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General: Miguel Hernández , el poeta del pueblo campesino ...
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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 29/03/2015 02:16 |
Vuelvo a traer lo que escribí en el 2010 con motivo del centenario de su nacimiento
Miguel Manzanera Salavert
Era pastor en Orihuela donde nació, en la vega del Segura, dentro de un paisaje de huertas frutales, palmeras y limoneros, una naturaleza exuberante germinada en el equilibrio de los elementos esenciales, agua, tierra y fuego solar. Su sensibilidad barroca hacia la belleza se alimentó en contacto directo con la espontánea fragancia de la tierra ubérrima donde creció. Ese ambiente huertano de su infancia le proporcionó una fantasía desbordante, materia prima para su labor artística con el lenguaje. Hijo de trabajadores campesinos, la pobreza y la humildad de su cuna libraron a su voluntad de vanos caprichos y superficiales deseos, aguzando su visión para lo fundamental. El trabajo temprano y el cuidado de los animales le enseñaron el valor del esfuerzo y la atención por los seres que viven junto al hombre.
Aprendió a leer y en la lectura descubrió mundos nuevos, diferentes y lejanos, inimaginables; pero sobre todo aprendió que las palabras podían transfigurar las cosas, transmutar las sensaciones cambiando el orden cotidiano, asociar las impresiones para despertar una realidad fabulosa que dormía dentro de la normalidad sencilla en sus rutinas diarias. Mientras las cabras de sus rebaños triscaban por los caminos y en las majadas, comprendió la alquimia del verbo y comenzó a usarla.
Leía a Góngora. Aprendió a descifrar el sentido de sus frases como en un jeroglífico antiguo; averiguó símbolos envejecidos por los siglos, y siempre nuevos como el fénix que nace de sus cenizas; exploró una fantasía colectiva que se había hecho cultura centenaria. Pero no sólo leía sus versos: se comunicaba espiritualmente con el poeta culterano. En su soledad animal rumiaba las rimas como las ovejas rumian la hierba, les sacaba su jugo de clorofila a los adjetivos, el azúcar de los nombres y los pronombres, machacaba las estructuras gramaticales de las fibrosas estrofas gongorinas, con unos inmensos molares que su alma poseía para deshacer imágenes y oraciones, y asimilaba la danza de las ideas y las metáforas en el acompasado ritmo de las palabras. La poesía de Góngora era un campo de verde y fresco alimento para su inteligencia despierta y hambrienta de conocimientos estéticos.
Leía mientras cuidaba el ganado por los campos durante días enteros en estío; en noches invernales leía a la pobre luz de su humilde casa hortelana, de barro mezclado con piedras en el barrio de los peones y los jornaleros. Y los versos y las palabras se quedaban prendidos en su mente mientras andaba de faena, madurando lentamente como los melocotones en verano. Y en esas noches y en esos días, su alma como un cisne sufrió metamorfosis, se convirtió en pájaro y cantó Perito en lunas. Él, que apenas fue a la universidad y que pisó fugazmente las aulas del Bachillerato, apareció de pronto con un título de graduado concedido por la musas, por el mismísimo Apolo olímpico, perito. ¿Perito, en qué? En lunas, en noches cuajadas de estrellas, en silencios nocturnos rotos por el ulular de la lechuza, en tiernas primaveras reventadas de flores, en formas vegetales y paisajes de verde exuberante, en belleza escondida en el monte, en oficio honrado de hombre de pueblo, en amor a los animales que confían en la paciencia del muchacho bueno.
Con habilidad increíble en un cabrero, puso sus versos en el papel, negro sobre blanco. Escribió como un clásico de la lengua castellana, poemas complicados de semántica retorcida por las figuras poéticas y sintaxis alterada por yuxtaposiciones rítmicas. Versos, donde el sentido imaginario se volatiliza en el aire como el humo de la hoguera, porque lo que importa es la sonoridad de los versos pulidos como estatuas marmóreas, la fantástica precisión de las imágenes que hacen de los actos cotidianos episodios legendarios. Sin propósito aparente, por mera inercia, por puro juego, su espíritu consiguió elevar los hechos humildes de la vida diaria hasta la sublimidad de las ideas eternas y los mitos originarios.
