El concepto de guerra justa nace de una terrible y en apariencia insoluble paradoja, la de considerar la guerra como un fenómeno malo y perverso no sólo ética sino también espiritualmente y, a la vez, la de tener que aceptarlo precisamente para evitar males mayores. En ese sentido, se trata de una teoría surgida en el seno de una religión medularmente pacifista como es el cristianismo pero, a la vez, comprometida desde hace siglos en la tarea de defender Occidente de peligrosas amenazas.
Esta circunstancia paradójica sirve por sí sola para explicar porqué la Antigüedad clásica desconoció el concepto de guerra justa. En la antigua Grecia prevalecía fundamentalmente el concepto de supremacía que legitimaba las intervenciones contra los bárbaros inferiores. Semejante visión se halla, por ejemplo, en Platón y Aristóteles y sirvió de soporte legitimador para las conquistas imperiales de Alejandro. El orbe podía verse sometido a una invasión aculturizadora pero era, desde luego, por su bien.
En el caso de Roma prevaleció mucho más un concepto que hoy podríamos denominar de "seguridad colectiva". Lo que proporcionaba legitimidad a las guerras, primero, de la República y, posteriormente, del imperio era la necesidad de asegurar una zona de estabilidad internacional. Que esa noción no estuvo exenta de intereses bastardos está fuera de duda pero, en cualquier caso, proporcionaba un límite teórico a los conflictos bélicos.
Esta visión de la guerra como un fenómeno explicable por diversas causas pero, desde luego, no demasiado necesitado de legitimación lo encontramos incluso en el antiguo Israel. Ciertamente, Israel brilló por unas alturas éticas sin paralelo completo en la Antigüedad y no es menos cierto que esperaba la llegada de una época de paz inaugurada por el mesías en la que desaparecerían para siempre las guerras[1]. Sin embargo, distó mucho de desarrollar un concepto de guerra justa siquiera porque la realidad de esta situación no permitía mucho espacio para especular ni tampoco colisionaba con los preceptos de la Torah mosaica.
Al respecto, el cristianismo implicó un cambio esencial en estos diversos puntos de vista. La ética de Jesús – calificada, por ejemplo, por John Driver como "ética de exceso"[2]– incluía mandatos tan extremos como el de amar al enemigo, perdonar a los que nos han causado ofensas u orar por los que nos injurian[3]. Resulta difícil conciliar conductas como ésas con la guerra pero es que, por añadidura, el mismo Jesús excluyó expresamente la práctica de aquella de los comportamientos seguidos por sus discípulos. A Pedro le dijo que el recurso a la violencia incluso defensiva resultaba inaceptable[4] y a Pilato que precisamente porque su reino no era de este mundo sus seguidores no combatían[5]. La propia conducta apostólica va en esa misma línea y aparece recogida, por ejemplo, en máximas como la de san Pablo[6] al afirmar que el mal sólo puede ser vencido por el bien.
Durante los tres primeros siglos del cristianismo esta conducta de condena de la guerra sin ningún género de paliativos se expresó en tres vías – la teológica, la canónica y la martirial - de manera clara e innegable. Todos los teólogos hasta inicios del siglo IV de Arnobio a Orígenes, de Tertuliano a Lactancio pasando por un largo etcétera no sólo condenaron la guerra sino que manifestaron que ningún cristiano podía servir en el ejército ni siquiera en tiempo de paz. La opinión teológica se apoyaba, desde luego, en los textos canónicos donde abundaban los listados de trabajos prohibidos para un cristiano. Así, en los cánones de san Hipólito, se podía condenar de la misma manera que un cristiano se dedicara a la prostitución, como al tráfico de esclavos o a servir en el ejército. Semejante posición se vio regada con sangre. Mártires como Julio, un antiguo centurión, o Maximiliano prefirieron morir a entrar en las filas del ejército.
Esta postura se vio amenazada con claridad a inicios del s. IV. Contra lo que suele afirmarse, Constantino no convirtió el cristianismo en religión estatal pero sí otorgó un grado de tolerancia a las iglesias que hasta entonces había sido impensable y el imperio, de manera inesperada, comenzó a convertirse para muchos cristianos no en un lugar de paso sino en algo que se contemplaba como propio. El abandono del pacifismo no fue rápido ni brusco. Todavía en el concilio de Arles de 312 se afirmaba que los cristianos podían negarse a combatir si se producía un choque armado pero ya se admitía su entrada en las legiones. A mediados de siglo, la postura sufriría mutaciones mayores.
