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General: EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE RUFINO JOSÉ CUERVO
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Da: Ruben1919 (Messaggio originale) |
Inviato: 28/05/2015 23:41 |
EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE RUFINO JOSÉ CUERVO
Por Fernando Vallejo
En: http://www.banrepcultural.org/
Bajé en la estación del Père Lachaise, caminé unas calles y entré en la ciudad de los muertos: tumbas y tumbas y tumbas de muertos y muertos y muertos: Joseph Courtial, Victor Meusy, George Visinet, Familia Faucher, Familia Flamant, Familia Morel, Familia Bardin… La lápida del señor Visinet dice: “Administrador de la Compañía de Gas en Saint Germain en Leye, crítico dramático y musical del Journal de Rouen, 1845-1914”. Murió pues, sacando cuentas, cuando empezaba la Gran Guerra, tres años después de ti, y a los 69 años, de dos más que tú. ¿Y ese sargento Hoff de la tumba de enfrente? No tiene lápida ni fechas. Le han levantado en cambio, junto a la tumba, una estatua: la de un soldadito de quepis, fusil en la mano izquierda y saludando con la derecha al cielo. ¿A Dios? Dios no existe, y si existe le salen sobrando los saludos de los soldaditos franceses muertos por la patria y la gloria de Francia. ¡La gloria, la patria! Antiguallas del siglo XIX que dan risa en el XXI. Hoy la gloria es el éxito y la patria un equipo de fútbol. Para ti la patria eran la religión y el idioma. Para mí, la religión del idioma pues otra no he tenido. ¿Pero cuál de tantos, si hay miles? Pues este en que hablo y pienso junto con veintidós países que por sobre la separación de ríos y montañas y selvas y fronteras y hasta la del mar inmenso en cuya otra orilla se encuentra España todavía nos entendemos. Mi patria tiene mil años y se extiende por millones de kilómetros y nadie la ha querido tanto como tú. Por ti, de niño, aprendí a quererla. Nos une pues un mismo amor.
Ahora voy por la Avenida Lateral Sur a la altura de la Décima División y el Camino del Padre Eterno, un sendero. Entonces vi un pájaro negro, hermoso. No, “hermoso” es pleonasmo, sobra. Todos los animales son hermosos. Éste es un cuervo, un pájaro negro de alma blanca que tiene el don de la palabra. Y ahora me está diciendo: “Por allí”.
Tumbas y tumbas y mausoleos y monumentos, y fechas sobre las lápidas y epitafios junto a las fechas, infatuados, necios, presumiendo de lo que fueron los que ya no son. Músicos, generales, políticos, escritores, poetas, oradores… Y muertos y más muertos y más muertos. Y los monumentos… Monumento a los caídos en la guerra de 1870 por Francia. Monumento a los soldados parisienses muertos en el Norte de África por Francia. Monumento a los polacos muertos por Francia. Monumento a los combatientes rusos muertos por Francia. Monumento a los soldados españoles muertos por la libertad de Francia. Monumento a los jóvenes voluntarios muertos por la resistencia de Francia…
Por lo visto Francia no es una patria: es una masacre. Ah, y esta advertencia majadera en las tumbas de los ricos: “concession à perpétuité”: concesión a perpetuidad. O sea que el muerto es dueño de su tumba por toda la eternidad, de Dios o del Big Bang o de lo que sea. ¿Y los pobres, los del común, los que si hoy comen mañana quién sabe, sin tumba a perpetuidad, ésos qué? Se van.
Al llegar a la Avenida de Saint Morys otro cuervo me indicó: “Por ahí”. Y cuando desemboqué en la Avenida Transversal Primera otro más: “A la derecha”. Y luego otro: “A la izquierda”. Y de relevo en relevo, de árbol en árbol los cuervos me fueron guiando hasta la División Noventa, un laberinto de senderos y de tumbas. ¿Y ahora? ¿Por dónde sigo? En el paisaje desolado de los árboles sin hojas del invierno y las tumbas con cruces silenciosas que a mí por lo demás nunca me han dicho nada, una bandada de cuervos rompió a volar, cantándole a la incierta vida por sobre la segura muerte. ¿Qué me dicen con sus graznidos y su vuelo? Ya sé. Los cuervos dicen su nombre, dicen tu nombre. Uno se separó de la bandada y se posó sobre una tumba, la más humilde, y me dio un vuelco el corazón: había llegado. Al acercarme a la tumba el cuervo, sin mirarme, levantó el vuelo. En ese instante recordé el del poema de Poe que decía “Nunca más”. Los cuervos parecen muchos pero no, son uno solo, eterno, que se repite.