Estío, postre al canto: tierno drama
del blancor del mantel en menoscabo:
conforme con la luna más, se inflama,
en verde plenilunio desde el rabo.
Es la sandía. Más que versos, charadas; más que estrofas, laberintos de palabras, como enseñó el maestro barroco. Más que verbo, música de ritmo y rima por las sílabas. ¡Quién diría que la palabra ‘rabo’ fuera capaz de entrar tan dignamente en una rima! Impensable hazaña poética en un cabrero, prodigio de la cultura popular recrecida por el afán de lograr conocimiento. Tanto fue al asombro del mundo que se abrieron las puertas del cielo y el camino real, pero engañoso, de la fama le mostró su destino. Y allá fue con sus versos a conquistar fantasías y decir verdades: Madrid se rindió ante el asalto poético del muchacho campesino, sesudos doctores alabaron su cándida sencillez vestida de exquisitas metáforas y metonimias, delicados artistas de moda le prestaron atención y simpatía, el gran público recibió sus trovas con aplauso, y una hermosa ninfa le entregó los secretos apasionados de su cuerpo. Descubrió que su antiguo maestro era luminaria de los tiempos y todo un movimiento de brillantes intelectuales seguía como él sus pasos. ¡Fiesta de fortuna en las verbenas!, le adoptaron como un nuevo miembro recién llegado. La ‘Generación del 27’ se llamaba aquello, surrealismo el arte nuevo.
Mas, ¡ay! Recibido como vate genial y promesa poética, su espíritu no encajó con el bullicio y tráfico de la ciudad burguesa. Su sencillez armoniosa y campesina se retraía frente a la complejidad de los oropeles y los honores. Y entonces el pájaro alma cantó de nuevo El rayo que no cesa.
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hayo no se haya
hombre más apenado que ninguno.
Palabras que contienen un presentimiento, como si supiera lo que iba a venir, el futuro que le tocaba. La excusa para tanto sufrir, fue un amor incomprensible con una mujer desproporcionada, tan grande como la ciudad que le recibía, pintora surrealista de imágenes enigmáticas y bulliciosas, musa de artistas universales, seductora de noches sin sueño ni descanso. Maruja Mallo. Por ella pondría su corazón debajo de un zapato, y hasta se cambió de nombre: me llamo barro aunque Miguel me llame. El pastorcillo en plena gloria empezó a destilar tristeza, como si le molestara ese triunfo mundano. Toda una prueba de autenticidad. No sabemos si Maruja fue el símbolo o la causa de un oscuro desengaño: ahora mostraba dolor y tristeza, desilusión íntima por ese mundo culto de los placeres veniales, en el que no encajaba su yo cristalino, sus costumbres campestres, sus sanos deseos; el estrellato falso, vano y superficial, de las revistas de moda y los periódicos más vendidos, arte urbano que no entendía, críticos del arte vendidos por unas monedas de cobre.
Excusado es decir, que el dolor de un gran amor no es como para morir, y un joven vital y alegre hasta el colmo -como lo fue Miguel Hernández en aquellos años-, habría de recuperarse de ello a pesar de los mil contratiempos y dificultades que tiene la vida de la gente humilde. Era la República y eso hacía más fáciles las cosas para el muchachón oriolano…, pero ¡qué va!, en aquel año amargo también recibió la tarjeta de visita de la parca: en su pueblo, se le moría como el rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería. Su compañero del alma era un joven de 22 años, cuando una enfermedad fulminante le arrebató la vida en unos días, septicemia. La elegía que escribió entonces, merece ser impresa en letras de oro sobre el corazón de un dios de la tristeza por las vidas truncadas de lo muertos jóvenes. Como, sin embargo, no hay mal que cien años dure, en su pueblo encontró una muchacha con quien casar y formar familia, las mieles del matrimonio, se suele decir. Y en preparando eso estaba, cuando estalló la guerra.
