Al poeta Roberto Fernández Retamar le debo el título de esta nota. Fue en una lectura de poemas a la que estuvo invitado donde escuché este mensaje que guardaré siempre en la memoria por resumir con singular maestría la nostalgia que un buen día nos invade a causa de la brevedad de la vida.
Ocho versos le bastaron para recordar casi fotográficamente y desde un presente bien distinto el lejano ayer en que los jóvenes, y él mismo, veían pasar “frágiles” a los ancianos, “ayudados en su camino / Temblorosos, pensando acaso / En su largo pasado, y / En su incierto y breve futuro.”
Tocada por bardos antiguos y contemporáneos y por la mayoría de los humanos que en el mundo han sido, la certeza de ese natural itinerario es materia gustosa para filosofar puesto que a todos nos incumbe. Sin embargo, aun cuando se trata de una realidad irrefutable, abundan los que, mirando la tersura de su piel de hoy, se creen capaces de eternizar un tiempo que ahora mismo bate sus alas y se vuelve, en un instante, pasado.
Aquellos versos de Luis de Góngora que trascendieron los siglos, no los aprendí de un libro. Fue a los viejos que andaban ya quebrantados, cuando la adolescencia era mi edad, a los que oí decir muchas veces: “Aprended, Flores, en mí / lo que va de ayer a hoy, / que ayer maravilla fui, / y hoy sombra mía aun no soy.”
Mientras hilvanamos nuestros primeros sueños, pugnamos por hacerlos realidad y vivirlos con todas las energías de nuestra mocedad estamos, aunque no reparemos entonces en ello, envejeciendo. Mientras los primeros amores llegan, se desvanecen, y otros vuelven a anidar, camina un reloj que acelera la experiencia y poco a poco nos madura. La juventud reina entonces y nos ubicamos en un punto que nos permite mirar un pasado aún quinceañero con la presunción de la adultez.
Muchos apenas piensan que los hijos que les han llegado, o los que vendrán en camino, crecerán en un abrir y cerrar de ojos, y que ese dicharacho longevo de “Como me ves te verás y como te veo me vi”, dirigido a los que han visto nacer, no pasa de una remota sentencia en la que, siendo tan distante, no hay que pensar.
No estamos conscientemente preparados para envejecer. O mejor dicho, cuesta aceptar, como tal vez un día no lo entendieron los que hoy son ancianos, que el elixir de la juventud es solo una fantasía imposible y que los años mozos, aun con su perfumada frescura, forman parte de esa hermosa carrera que es vivir y que tiene como precio, entre otros saldos, un forzoso declinar. De lo contrario, no nos está dado contar la historia.
Solo una permanente juventud sentimental puede salvarnos de que encanezca también el espíritu. A eso contribuye el modo en que asumimos la existencia sin que lustros y décadas vengan a recordarnos con incisivo gesto que Cronos anda haciendo de las suyas.
Seremos más fuertes como seres humanos, menos vulnerables ante la adversidad, en la medida en que la experiencia haya hecho mella en nosotros. Haber vivido más deberá ser motivo para que seamos más respetados, más consultados, sobre todo si nuestras actitudes lo han merecido.
Hay que envejecer dignamente, sin pretender un regreso inútil al sitio por el que ya anduvimos en otra edad, sin perseguir una apariencia grotesca que ya no encaja en un tiempo que nos pasó por el lado y que solo acentúa las distancias. Pero por sobre todas las cosas, hay que amar cada nueva etapa.
La propia vida, maestra como es, se encarga de ofrecernos las señales para hallarles a esos periodos inéditos los hechizos. No existe otro modo de habitar el mundo de los vivos que no sea el de avanzar acompasadamente por los surcos que nuestros propios pasos van construyendo. Ninguna magia, como no sea la feliz estampa de una fotografía, hará posible que permanezcamos inmarcesibles. Incluso la instantánea amarillará un día.
El tiempo hará que mudemos de estación, que la ternura de la más rosada primavera se trastoque en un invierno blanquecino, aun cuando el espíritu conserve intactas sus mejores emociones. La mirada hacia delante de ayer, será regresiva un día, inevitablemente para todos. No lo perdamos de vista ni miremos con desdén a los que pasaron ya por el intervalo vital en que nos encontramos. Como ellos, un día, nos veremos. Pensémoslo hoy con el debido miramiento, cuando los viejos aún no somos nosotros.