y caminaron hacia La Coubre. Cuando quise acompañarlos me pidió que me quedara cuidando los documentos que traíamos, las armas y otras cosas. Creo que utilizó el pretexto para cuidarme, yo estaba embarazada. Momentos después ocurrió la segunda explosión, pensé lo peor”, recuerda Aleida.
Al otro extremo de la Avenida del Puerto, en el edificio donde radicaba el Estado Mayor del Ejército Rebelde, su jefe, el comandante Juan Almeida Bosque intercambiaba impresiones con tres de sus oficiales, entre ellos el capitán Jorge García Cartaya. “Estábamos en la oficina de Almeida junto al comandante Saborit y de pronto la explosión aquella, nos asomamos a la ventana y la bahía estaba cubierta de una humareda negra. Almeida se disparó escaleras abajo y más atrás nosotros. Al llegar a la entrada del edificio, lo que había parqueado allí era un yipicito americano, muy viejo. En él se montó el comandante y más atrás nosotros. Parqueamos cerca de la muralla, Almeida se tira del jeep como un relámpago, se mete en la multitud y se nos pierde de vista. Al final le digo a Saborit, Almeida está en el barco, subimos, pero no lo vemos y nos incorporamos a las labores de rescate. El fuego estaba llegando a unas cajas y las empezamos a tirar hacia el muelle y de pronto, la segunda explosión. Lo primero que siento es un dolor muy grande en la espalda, como si me hubieran dado una pedrada. Era en el riñón y me provoca una hemorragia interna. Me doy cuenta también que tengo una herida en el vientre... todavía no se hoy, quiénes ni cómo me sacaron del buque y cómo llegué al hospital”.
Los integrantes del cuerpo de bomberos, con su habitual disposición y arrojo, al escuchar la explosión se movilizaron para acudir entre los primeros, incluso los que no estaban de servicio en esos momentos.
Roberto Agramonte Méndez pertenecía a la Unidad de Bomberos de Corrales. “Cuando nos aproximamos el aspecto era espeluznante, el tendido eléctrico en el piso, residuos de la explosión regados por toda la calle, y al avanzar un poco más empezamos a ver la gente herida, gritando, pidiendo auxilio, quejándose y restos de personas, un brazo por aquí, una cabeza por allá y muertos por donde quiera.“
La agencia Prensa Latina, creada en junio de 1959, fue el primer medio internacional que identificó a La Coubre como el mercante víctima de aquella explosión. Sobre la actuación en este acontecimiento como periodista y revolucionario de su primer director y fundador, el argentino Jorge Ricardo Masetti, el capitán Jorge Enrique Mendoza dijo: “Puso de manifiesto su extraordinaria audacia y valor. Ascendió por la escalerilla del barco y penetró decidido a su interior.
Decenas de fotografías que demostraban la criminal acción fueron distribuidas esa misma tarde por Prensa Latina. Muchas fueron tomadas por él”.
Al anochecer, muy cerca de las ocho de la noche, fue controlado el incendio. Las casas de socorros, clínicas y cuerpos de guardias de los hospitales, sus salones de operaciones y otras instalaciones médicas estaban virtualmente abarrotadas. Los dirigentes revolucionarios recorrían permanentemente aquellos lugares para brindar su apoyo.
Una viril respuesta: ¡Patria o Muerte!
A partir de las últimas horas del viernes y las primeras de la madrugada del siguiente día, 5 de marzo, fueron llegando al Palacio de la Central de Trabajadores de Cuba los restos mortales de las víctimas hasta ese momento identificadas. Los sindicatos obreros habían cedido sus instalaciones para que familiares, amigos y pueblo en general rindieran postrer tributo. Al mediodía del sábado, fueron saliendo de la enorme edificación, uno a uno y sostenidos por decenas de manos endurecidas por el trabajo, los sarcófagos que guardaban los restos mortales, cubiertos por relucientes banderas cubanas. A lo largo de las calles por donde se desarrollaba la ceremonia, que en su recorrido se extendió cerca de cinco kilómetros, se aglomeraba una enorme masa de pueblo compuesta por mujeres y hombres, junto a niños y ancianos. Sus rostros reflejaban la consternación y pesar.