Los generales monárquicos se rebelaron contra la República y empezaron a matar gente, uno detrás de otro hasta sumar miles y decenas y cientos de miles. Había que luchar o morir, luchar y morir, y Miguel luchó. Con el V Regimiento, visitó varios frentes, diferentes trincheras, pozos de futuros cadáveres mal enterrados por las esquinas de una tierra empapada de sangre y fructificada de muerte. Estaba con su pueblo, entre su gente, que moría sin remedio ante el empuje de un ejército de criminales bendecido por la Iglesia. Se hizo comunista, representó a su país, el nuestro, ante los aliados soviéticos en la lejana Rusia. Volvió a su tierra y volvió a las trincheras, donde el pueblo seguía muriendo, y volvió a escribir y cantar himnos de resistencia. Su poesía cambió otra vez; abandonó las volutas culteranas, el lamento intimista adolescente, y se fundió con la voz del pueblo en el lenguaje sencillo y directo de los trabajadores, para contar la gloria de un pueblo que prefería morir de pie a vivir arrodillado.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran
(…)
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
Cantó la liberación de la miseria, la salvación de los pobres muchachos trabajando desde la infancia, por una revolución del pueblo que traería la justicia a este mundo traicionero. Pero ¡ay, cruel destino de aquellos héroes, que enfrentaron las balas con descubierto pecho! Nada pudieron contra el sadismo cruel de los verdugos impíos. Miguel animaba la lucha con sus cantos de libertad, Despierta toro: esgrime, desencadena, víbrate, pero como toro para el matadero, así el pueblo toreado por los criminales impíos. Burlando la noble resistencia con artes de matador, el engañoso truco de la muleta en rojo espantajo dispuesto, preparando la estocada que el corazón rompiera, vertiendo su sangre en la arena caliente de un tórrido suelo, espectáculo para nobles pervertidos, así fueron cayendo los pueblos peninsulares, sacrificados a la corona regia del ejército fascista en la fiesta nacional de los asesinos. Miguel habló de todo ello en El hombre acecha, describió el cisma civil con partidismo reconocido y una rabia incontenible que se desbordó en insultos poéticos a los funcionarios del Estado Nuevo de la España Eterna, seres de alma verrugicida, hijos de puta ansiosos de politiquerías. Leyéndole resulta incomprensible que esa congregación de gallardas jorobas, pudiera vencer a los ciudadanos de la III República, aquellos hombres capaces de volar bajo el suelo.
Todos conocen el trágico final de aquello, hechos memorables de un siglo atroz que amenaza con volver a repetirse. Echaron el yugo al pueblo, los criminales de siempre; picaron con lanzas de sangre al toro sublevado para someterlo a trabajos forzados; castraron sus viriles miembros a los leones rebelados; de un ejército de hombres libres crearon una legión de esclavos; con los hombres buenos, generosos y altivos, acabaron. Finiquitó sin remedio la resistencia al cabo, pero no terminó la matanza. En cárceles y campos de concentración peores que jaulas del zoológico, terminaron sus días miles de republicanos que habían querido vivir como personas honradas, pero no les dejaron; la corrupción es más fuerte en un mundo del diablo. En una de esas celdas murió el pastor poeta, de tuberculosis, tifus y bronquitis, todas juntas y aliadas contra un cuerpo debilitado por las penalidades y los malos tratos. Treinta y un años tenía, la flor de la edad, la madurez del verbo. Pero mientras tanto, entre rejas siguió escribiendo, versos tan bellos como diamantes, verdades tan claras como mañanas de soles luminosas. Cancionero y romancero de ausencias, con el hambre de la posguerra –hambre de pan y hambre de humanidad- a todos los trabajadores y sus familias, repartida.
