La última semana de marzo, el Golpe de Estado estaba en la calle, se respiraba en el aire, se veía en los rostros de la gente, en las declaraciones atemorizadas o resignadas de los políticos. El 23 de marzo, Oscar Alende habló por la cadena nacional, en el marco de un programa diseñado hacía unas semanas. Unos días antes, había hablado Ricardo Balbín afirmando que “no tenía soluciones, pero que era necesario alentar esperanzas cinco minutos antes de la muerte”.
Balbín sabía muy bien que ya no había esperanzas, que sus esfuerzos para defender la institucionalidad habían fracasado. “No me pidan que los aplauda, pero no voy a poner piedras en el camino”, les dijo el veterano dirigente radical a los jefes militares. Algo parecido van a decir todos, o casi todos. Después, la mayoría de los partidos, empezando por los peronistas y radicales y siguiendo por los conservadores, demoprogresistas, socialistas de Ghioldi, desarrollistas, facilitarían intendentes y diplomáticos a la dictadura militar.
Álvaro Alsogaray, por su parte, aconsejaba a las Fuerzas Armadas que demoraran lo más posible la intervención para que la catástrofe del gobierno de Isabel fuera total. El MID fue más contundente: el Golpe de Estado era una expresión legítima de la revolución nacional.
En la edición del martes, Clarín titulaba en tapa acerca de los inminentes cambios. Ésa iba a ser la palabra clave: cambio. Ninguno de los diarios conocidos hablaba de Golpe de Estado, mucho menos de dictadura. Esas palabras estarán prohibidas sin necesidad de que hubiera una ley para exigirlo. Por lo demás, todo estaba tranquilo. Ese miércoles la cadena nacional transmitía las novedades precedidas de las clásicas marchitas militares. Quienes no querían disfrutar de esos acordes podían seguir las peripecias del partido de fútbol que el seleccionado dirigido por Menotti jugaba en Polonia.
El golpe estaba en la calle y por lo tanto nadie se asombró cuando a la madrugada llegaron las primeras noticias castrenses. El plan de desviar el helicóptero de la presidente Isabel hacia Aeroparque, para desde allí trasladarla al sur, estaba minuciosamente preparado y se cumplió al pie de la letra. Isabel no ofreció resistencia, ni siquiera se enojó. La única advertencia que le hizo a un jefe militar fue que el país ingresaría en un baño de sangre, porque las multitudes saldrían a la calle a defenderla. Pobre Isabel. No hubo multitudes en la calle, y si alguna reacción podía registrarse entre la gente en esos días fue de alivio.
Importa decirlo: tampoco salieron multitudes a la calle para apoyar a las Fuerzas Armadas. Eso lo harían unos años después, como consecuencia del Mundial de Fútbol de 1978 y de la epopeya farsesca de Malvinas. No hubo multitudes en la calle, pero si hubiera sido posible una medición de opinión pública acerca de lo que estaba ocurriendo, esa hubiera dado un alto nivel de adhesión a lo que estaban haciendo los militares.
Isabel no era la única que fantaseaba con las masas en las calles. También los dirigentes de Montoneros y del ERP especulaban con fenómenos parecidos. Según sus dirigentes, ahora el escenario político se despejaba: las masas detrás de las organizaciones guerrilleras contra el ejército imperialista. El sueño de la guerra revolucionaria hecho realidad. Realidad en sus fantasías alienadas.
No registro ninguna declaración de los partidos políticos o de los dirigentes de entonces. O callaron o admitieron lo inevitable. Algunos lo hicieron con más entusiasmo, otros con más reserva, pero todos de una manera directa o indirecta admitían que lo sucedido era irreversible. No los condenemos con los valores de la actualidad. El clima de la época y las relaciones impiadosas del poder no dejaban margen para otro tipo de comportamiento.