Con la punta del paraguas me di a raspar el musgo que cubría la tumba y fue apareciendo una cruz trazada sobre el cemento. Bajo el brazo horizontal de la cruz, al lado izquierdo, fue apareciendo el nombre de tu hermano Ángel: “…né…. Bogotá”. ¿El qué? El 7, tal vez, no se alcanza a leer, “de marzo de 1838. Mort… Paris…” ¿el 24? (tampoco se alcanza a leer) “de abril de…” Falta el año, lo borró el tiempo, pero yo lo sé: 1896, el mismo en que se mató Silva, el poeta, nuestro poeta, y por los mismos días pero en Bogotá, de un tiro en el corazón. Y nada más, sin epitafio ni palabrería vana, en francés escueto mezclado con español. A la izquierda de tu hermano y a la derecha del brazo vertical de la cruz estás tú: “…né en Bogotá el 19 de septiembre de 1844 mort en Paris el 17 de julio de 1911”. Así, sin puntuación ni más indicaciones, en la misma mezcla torpe de español con francés como lo estoy diciendo. Me arrodillé ante la tumba para anotar lo que decía y poder después contárselo a ustedes esta noche, y entonces descubrí que sobre el murito delantero habían escrito: “105 – 1896”. ¿Ciento cinco qué es? ¿Acaso el número de la tumba de esa línea de esa división? ¿Y 1896 el año en que la compraste para enterrar ahí a tu hermano? Quince años después, el 17 de julio de 1911, alguien te llevó a esa tumba. ¿Pero quién? Inmediatamente a la derecha de la tumba tuya está la de dos hermanas muertas poco después de ti y a escasos meses la una de la otra: Merecedes de Posada, “fallecida en París el 30 de febrero de 1912” y Ercilia de Posada, “fallecida el 25 de septiembre de 1912”. ¿Fueron ellas? ¿Eran tus amigas? ¿Colombianas? ¿Y por eso están ahí a tu lado? ¿Cuándo nacieron? No lo dicen sus lápidas. ¿Y dónde? Tampoco. Algún día lo averiguaré, si es que hay para mí algún día. “Dejad que los muertos entierren a sus muertos” dice el evangelio. Habrá que ver.
De los hechos exteriores de tu vida he llegado a saber algo: a los 21 años escribiste con Miguel Antonio Caro una Gramática latina para uso de los que hablan castellano. A los 22, tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. A los 23 montaste con Ángel una fábrica de cerveza. A los 27 empezaste el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. A los 33 hiciste con Ángel tu primer viaje a Europa, de un año. A los 36 vendiste la fábrica y de nuevo, con él, te fuiste por segunda vez a Europa, ahora para no volver. Ese segundo viaje de los dos hermanos terminó en esa tumba de ese cementerio del Père Lachaise que he encontrado cubierta de musgo y de que les estoy hablando.
Y sé las calles de París donde viviste y conozco los edificios: 10 rue Saint Georges, 3 rue Meisonier, 4 rue Frédéric Bastiat, 2 rue Largillière, 18 rue de Siam. Y tus barcos. Ese vapor Amérique de la Compañía General Trasatlántica en que te fuiste la primera vez y en el que dieciocho años después, frente al muelle de Puerto Colombia acabado de estrenar, habría de naufragar tu amigo Silva, que volvía de Venezuela, de donde te pedía por carta plata. Y el vapor La France, que traía a Colombia ejemplares recién impresos del primer tomo de tu Diccionario y que se incendió en Martinica… ¡El destino, el hado, el fatum, que juega con nosotros y reparte como quiere la baraja!