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
Nadie como Miguel Hernández supo expresar con palabras simples y directas, el dolor y la esperanza de ser humano, de amar y morir siendo hombre y pobre. Su acento sincero y hermoso a la vez, inspirado por la fecundidad impía de la tierra y el empuje fuerte de la vida y del pueblo, es la voz de los humildes que ha conquistado la dicción culta para decir sus verdades. Unido a la tradición más clásica de la lengua castellana, iba de la mano de la modernidad más avanzada en el arte y en la política –surrealismo y comunismo-. En su mano estuvo el empíreo de los dioses y prefirió la llamada de la tierra. Hijo y hermano de labradores, fiel a su clase social hasta la muerte, se encontró de frente la catástrofe social de una guerra civil sin cuartel ni perdón. Expresó ese dolor y supo también expresar la esperanza: para la libertad, sangro, lucho, pervivo, para la libertad. Y aunque murió tan joven, su voz siguen viva en los corazones de las gentes que ansían ser buenas, sus versos son un faro de luz para los que todavía creen en un mundo nuevo, mejor para los humanos. A los cien años de su nacimiento celebramos su gran lección de amor, belleza y heroísmo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Gloria eterna al poeta del pueblo .- Rubén .
Homenaje a Miguel Hernández en el primer centenario de su nacimiento (30 octubre 1910)
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La autenticidad de un poeta sin privilegios
ESCRITOS DE JUAN RAMON JIMENEZ Y MANUEL SACRISTAN SOBRE MIGUEL HERNANDEZ .-
LA AUTENTICIDAD DE UN POETA SIN PRIVILEGIOS .
CONSIDERANDO que el responsable criminalmente de un delito lo es también civilmente. VISTOS los artículos citados y demás de general aplicación. FALLAMOS que debemos condenar y condenamos al procesado MIGUEL HERNÁNDEZ GILABERT, como autor de un delito de ADHESIÓN a la rebellion military y a la pena de MUERTE, accesorias legales para caso de indulto, y en cuanto a responsabilidad civil se estará a la Ley de 9 de Febrero de 1939. Así por esta nuestra sentencia lo pronunciamos y firmamos.
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Tribunal del Consejo de Guerra Permanente nº 5, 18 de enero de 1940, presidido por Pablo Alfaro Alfaro (confirmación de la “resolución judicial”: 30 de enero de 1940, Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación).
Juan Ramón Jiménez deseaba participar en un mitín en defensa de la II República española celebrado en Nueva York, el 18 de septiembre de 1936. El texto que preparó para la ocasión fue leído por Frank E. Manuel. El poeta andaluz no pudo asistir finalmente.
Antonio Machado recogía un fragmento del escrito juanramoniano –“Comprensión y justicia”- en su presentación –“Voces de calidad. Juan Ramon Jiménez”- de Guerra en España [1]. El siguiente paso:
“[…] Madrid ha sido, durante este primer mes de guerra, yo lo he visto, una loca fiesta trágica. La alegría, la extraña alegría de una fe ensangrentada rebosaba por todas partes; alegría de convencimiento, alegría de voluntad, alegría de destino, favorable o adverso. Y este frenesí entusiasta, esta violenta unión con la verdad, habrían decidido desde el primer momento el triunfo justo del pueblo, si la rebellion militar no hubiese sido amparada por codiciosos poderes extraños. Y España, la República española, democrática y legal, estaría hoy reorganizándose, completando su firme ejemplo ante el mundo”.
Triunfo justo del pueblo, firme ejemplo ante el mundo. A uno de los ciudadanos resistentes de ese pueblo en violenta unidad con la verdad, a Miguel Hernández, se refirió el poeta de Moguer en varias escritos recogidos en el indicado volumen. En “Plumas de catrástrofe y espectáculo” (p. 43), una nota muy ácida de 1937, sostenía el Premio Nobel de Literatura:
“Ciertos versistas y proseros que no se “encontraron nunca en la paz corriente, creen que se ha “encontrado” ahora en la guerra súbita, como otros adláteres suyos en el terremoto, el naufrajito, etc.
Se les está oyendo en la intimidad de cualquier retaguardia (edad militar, banquetes, destino, tráfico): “¡Caramba, qué suerte de guerra! ¡Me he encontrado, chico! ¡Lo que esta guerrita va a ser para mí, poetazo de la guerra; lo que me ha de servir!”.
(El poeta de la guerra muere en la guerra o de la guerra: Pablo de la Torriente, Miguel de Unamuno, Federico García Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández, otros).