Agustín de Hipona no fue ciertamente el creador de la doctrina de la guerra justa como se ha afirmado en ocasiones pero sí fue uno de los primeros teólogos que intentó conciliar las enseñanzas de Jesús con la defensa de un imperio que en buena medida era cristiano y que intentaba sobrevivir al asalto de bárbaros no pocas veces paganos amén de sanguinarios. La síntesis agustiniana –presente también en Ambrosio de Milán y otros padres– admitía el pacifismo privado (todos debemos perdonar a los que nos ofenden y orar por nuestros enemigos), aceptaba el pacifismo total de unos pocos (los monjes llamados a seguir el camino de perfección, por ejemplo) pero indicaba que el imperio no podía incorporar ese punto de vista como política pública y que su defensa era lícita. Aún más, los cristianos debían contribuir a ella como buenos ciudadanos.
El oriente cristiano siguió una evolución similar aunque, curiosamente, puso un mayor empeño en extremar las medidas preventivas que sirvieran para evitar una guerra. Creó así una diplomacia hábil que buscaba mantener la paz y que sería acusada de doblez bizantina. En realidad, como supo señalar Steven Runciman, detrás de muchas de las maniobras bizantinas tan sólo se hallaba un deseo de salvaguardar la paz y evitar llegar a una conducta tan necesaria pero, a la vez, tan anticristiana como era la guerra.
La Edad Media implicó la aparición de nuevos cambios en el proceso de legitimación de la guerra por parte de occidente. De entrada, el islam apareció en oriente y en muy pocos años se extendió como un reguero de pólvora por países históricamente cristianos acabando con cualquier vestigio de libertad y amenazando a los pueblos que aún quedaban libres de su dominio. Esta situación se tradujo en la aparición del concepto de cruzada ajeno al cristianismo original y no surgido hasta casi tres siglos después de que el islam sometiera a occidente a un cerco de sangre y destrucción. Ciertamente fue una reacción tardía pero indica hasta qué punto los reinos cristianos veían la guerra con repugnancia. Finalmente, el imperio quedó atomizado en multitud de reinos que se confesaban cristianos y que necesitaban defensa frente a agresiones externas.
El occidente y el oriente cristianos intentaron en medio de un contexto verdaderamente hostil – al islam no tardó en sumarse la segunda oleada de invasiones procedentes del este en muchos casos – conciliar nuevamente la cosmovisión cristiana con la perentoria necesidad de defenderse. El resultado fue variopinto porque junto al concepto de cruzada ya señalado se mantuvo un pacifismo extremo en ciertos segmentos sociales (como los monjes[7]), se creó el primer derecho humanitario de guerra que mediante instituciones como la paz de Dios o la tregua de Dios intentaron paliar los efectos y la duración de los conflictos armados y, sobre todo, gracias a la Escolástica, se articuló una doctrina más elaborada de la guerra justa.
La doctrina escolástica de la guerra justa giraba, fundamentalmente, sobre tres ejes. El primero era la legitimidad de la defensa propia. Tal y como lo expresaba Tomás de Aquino:
"La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no"[8]
El segundo eje era la mesura en la respuesta. Demasiado era que se tuviera que privar de la vida a alguien. Por eso, se esperaba que la defensa propia resultara congruente:
"Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia de manera mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fín de evitar matar al otro, porque es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la del otro"[9]
Finalmente, la Escolástica exigía que la respuesta bélica contara con posibilidades de éxito. De hecho, una guerra defensiva sin algún indicio de que podría concluir en triunfo resultaba inmoral en la medida en que implicaba un derramamiento de sangre – propio y ajeno – inútil. Esta circunstancia resultaba de especial relevancia en episodios como podía ser la rebelión, el derecho a la cual fue estudiado meticulosamente por la Escolástica.
El gran revulsivo que para occidente significaron el Renacimiento y la Reforma dejó también su impronta en la doctrina de la guerra justa. Ciertamente, algunos teólogos – como Erasmo en su Quaerella pacis o los anabautistas suizos y holandeses – retornaron a los principios pacifistas del Nuevo Testamento pero, en general, se buscó conciliar el repudio de la guerra con su regulación. A ello obligaba no sólo el fenómeno del descubrimiento de nuevos mundos allende los mares sino también los enfrentamientos entre príncipes surgidos no sólo del final del Medievo sino especialmente de las guerras de religión que ensangrentaron Europa hasta la paz de Westfalia de 1648.
El papel de los juristas teólogos españoles en este desarrollo fue, sin duda, esencial. Francisco de Vitoria, padre del derecho internacional, admitió como guerra justa no sólo la defensiva sino también la punitiva contra un enemigo culpable. Las condiciones para que una guerra fuera justa serían la declaración por la persona con autoridad para ello (comúnmente el príncipe), la inevitabilidad del conflicto para salvaguardar la paz y la seguridad, y el uso mesurado del triunfo.