¿Cómo pudiste vivir veintinueve años lejos de Colombia sin volver? ¿Y quince solo, sin tu hermano a quien tanto amabas? ¿Y quién trajo de París a Bogotá tu biblioteca? ¿Y por qué dejaste el Diccionario empezado? Nadie en los mil años de la lengua castellana ha intentado una empresa más grande, desmesurada y hermosa. ¡Molinitos de viento a mí! Tú quisiste apresar un río: el río caudaloso de este idioma. Hoy el río se ha enturbiado, para siempre, sin remedio, ¡pero qué puedo hacer! De los vicios de lenguaje que censuraste en tus Apuntaciones ni uno se ha corregido, todos han perdurado. Y lo que estaba bien se dañó, y lo que estaba mal se empeoró, y de mal en peor, empobreciéndose, anglizándose, este idioma que un día fuera grande terminó por convertirse en un remolino de manos. Hoy del presidente para abajo así es como hablan: gesticulan, manotean, y él da el ejemplo. Si lo vieras, tú que conociste a Caro, manoteando en un televisor (una caja estúpida que escupe electrones). Y el antropoide gesticulante, el homínido semimudo que perdió el don de la palabra aunque todavía le quedan rastros evolutivos de las cuerdas vocales, por el gaznate por el que respira o por el tubo por el que traga, no se sabe, invoca el nombre de Dios: “Dios, Dios, Dios, Farc, Farc, Farc” repite obsesivamente como alienado. Tiene un vocabulario escaso, de cien palabras. Mueve los brazos, tiesos, para adelante como empujando un tren. Ah no, ya tren no queda: como empujando a Colombia cual carrito de supermercado. ¡Qué bueno que te fuiste! ¡Qué bueno que no volviste! ¡Qué bueno que te moriste! No hubieras resistido la impudicia de estos truhanes mamando de Colombia e invocando el nombre de Dios. Dios no existirá, pero hay que respetarlo.
Pero no vine a hablar de miserias, vine a hablar de ti, que eras grande. Y de tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano que estudié de niño y que decidieron mi vida: me las regaló mi papá. Mi padre, como dicen los elegantes. Seis ediciones de ellas hiciste y miles las leyeron. Pues en ninguno dejaron tan honda huella como en mí, y por eso esta noche, desde aquí, te estoy hablando. Las estudiaba para aprender a escribir, pero no, para eso no eran: eran para enseñar a querer a este idioma. Y eso aprendí de ti. Nos une pues, como te dije, un mismo amor.
Dicen que con tus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano empieza la dialectología en este idioma. ¡Qué va! La dialectología es una pobre ciencia, si es que lo es. En todas las regiones de todos los idiomas se habla con palabras locales. Y no sólo difieren en el lenguaje las regiones, también los individuos. No hay dos que hablen igual, uno es como habla, cada quien es sus palabras. Eso de “bogotano” que le pusiste al título no era más que modestia tuya. Tu libro no era bogotano, valía para toda la lengua castellana, a la que pretendías, con él, salvarle el alma.
¡Cuánta agua no ha arrastrado el río en estos cien años que han pasado desde que te fuiste! Quiero decir para siempre, para el nunca jamás. Para no perderme en un recuento interminable de pequeñeces y miserias, te diré que la patria que hoy preside el de las manos se reduce a esto aparte de él: dos cantantes, hombre y mujer, que berrean bailando con un micrófono; un corredor de carros que hunde con el pie derecho un acelerador; y los once adultos infantiles de la Selección Colombia que mientras juegan van escribiendo con los pies (con “sus pieses”), en el polvo de la cancha, su divisa: Victi esse nati sumus: nacidos para perder. Tu Colombia se nos volvió un remolino de manos y pies. ¿Y si el remolino lo convirtiéramos en energía quijotesca, eólica, enchufándoles por detrás baterías a esos molinos de viento? Podría ser…
¡Ah, y se me están olvidando los candidatos! La palabra viene del latín candidatus, que a su vez viene de candidus, que significaba blanco, porque los que aspiraban a los cargos públicos en la antigua Roma se vestían con una toga blanca. Candidus designaba el color blanco brillante (albus el blanco opaco) y venía a su vez de candere, brillar, arder, del que sacó el español candelabro y candela, la vela, que nos da luz. Ah no, ya no: nos daba. ¡Cuánto hace que se acabaron! Todo pasa, nada queda y se va el tren.
Candidato viene pues de candidatus, el que viste de blanco. El Diccionario de autoridades, el primero que hizo la Academia Española de la Lengua, lo definía hace tres siglos así: “El que pretende y aspira o solicita conseguir alguna dignidad, cargo o empleo público honorífico. Es voz puramente latina y de rarísimo uso”. ¿Honorífico? ¿Y de rarísimo uso? Sería a principios del siglo XVIII, señorías, hoy aquí es moneda falsa de curso corriente tan común como sicario.