Es muy posible que “les sirva” la guerra. Y hasta es posible “que se encuentren” ellos mismos o que lo crean.
Menos mal para ellos y para los que creen en la pluma de “arrastre jeneral”. Porque nadie que sepa de poesía y de pena, de verdad y de miseria humanas, cuatro realidades con las que los tales no cuentan, los buscó ni los buscará nunca (en el verso ni en la prosa) en la guerra ni en la paz.”
En otro texto titulado “Poesía de la Guerra”, injusto hasta la incomprensión con León Felipe, el autor de La estación total volvía a hacer referencia al poeta oriolano:
“[…] En cuanto a la comida de a Embajada, los milicianos comían melón por dieta de pelea. En las trincheras murió Pablo de la Torriente, en las trincheras se puso tísico Miguel Hernández, en las trincheras vivía del todo Gustavo Durán. O no gritar tanto o irse a las trincheras, León Felipe.
Yo creo que un hombre fuerte todavía, si tiene vocación peleona, debe pelear con los que pelean sin vocación y a la fuerza. Si no, debe quitarse de en medio y no estorbar. No debe ver y llevar a los extranjeros a que vean, como turistas la guerra y la cuenten como teatro: no debe celebrar con banquetes los triunfos de la muerte; debe alojarse, hacer lo que pueda por todos sin mermarle pan y abrigo ni lugar al que lo hace todo.
La poesía de la guerra no se escribe, y sobre todo no se escribe desde lejos, se realiza. Poeta de la guerra es el que la sufre de veras en la ciudad o en el campo, no en el que se desgañita en un refujito seguro y cree en la eficacia de su jemido y su llanto resguardado”.
Poeta de la guerra, el que la sufre de veras, poesía que se realiza. JRJ supo de la muerte de Miguel Hernández por Pablo Neruda. Unas dos semanas después del fallecimiento de su joven amigo, el autor de Canto general escribía a Juan Ramón Jiménez [2]:
Hasta ahora no he contestado su carta pública [3] porque miles de cosas se interponen con mi trabajo diario, pero quiero anticiparle, antes de hacerlo extensamente, la profunda emoción con que leí sus líneas, que con su sinceridad, agrandan la admiración que por su obra he sentido durante toda mi vida.
Hoy le escribo por un motivo doloroso. Le transcribo una carta confidencial de mi embajada en Madrid, comunicándome la muerte de nuestro Miguel Hernández: un asesinato más se agrega a los muchos y terribles. Pero tal vez, nunca me sentí más mal herido y creo que a usted le pasará lo mismo.
Estoy planeando un libro recuerdo a su memoria, que quiero encabezar con algunas palabras, ójala extensas, suyas. Yo también escribiré y pediré a Rafael Alberti que se agregue a este recuerdo.
Espero que me anticipe su respuesta, que lo que Vd. Resuelva puede venir más tarde.
Siento que mi primera carta le lleva este dolor, pero así vivimos cada día este tiempo.
Le saluda su amigo y admirador, Pablo Neruda” [la cursiva es mía]
Un asesinato, el de Hernández, que se agregaba a otros muchos y tan terribles. El libro proyectado no llegó a realizarse.
En otro texto posterior, “Poesía social”, fragmento de “Notas sobre “La poesía escondida” de la Argentina y el Uruguay”, leído el 25 de septiembre de 1948 en la Sociedad Argentina de Escritores (Guerra en España, ed cit, pág. 575), Juan Ramón Jiménez hablaba de poesía y revolución:
“[…] ¿Qué es un poeta revolucionario? Para un poeta es el que remueve la poesía. Para un tendencioso el poeta que hace política. Todo poeta es un removedor social, pero no todo revolucionario social es un poeta… [un poeta] es un hombre que ama la belleza y por lo tanto la justicia, y que está dispuesto a aguantar con su razón heroica, razón cultivada con el cultivo de todo lo superior que la belleza y la justicia suponen en lo físico y en lo moral, con su revolución permanente de pensamiento y sentimiento, todas las imposiciones de la tiranía, desde la cárcel a la muerte. Con esto se habló de Federico García Lorca y de Antonio Machado como poetas revolucionarios. Insisto también en que la poesía y la política son cosas distintas que pueden darse en cualquier hombre simultáneamente. Un poeta puede escribir poesia auténtica y además prosa lójica social calificando lo político. Esto es lo que yo en mi nivel propio hago.
