El anuncio del presidente Juan Manuel Santos a los alcaldes sobre la posible derogación de la ley que restringe el gasto público antes de elecciones tocó un tema que bien vale examinar. La pregunta es si ocurrió en el momento adecuado.
Y es que es necesario señalar que cualquiera sea la intención del Gobierno –el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, ha hablado de solo modificar aspectos–, por tratarse de una ley estatutaria, su modificación o derogación a través de una norma similar deberá pasar por el tamiz de la Corte Constitucional, trámite para el cual el tiempo disponible parece escaso. También hay que advertir que de aprobarse el acto legislativo de equilibrio de poderes, el cual suprime la reelección presidencial, la controversia quedará inmediatamente sin fundamento. Hechas estas salvedades, hay que decir que será siempre bienvenida la discusión sobre las bondades y los defectos no solo de esta ley, sino de lo que hay detrás: las garantías con las que cuentan las fuerzas políticas de oposición en Colombia.
Diez años después de su aprobación, muchos le critican que en un país en el que las contiendas electorales se dan con bastante frecuencia, las prohibiciones que esta impone han resultado excesivas e innecesarias en tanto terminan siendo un obstáculo para la plena ejecución de los planes de gobierno a nivel local, circunstancia de la cual las comunidades son las primeras perjudicadas.
Este es el principal argumento de quienes hoy abogan por su fin o modificación. Se ha dicho igualmente que es necesario dar este paso más a la luz de la coyuntura económica actual, donde las inversiones en infraestructura cobran cada vez mayor importancia como fuente de empleo ante las tempestades que afectan a sectores antes pujantes.
Entre tanto, desde la oposición aseguran que en zonas en las que el gasto estatal es el principal motor de la economía es casi imposible desligarlo de las contiendas electorales en curso. También se ha cuestionado que la suma que, según cálculos del Gobierno, podrían invertir los mandatarios locales de liberarse de esta camisa de fuerza –5,2 billones de pesos– tenga el efecto contracíclico esperado.
Si algo está claro, y ejemplos de países vecinos lo confirman, es que la calidad de una democracia depende en gran medida del campo de acción con el que cuenten todos aquellos que no estén alineados con la fuerza política que ostente el Poder Ejecutivo.
Existen muchas maneras de salvaguardarlo y estas no tienen por qué ser rígidas. Puede ser a través de leyes como esta, pero también de figuras como la de un estatuto de la oposición que establezca unas reglas claras que les den a los opositores protección frente a eventuales abusos y que sean garantía de igualdad para todos los sectores y desligadas de las elecciones.
En suma, es positivo que se busque la forma de modificar una norma que por más bienintencionada en razón de nuevas circunstancias cause a la gente mayor perjuicio que beneficio. No obstante, hay que ser muy cuidadosos, pues está en juego un ingrediente clave de la receta democrática. Por lo mismo, y precisamente como la democracia da garantías de un debate sano y con altura, la discusión se debe dar más allá de la coyuntura y sus pugnas, que impiden ver el cuadro completo.
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