¡Qué impredecible es el idioma, cuánto cambian con el tiempo las palabras! ¡Que candidato esté emparentado con cándido, que quiere decir sin malicia ni doblez, puro, inmaculado, limpio, límpido, albo! Lo negro hoy dándoselas de blanco… Las engañosas palabras, las deleznables palabras, las efímeras palabras que llenaron tu vida, capaces de apresar en su fugacidad cambiante toda la pureza y toda la ignominia.
No mucho antes de que nacieras, y cuando nuestra independencia de España estaba todavía en veremos, ya andábamos matándonos los unos con los otros divididos en centralistas y federalistas. En 1840, cuatro años antes de que nacieras, nos estábamos matando en la Guerra de los Supremos o de los Conventos. En 1851, cuando ibas a la escuela, nos estábamos matando en la guerra entre José Hilario López, liberal, y los conservadores. En 1854, cuando siendo todavía un niño acababas de perder a tu padre, nos estábamos matando en la guerra de los gólgotas contra los draconianos. En 1860, a tus dieciséis años y siendo ya amigo de Miguel Antonio Caro, un joven como tú, nos estábamos matando en la guerra de los conservadores centralistas contra los liberales federales. En 1876, cuando ya habías publicado tus Apuntaciones críticas y montado la fábrica de cerveza, nos estábamos matando en la guerra entre los conservadores de la oposición y los radicales del gobierno. Te fuiste luego a París y siguieron las cosas como las dejaste: en 1885 nos estábamos matando en la guerra entre los radicales librecambistas y los conservadores proteccionistas. En 1895 nos estábamos matando en la guerra entre los rebeldes liberales y el gobierno de la Regeneración, que había ido a dar a las manos nadie menos que de tu amigo Caro. Entre 1899 y 1902 nos estábamos matando en la Guerra de los Mil Días. El siglo XX empezó pues como acabó el XIX, y así siguió: matándonos por los puestos públicos en pos de la presidencia, supremo bien.
Pasándoles revista a quienes en un momento u otro se cruzaron por tu vida aquí en Colombia antes de que te fueras, me encuentro a: Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Marco Fidel Suárez, José Vicente Concha, Carlos Holguín, Jorge Holguín… Caro, presidente. Marroquín, presidente. Suárez, presidente. Concha, presidente. Los Holguín, presidentes. ¡Carajo! ¿Es que en este país nunca ha habido gente decente? Tu amigo Caro, el latinista, el humanista, el impoluto, de presidente, ¿despachándose con el cucharón? De no creer. Habiéndose manchado Caro las manos con el poder, en el oscuro siglo XIX nuestro sólo brilla una luz: tú. El resto son guerras, guerritas, alzamientos, sublevaciones, revoluciones… Rapiña de tinterillos en busca de empleo público: de un “destino”, como se decía hasta hace poco aquí. ¿El destino, que es tan grande, significando tan poca cosa? ¡Bendito el honorable oficio de cervecero que te permitió irte!
Irse, irse, irse. En estos últimos años se han ido cuatro millones. Yo en total he vivido afuera 42 años, doce más que tú. Pero tú te fuiste para no volver, y yo he vuelto cien veces. Me voy para volver, vuelvo para irme, y así he vivido, sin acabar de irme, sin poder quedarme, sin saber por qué. En tiempos de Oudin el gramático, el que tradujo por primera
vez el Quijote al francés y el que escribió la más famosa de las muchas gramáticas castellanas para uso de los franceses que se componían en los siglos XVI y XVII, en francés se usaba “irse” para significar “morirse”. Dicen que en su lecho de muerte Oudin se preguntó, planteándose un problema de gramática: “Je m’en vais ou je m’en va?, pour le bien ou pour le mal”, y murió. No traduzco sus palabras porque los problemas de gramática no se pueden traducir, son propios de cada lengua. Tenía que ver con nuestro verbo “ir” con pronominal, “irse” para significar “morirse”. ¡Qué hermosa muerte para un gramático! ¿Y tú? ¿Cómo te fuiste? Nadie lo ha contado, nunca se sabrá. Desde una tumba humilde del Père Lachaise cubierta de musgo, un cuervo alza el vuelo sin mirarme. Si cierro los ojos, lo vuelvo a ver.
¿Saben cómo define “destino” el Diccionario de la Academia? “Hado, lo que nos sucede por disposición de la Providencia”. ¡Cuál Providencia! ¿La que nos manda hambrunas y terremotos? Por Dios, señorías, no sean ingenuos. El Diccionario de la Academia es realista, clerical, peninsular, de parroquia, de campanario, de sacristán, arrodillado a Dios y al Rey que fue el que les puso edificio propio. Y acientífico, con a privativa. ¡Qué lejos de la obra de arte tuya!