[…] De los poetas españoles muertos durante la guerra los más señalados fueron Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández. De ellos el que peleó en los frentes y no quiso salir de su cárcel donde se estinguía tísico y cantando sus amores, mientras otros compañeros siguieran retenidos, fue Miguel Hernández, héroe de guerra. Decir esto que yo digo es justo y exacto. Vaya a Miguel Hernández desde Buenos Aires este efluvio de verdad, en esta hora de poesía”[el énfasis es mío].
Decir justo y exacto, efluvio de verdad sobre un poeta auténtico, héroe de guerra, un poeta revolucionario que no quiso tener privilegios mientras otros compañeros siguieran retenidos.
Unos treinta años después de la conferencia de Juan Ramón Jiménez, el 20 de mayo de 1976, cuando apenas hacía medio año del fallecimiento de aquel criminal dictador golpista que pretendió dejarlo todo atado y bien atado, se celebró en el Aula Magna de la Universidad de Barcelona un acto de homenaje a Miguel Hernández en el XXXIV aniversario de su muerte. Vicky Peña, nuestra actriz inconmensurable, estuvo entre las organizadoras.
Manuel Sacristán (1925-1985) fue invitado a participar en el acto. No pudo hacerlo finalmente, como ocurriera con JRJ en el mitín de Nueva York de 1936, pero también escribió un texto para la ocasión [5]. Fue leído, si no ando errado, por Mario Gas. El entonces todavía expulsado profesor de metodología de las ciencias sociales de la Facultad de Económicas de la UB, que había sido represaliado por sus actividades políticas democráticas y comunistas por el rector fascista Francisco García-Valdecasas y sus fieles en 1965, escribía sobre el poeta alicantino en los siguientes términos:
“Tiene que haber varias razones de la respuesta excepcional, en intensidad y en extensión, que está recibiendo la iniciativa de la conmemoración de Miguel Hernández. Algunas de esas razones serán compartidas por todo el mundo, y del mismo modo, más o menos; por ejemplo, la autenticidad de la poesía de Hernández, en la que, si se prescinde de algunos ejercicios de adolescencia, no se encuentra una palabra de más. Otras motivaciones serán menos generales. La mía es la verdad popular de Hernández: no sólo de su poesía, en el sentido de los escritos suyos que están impresos, sino de él mismo y entero, de los actos y de las situaciones de los que nació su poesía, o en los que se acalló.
Al decir eso pienso, por ejemplo -pero no solamente- en aquella fatal indefensión de Hernández en su cautiverio. Hernández fue un preso del todo impotente, sin enchufes, sin alivios, sin más salida que la destrucción psíquica y la muerte, como sólo lo son (con la excepción de dirigentes revolucionarios muy conocidos por el poder) los oprimidos que no someten el alma, los hombres del pueblo que no llegan a asimilarse a los valores de los poderosos, aunque sea por simple incapacidad de hacerlo y no por ninguna voluntad histórica. O por ella, naturalmente.
Las últimas notas de Hernández que ha publicado hace poco la revista Posible [6] documentan muy bien el aplastamiento moral que acompaña a la destrucción física del hombre del pueblo sin cómplices y, por lo tanto, sin valedores en la clase propietaria del estado, de las fábricas y de las cárceles.
La autenticidad popular de la poesía madura de Hernández es tan consistente porque se basa en esta segunda, en la autenticidad popular del hombre muerto, como el Otro, entre dos o más chorizos, y como ellos”.
No es probable que Sacristán tuviera conocimiento en aquel momento de los textos que escribiera Juan Ramón Jiménez sobre Hernández. Sin embargo, sus miradas son coincidentes, abonan una perspectiva afín: poeta del pueblo, sin privilegios, sin valedores entre la clase propietaria, autenticidad de su poesía.