De manera impecable, Vitoria no consideraba justas las guerras entabladas por disparidad de religión o por deseo de conquista o de gloria. Igualmente condenó la crueldad de los conquistadores españoles en América o la matanza de inocentes y prisioneros. Vitoria incluso llegó hasta el punto de pensar – antes de William Penn en el siglo siguiente – en la conveniencia de que existiera una especie de organización internacional que dirimiera conflictos y evitara las guerras. La mayor diferencia entre ambos estuvo en el hecho de que Vitoria la concebía en clave imperial y Penn como federación de naciones.
A pesar de la importancia de Vitoria, no puede decir que fuera el único interesado en el problema de la guerra justa. También llamó la atención de otros juristas teólogos como Fernando Vázquez de Menchaca, Ginés de Sepúlveda, Domingo de Soto, Baltasar de Ayala, Domingo Bañez, Diego de Covarrubias y Leiva y un largo etcétera y, por supuesto, fue abordado desde la óptica del protestantismo.
Las formulaciones de los reformadores sobre la guerra justa – si exceptuamos a los mencionados anabautistas – fueron claramente tributarias de la teología agustiniana, un hecho que ni católicos ni protestantes gustan de reconocer. De hecho, la enseñanza de Lutero sobre unas normas privadas que deben seguirse en relación con los enemigos y que no tienen porqué coincidir con la conducta seguida por un estado brotan de manera directa del teólogo de Hipona.
Posiblemente, el pensamiento protestante más original fue el surgido de las obras de Hugo Grocio[10]. Las tesis de Grocio acabaron encontrando una cristalización legal en las convenciones del derecho humanitario de guerra de La Haya[11] y Ginebra y resulta lógico que así fuera porque su principal preocupación fue la de moderar la dureza de los conflictos armados. De la guerra justa debía excluirse, por ejemplo, la muerte de los rehenes, la ejecución de prisioneros – salvo que estuviera en peligro la vida del vencedor – la destrucción de bienes materiales de los vencidos y la aniquilación de la libertad de los derrotados especialmente en el terreno religioso.
La Edad contemporánea iba a mostrar hasta qué punto las preocupaciones de Grozio estaban asentadas en la realidad. De entrada, Napoleón implantó un sistema de servicio militar obligatorio que extendió las cargas de los combates a todo el sector masculino del país en una situación que realmente carecía de precedentes. En segundo lugar, las armas conocieron una extraordinaria sofisticación que, difícilmente, hubiera podido ser prevista en la Edad Media o incluso en el barroco. Al aumento de la capacidad letal de la artillería se sumaron, por ejemplo, el uso del gas venenoso desde 1916, el tanque en el mismo año, las ametralladoras, la aviación con fines militares y, como trágico colofón, las armas bacteriológicas y atómicas. No resulta extraño que, por primera vez en la Historia, las guerras se convirtieran en conflictos cuyas víctimas eran fundamentalmente las poblaciones civiles y no los combatientes en el frente y que ni siquiera la distancia del campo de batalla librara a los no militares de sufrir el impacto directo de las armas. Mientras que en la primera guerra mundial el número de civiles muertos no llegó al diez por ciento de la cifra total, en Vietnam superó el ochenta por ciento de las bajas. Las cifras difícilmente pueden resultar más elocuentes.
No puede sorprender, por lo tanto, la preocupación por humanizar las guerras ni tampoco la codificación del derecho humanitario de guerra o la aparición de la Cruz roja. Se trataba simplemente limitar los efectos de formas de matar que cada vez eran más extensivas.
Estos aspectos lógicamente se reflejaron en la doctrina de la guerra justa no cambiando pero sí afinando algunos de sus postulados seculares. Por ejemplo en el Nuevo catecismo de la iglesia católica se consideran como requisitos para que una guerra sea justa:
"Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.
Que se reunan las condiciones serias de éxito.
Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición".[12]
El último requisito intenta responder a las nuevas condiciones que atraviesa la especie humana y, desde luego, es un eco de la encíclica Gaudium et Spes donde ya se indicaba que "toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones"[13]
Lo cierto, sin embargo, es que durante el siglo veinte la doctrina de la guerra justa trascendió ampliamente el terreno del discurso teológico cristiano o de la esfera de influencia en naciones sociológicamente cristianas y penetró profundamente en textos jurídicos nacionales e internacionales. Posiblemente, el más reciente e importante sea la Resolución sobre la pacificación justa (210/1998) adoptada por la Asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas. En este texto se reconoce el derecho a la intervención armada y se intenta sujetarlo a una serie de requisitos concretos:
"La intervención debe responder a una necesidad verdadera y genuina que no puede ser resuelta por otros medios.