Desde una tribuna, improvisada sobre la cama de una rastra en la intersección de la avenida 23 y calle 12, Fidel, pronunció las palabras de despedida del duelo, escuchadas en medio de un extraordinario silencio. La emoción invadía a todos. El Comandante en Jefe describió los hechos, las circunstancias, los detalles, y argumentos de todo tipo que al final demostraban la imposibilidad de un accidente, para considerar de manera convincente que se trataba de una explosión intencional. “Como no bastaban apreciaciones teóricas, dispusimos que se hicieran las pruebas pertinentes: y en la mañana de hoy dimos órdenes a oficiales del ejército de que tomasen dos cajas de granadas de los dos tipos diversos, las montaran en un avión y las lanzaran desde 400 y 600 pies, respectivamente. Y aquí están las granadas, lanzadas a 400 y 600 pies desde un avión, de las cajas de 50 kilos, es decir, 100 libras, lanzadas a 400 y a 600 pies; granadas exactamente iguales que las que venían en ese barco (muestra las granadas al público) [...] y se destruyeron las cajas de madera sin que una sola de las 50 granadas que llevan dentro estallara.”
Los argumentos que iba exponiendo Fidel, ajustados a la más exacta realidad, tenían un peso irrefutable. “Esa es la conclusión a que hemos llegado, y que no parte del capricho ni del apasionamiento; parte del análisis, parte de las evidencias, parte de las pruebas, parte de las investigaciones que hemos hecho, e incluso de los experimentos que hemos hecho para sacar primero la conclusión de que era un sabotaje y no un accidente. [...] Los interesados en que no recibiéramos esos explosivos son los enemigos de nuestra Revolución, los que no quieren que nuestro país se defienda, los que no quieren que nuestro país esté en condiciones de defender su soberanía[...].
“Es decir que funcionarios del Gobierno norteamericano habían hecho reiterados esfuerzos por evitar que nuestro país adquiriera esas armas, y los funcionarios del Gobierno norteamericano no pueden negar esta realidad [...] ¿Por qué ese interés en que no adquiramos medios para defendernos? ¿es que acaso pretenden intervenir en nuestro suelo? [...] sabremos resistir cualquier agresión, sabremos vencer cualquier agresión, y que nuevamente no tendríamos otra disyuntiva que aquella con que iniciamos la lucha revolucionaria: la de la libertad o la muerte. Solo que ahora libertad quiere decir algo más todavía: libertad quiere decir Patria. Y la disyuntiva nuestra sería ¡Patria o Muerte! [...]”.
Tres meses y dos días después, durante la clausura del Congreso de la Federación Nacional de Barberos y Peluqueros que se celebraba en La Habana, en el teatro de la CTC donde fueron velados los restos de los mártires de La Coubre, Fidel hermana por primera vez a la frase ¡Patria o Muerte”, su total convicción de ¡Venceremos! cuando dijo: “[...] Para cada uno de nosotros, individualmente, la consigna es: ¡Patria o Muerte!, pero para el pueblo, que a la larga saldrá victorioso, la consigna es: ¡Venceremos!
El 4 de marzo de 1961, cuando los trabajadores habaneros concurrían al muelle en ocasión del primer aniversario, contrarrevolucionarios estimulados por el gobierno norteamericano, en rechazo a aquella celebración, dispararon contra la multitud que se aproximaba al lugar y provocaron dos muertos y cuatro heridos. En aquel acto público, a un mes y trece días antes de producirse la invasión mercenaria por Playa Girón, Fidel sentenció: “Y cuando el barco La Coubre estalló, con aquel dantesco saldo de obreros y soldados destrozados por el sabotaje criminal, nuestros enemigos nos estaban advirtiendo el precio que estaban dispuestos a cobrarnos; pero también nos estaban enseñando que por muy caro que fuese el precio que nos obligasen a pagar por la Revolución, mucho más caro iba a ser el precio que le iban a obligar a pagar a nuestro pueblo por haber querido hacer una revolución. Aquel tremendo holocausto no amilanó a nadie, no acobardó a nadie; aquel tremendo sacrificio debió de ser como una advertencia a los enemigos de la patria, a los enemigos de nuestro pueblo.”
Fragmentos del primer capítulo de un libro en preparación
*Investigador del Centro de Investigaciones Históricas de la Seguridad del Estado