¿Cuándo comenzó a prepararse el Golpe de Estado? No hay una respuesta exclusiva a esta pregunta. Los más exagerados aseguran que todo empezó al otro día en que Lanusse entregara al poder. Otros aseguran que todo empezó cuando el gobierno peronista los autorizó a salir a la calle para combatir a la guerrilla. Operativo Independencia se llamó a esa decisión de combatir a ciento veinte guerrilleros vagando perdidos y harapientos por el monte, con una movilización de más de cinco mil soldados. Están los convencidos de que los militares tomaron el poder el día en que Luder y su séquito peronista los habilitó a través de dos decretos a exterminar la subversión, mientras la compañera Isabelita tomaba té con galletitas con las esposas de los jefes militares en Ascochingas.
Años después, un Videla presidiario admitiría en una de sus raras declaraciones que los peronistas les habían otorgado facultades represivas muy superiores a los que ellos mismos habían pedido. También hablará del respaldo decisivo de la Iglesia Católica y de las organizaciones empresariales. Respecto de los sindicalistas, lo más destacado en esos días fueron las declaraciones de Casildo Herreras: “Yo me borré”, dijo ufano.
Capítulo aparte merece la insólita adhesión del Partido Comunista a los golpistas. En realidad, el Partido Comunista no hizo nada diferente a lo que hicieron otros partidos, pero fiel a su estilo misional, sus lenguaraces intentaron otorgarle dimensión teórica a lo que no era más que una escandalosa capitulación ante las Fuerzas Armadas. Y entonces teorizaron acerca de militares democráticos enfrentados a militares pinochetistas.
Al Partido Socialista Popular de entonces se le ocurrió una versión más ingeniosa: la lucha a librar de aquí en más era contra los vicios de las sociedades de consumo: la pornografía y la droga. Ni a monseñor Tortolo se le hubiera ocurrido una explicación tan singular, dato menor si se quiere en comparación con el hecho sorprendente de un Partido Socialista criticando los vicios de la sociedades de consumo, vicios propios de sociedades avanzadas gracias a los beneficios del Estado de bienestar, conquista histórica dicho sea de paso- de la socialdemocracia a la que ellos decían pertenecer.
La versión más certera es que los preparativos golpistas se iniciaron en noviembre de 1975, cuando ya Videla había desplazado al general Numa Laplane y los militares habían logrado unificar criterios. Se habla del Grupo Azcuénaga como los proveedores de cuadros económicos y técnicos. En ese contexto el nombre de José Alfredo Martínez de Hoz ya circulaba con la persistencia de lo real.
¿Pudo impedirse el Golpe de Estado? Tal como se presentaron los hechos, está visto que no. Hubo algunas ilusiones cuando en septiembre de 1975, Isabelita pidió licencia y quedó Luder en la presidencia de la Nación. Radicales y peronistas antiverticalistas maniobraron para deponer a Isabel a través de un juicio político. Luder se opuso. Argumentó que él no quería quedar en la historia como el político que había derrocado a la esposa de Perón.
Todos los esfuerzos que se hicieron para asegurar la continuidad de las elecciones fracasaron en toda la línea. La UCR lanzó la consigna “llegar al 77 aunque sea con muletas”. No hubo caso. Tampoco sirvió que se anticiparan las elecciones para octubre de 1976. Mientras tanto, el gobierno peronista no dejaba de cometer errores y torpezas. La expresión más genuina del rostro del peronismo de aquellos años la expresó a fines de 1975 el venerable Raúl Lastiri, yerno de López Rega. Al honorable caballero no se le ocurrió nada mejor que otorgarle una entrevista a la revista Gente, ocasión que aprovechó para exhibir la colección de corbatas que guardaba en su ropero. ¿Anécdota? Sí anécdota, pero de ésas que en ciertos momentos históricos termina de convencer a la opinión pública acerca de las bondades o vicios de un gobierno.
¿Qué hacer con Isabel y con el poder viciado y corrupto que encarnaba? El sistema político se declaró incapaz de resolver ese imperativo. Los militares por su parte dieron la respuesta previsible con todas las consecuencias del caso. El almirante Massera, el más peronista de los integrantes de la Junta Militar, se lo planteó con realismo cínico y descarnado a Julio Bárbaro: “Si a Isabel la tumban ustedes, gobiernan ustedes; pero si la tumbamos nosotros, gobernamos nosotros”. Así fueron las cosas.