Y esta autenticidad popular de Hernández, de su poesía, de su estar en el mundo, ¿a qué puede referir? Probablemente a la misma actitud que Sacristán señaló al hablar tiempo después de Ulrike Meinhof a quien conoció personalmente durante su estancia en el Instituto de lógica de Münster (Westfalia) [7].
“[…] En la prensa semanal ha aparecido errores tontos (aunque a veces malintencionados) ante los que no vale la pena detenerse. Baste con recordar de paso que es falso que el padre de Ulrike Meinhof muriera a consecuencia de una depresión profunda (que habría traumatizado a Ulrike cuando tenía cinco años): murió de una grave enfermedad orgánica, como su madre; que es poco seria la insinuación de que en sus últimos tiempos Ulrike estuviera mentalmente alterada por causa de un tumor cerebral, pues el tumor de que se trata le fue operado no recientemente sino en 1962 y el lector tiene en esta antología muestras de su razonamiento y su percepción de la realidad de los años siguientes […] En Ulrike Meinhof no han dejado nunca de vivir las esperanzas que el sesenta y ocho dio a mucha gente que se afanaba desde mucho antes. La vena sesentayochesca de Ulrike Meinhof ha sido tan auténtica como lo era todo en ella. Esa autenticidad -en eso no me parece acertada Renata Riemeck [8]- no es nada adolescente... “ [la cursiva es mía]
Dos años después, en una conversación con Jordi Guiu y Antoni Munné [9], Sacristán profundizaba en el significado de estas palabras:
“[…] En la Meinhof, a mí lo que me ha llamado la atención es que ella no era una intelectual: era una científica, iba en serio, quería conocer las cosas. Aunque acabara en la locura; cosa manifiesta que acabó en la locura, en la insensatez, como Meinz, como los demás, pero eran gente que iba en serio.
Por “ir en serio” entiendo no precisamente tener necesariamente ideas ciegas -la ceguera nunca es seria: es histérica, que es distinto- ni tampoco necesariamente ideas radicales. Con las mismas fórmulas teóricas de Ulrike Meinhof se puede ser perfectamente un botarate. No es nada serio, no se trata de eso. Se trata de la concreción de su vida, del fenómeno singular. No se trata de las tesis, que pueden ser, por un lado, disparatadas y, por otro, objeto de profesión perfectamente inauténtica, a lo intelectual. (...) En mi ocupación con Ulrike Meinhof, con el grupo de Baader-Meinhof en concreto, supongo que mi motivación es doble. Por un lado está el hecho de que yo no puedo evitar ser germanista. Yo tengo mucho amor a la cultura alemana y al pueblo alemán, me interesa mucho todo lo alemán; entre los rojos españoles, estoy en minoría, soy germanófilo al mil por mil...” [el énfasis es mío]
Sacristán señalaba que una de sus motivaciones era entender “cosa alemana”. Entender cosa que les pasa a los alemanes era entender cosa que a él mismo le pasaba “porque tengo un buen elemento de cultura alemana asimilada”. Estaba esta motivación, sin duda, pero estaba sobre todo otra, “la presente, la consciente, una motivación crítica”. Sacristán intentaba entender “la locura política del grupo Baader-Meinhof como negativo de la locura satisfecha de los partidos comunistas occidentales”. Era otra clase de “locura”, pero era sólo el negativo de la misma falta de sentido común concluía.
Un sentido común crítico, resistente, heroico si se quiere, un estar en el mundo auténtico, sin alardes, que nunca abandonó al poeta comunista oriolano. Sin valedores entre las clases propietarias del Estado, de las fábricas y de las cárceles; peleando en los frentes, sin querer salir de su cárcel donde se extinguió tísico “y cantando sus amores, mientras otros compañeros siguieran retenidos.”
PS: El incansable jurista Miguel Angel Rodríguez Arias, en comunicación personal, señalaba recientemente en torno al inolvidable poeta alicantino: “[…] el Estado democrático le sigue considerando un sentenciado, sí, sentencia con defectos de fondo y forma, etc, que es lo máximo que se dice, "ilegítima" se añade, que jurídicamente tiene la misma validez que llamarla "antipática", pero sentenciado, vigente. Y lo que se hizo al sentenciarle fue un crimen de guerra imprescriptible”. Todavía impune, añadía el profesor y activista Rodríguez Arias.