Debe tener una posibilidad razonable de aliviar las condiciones que busca superar.
Debe tratarse de un rescate humanitario y no esconder la búsqueda de intereses económicos o de seguridad de los poderes que intervienen.
La intervención, siempre que sea posible, debe tener auspicio internacional para lograr la mayor legitimidad posible.
Debe impulsar el bienestar general de todos los habitantes de la región en cuestión y no debe convertirse en un medio para que las élites poderosas afirmen su poder.
La intervención debe involucrar el grado mínimo de coerción necesaria para lograr los objetivos de la acción.
Una intervención por medio de sanciones punitivas debe estar dirigida en contra de las autoridades y no contra sectores generales de la población"
El texto plantea serios problemas en su aplicación práctica como el de declarar ilegítima las intervenciones armadas en defensa de la "seguridad" - ¿porqué la seguridad debería ser ilegítima? – o el de definir el "grado mínimo de coerción" pero, sin duda, muestra hasta qué punto la doctrina de la guerra justa ha ido adquiriendo carta de naturaleza en terrenos bien distintos de aquellos que la vieron nacer.
Señalaba al principio que la doctrina de la guerra justa es fruto de una considerable paradoja y concluyo ahora mencionando su aporte innegable en el terreno de humanizar un fenómeno tan inhumano como el de la guerra. Seguramente, con ello muestra las graves servidumbres a las que se encuentra sometida la especie humana y la forma en que intenta enfrentarse con ellas airosamente. Quizá pueda expresar con más claridad lo que deseo decir refiriendo una anécdota de la vida de Abraham Lincoln[14]. El presidente norteamericano mostraba un especial aprecio por los cuáqueros. No se trataba sólo de que sus antepasados hubieran sido cuáqueros venidos de Inglaterra sino fundamentalmente de que esta peculiar confesión religiosa vivía un dilema moral con el que – creo sinceramente – él mismo se sentía identificado. Durante el curso de la guerra de secesión, Lincoln recibió a varias delegaciones de ellos en la Casa Blanca y, por regla general, se vio obligado a escuchar sus peticiones para que acelerara el proceso de emancipación de los esclavos. En una de esas ocasiones Lincoln tuvo que indicarles la dificultad de atender a esa súplica y, a la vez, comportarse debidamente en otros sentidos y tomó como ilustración la situación que atravesaban los cuáqueros. Pacifistas y antiesclavistas, deseaban a la vez la libertad de los esclavos y no participar en la guerra. Al estallar ésta, se habían visto atrapados en un dilema moral de enorme envergadura. Si seguían siendo pacifistas, no podrían contribuir a la liberación de los esclavos y si se aferraban a su antiesclavismo sólo podrían consumarlo tomando las armas. Lincoln también sufría ese dilema, el de odiar la guerra y, a la vez, el de tener que librarla para salvar la democracia y la unión nacional, y una tensión similar se percibe en la doctrina de la guerra justa. Surgió en el seno del cristianismo como un intento de conservar su vocación pacifista y, a la vez, enfrentarse con el mal que se cernía sobre los inocentes. Se trataba, sin duda, de una paradoja – como la de los cuáqueros – de difícil solución y posiblemente nos acompañará hasta el final de los tiempos.
[1] Véase al respecto Isaías 2, 4; Zacarías 9, 9-10.
[2] J. Driver, Militantes para un mundo nuevo, Barcelona, 1977.
[3] En ese sentido, especialmente el Sermón del monte contenido en Mateo 5-7.
[7] O los grupos heterodoxos que estaban dispuestos a vivir como los primeros cristianos. Tal fue el caso de valdenses, hermanos checos o lollardos.
[8] Summa Theologica 2-2, 64, 7.
[9] Summa Theologica, 2-2, 64, 7.
[10] A pesar de todo, Grocio estuvo muy influido por Menchaca, por ejemplo, en cuestiones relacionadas con el derecho del mar.
[11] El papel del zar Nicolás II en la Haya fue francamente extraordinario y en buena medida se le puede considerar el alma de la conferencia. De manera quizá no tan sorprendente su impulso procedía de escrúpulos de conciencia cristianos ante los efectos terribles de las nuevas armas.
[12] Catecismo de la iglesia católica 2309.
[14] La refiero detalladamente en ¡Oh capitán, mi capitán! La vida y los tiempos del presidente Lincoln, en prensa.