Notas:
[1] Juan Ramón Jiménez, Guerra en España, prosa y verso (1936-1954). Huelva, Editorial Point de Lunettes, 2009. Edición de Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas.
[2] Ibidem, pp. 462-463
[3] La carta de Juan-Ramón Jiménez está fechada en enero de 1942. Se iniciaba con las siguientes palabras: “Sucesos madrileños muy tristes, que usted conoce bien, Pablo Neruda, y muy distantes hoy para mí, me obligaron a expresar públicamente en diversa ocasión mi aprecio de su obra poética, el bueno y el malo. Todos tenemos una opinión completa de los otros, que se hace visible en totalidad o en parte según las circunstancias”.
[4] Ibidem, pp. 462-463.
[5] Puede verse entre la documentación depositada en Reserva de la BC de la UB, fondo Sacristán
[6] Posible fue una revista politico-cultural que se publicó durante los años de la “transición-transacción política” española.
[7] Manuel Sacristán, “Nota con la ocasión de una antología de Ulrike Marie Meinhof (1934-1976)”, Sobre Marx y marxismo, Barcelona, Icaria, pp. 310-312 y 315.
[8] La madre adoptiva de Ulrike Meinhof. Sacristán escribía sobre ella en los siguientes términos (“Nota con la ocasión de una antología”, Ibidem, pp. 310-311): “[…] No se trata de hacer ninguna apología, aunque un homenaje a esta víctima, como a cualquier otra, estaría justificado. Pero impide limitarse a ello (y precisamente por fidelidad del recuerdo) la importancia que los problemas entre los que ha vivido Ulrike Meinhof tienen para una política revolucionaria. Seguramente por eso la persona que más conoció a Ulrike Meinhof -su madre adoptiva, Renate Riemeck- creyó necesario referirse críticamente a ella en dos ocasiones, la más reciente ya posterior a su muerte. Sólo la debilidad y el aislamiento de la izquierda alemana explican que la admirable Renate Riemeck -animadora y dirigente de la única resistencia algo popular a la restauración conservadora en la República Federal durante lo peor de la guerra fría- sea poco conocida por los demócratas europeos. Renate Riemeck registraba en 1972 la consumación de la onda agitatoria iniciada en Alemania en 1967 y reforzada por los hechos de mayo de 1968 en Francia (“La agitación se ha apagado porque las ideas confusas no hacen un programa político y los conceptos nebulosos no tienen fuerza coordinadora”) y, sobre ese fondo, describía así la penúltima época de su ahijada, la fase de clandestinidad:
“Ulrike Meinhof se ha quedado sin tierra bajo los pies. Su visión del futuro corresponde al nivel de consciencia de los adolescentes, que pueden saltarse el presente y despreciar tranquila e inocentemente el pasado. Ulrike habría debido saber de qué hablaba. Para reanimar su viejo amor por el vagabundo Knulp de Hermann Hesse no necesitaba disfrazarse ella misma de vagabunda redentora. No estaba ya en los diecisiete años, y sabía que sólo se consigue consciencia revolucionaria cuando se ponen fundamentos racionales y objetivos claros”.
Renate Riemeck tiene tanta razón en ese juicio como en este otro que es, además, un presentimiento (y hasta un epitafio), desgraciadamente acertado, del final de la historia, escrito con cuatro años de anticipación:
“Ahora está (Ulrike Meinhof) férreamente atenazada por el destino del grupo. No lo abandonará sino que preferirá morir antes que hacer algo que le parezca traición. Ulrike Meinhof: la ira contra los males del mundo la empujó a huir de la realidad”.
[9] ”Una conversación con Manuel Sacristán” por J. Guiu y A. Munné´. En Salvador López Arnal y Pere de la Fuente (eds), Acerca de Manuel Sacristán, Barcelona, Destino, 1996, pp. 104-105.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
Rubén .-
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