Van los señores académicos por la edición veintitantas, camino de la trigésima, y aunque de todas no hacen una, como no aprenden acaban de sacar su Gramática: veinticinco kilos y medio de gramática en dos ladrillos sólidos, compactos. Pa comprarlos hay que llevar carrito de supermercado. Salvo que los adquiera usted comprimidos en un “compact disc”…
La única forma de apresar el río atropellado del cambiante idioma, señorías, es la que se le ocurrió aquí a mi paisano, en una pobre aldea de treinta y cinco mil almas sucias y alcantarillas que corrían por la mitad de las calles, en un momento de iluminación: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. ¿Saben dónde está la genialidad suya? En que volvió al diccionario una gramática y a la gramática una obra de arte. La que no había ni soñado nadie: ni Nebrija, ni Valdés, ni el Brocense, ni Salvá, ni su admirado Andrés Bello, que era lo mejorcito que había producido esta América hispana antes de que apareciera él. El idioma no cabe en un diccionario ni en un manual de gramática porque es escurridizo y burletero, y cuando uno cree que lo tiene en las manos se le fue. ¿Y en un diccionario que fuera a la vez léxico y gramática? ¡Ah, así la cosa cambia! Así la cosa es otra cosa. Cabe porque cabe. Y ése fue el hallazgo de mi paisano, iluminado por Dios. Ahí tienen el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana en prueba del milagro y de la maravilla que había llegado a ser, de tumbo en tumbo, en mil ochocientos cincuenta tumultuosos años este idioma antes del remolino de manos. Ahí están el Cid, el Arcipreste, la Celestina, Cervantes, don Juan Manuel, Quevedo, Garcilaso, los Argensola, el padre Mariana, Saavedra Fajardo, Moratín, Larra, Jovellanos, y todo apresado en unos cuantos centenares de monografías de palabras, pero eso sí, palabras
claves, que viene del latín clavis, que significa llave, que es la que abre las puertas: un diccionario histórico y sintáctico a la vez en que el léxico se vuelve gramática y la gramática historia, la de una raza. Con esas palabras claves, palabras mágicas, se forman los miles y miles de expresiones y frases hechas que es lo que en última instancia son los idiomas. Vocablos prodigiosos de los que mi paisano iba a hacer sugrir, porque sabía que estaba encerrado en ellos, el genio de la lengua castellana. Como en las Mil y una noches Aladino (un niño travieso y libertino, un bribonzuelo proclive a todos los vicios y muy dado a la pillería, la rebeldía y la maldad) hace surgir de una lámpara vieja, con tan sólo frotarla, el genio caprichoso del Islam. Señorías: ¿cómo es que dice el lema de su Academia? ¿”Limpia, fija y da esplendor”? ¡Cómo van a pretender ustedes fijar un idioma, eso sería matarlo! Un río que no fluye está muerto. No se dejen embaucar por las palabras porque las hay engañosas y hasta el más listo cae. De un tiempo para acá, en las sucesivas ediciones de su Diccionario, que nunca estuvo bien pero que se podía medio arreglar, por alcahuetería y manga ancha de ustedes me están dejando entrar en él, sancionadas con su autoridad, entre anglicismos y anglicismos las palabras más espurias, más malnacidas, más bastardas, sin velar por lo que la Providencia les confió. De lo que se trata es de impedir que nos empuerquen el río, no de fijarlo. Aprendan de las Apuntaciones de mi paisano y de su Diccionario. Se me paran en la orilla del río, señorías, y cuidan de que nadie, pero nadie nadie, y cuando digo nadie es ni el rey, tire basura al agua: un toper por ejemplo, o un CD, o un spray, un celular, un bolígrafo, un qué galicado, un condón…
Voy a contar ahora una historia hermosa con final triste que empieza hace 40 años, cuando llegué a México, y acaba catorce años después, en el terremoto que me tiró el piano a la calle, un Steinway, y me tumbó la casa mientras zarandeaba a la ciudad de los palacios como calzón de vieja restregado por lavandera borracha. Me habían ponderado mucho las librerías de anticuarios que hay en las calles de Donceles y República de Cuba en el centro, inmensos cementerios de libros viejos, de libros muertos, y por desocupación fui a conocerlas. Entro a una de tres pisos, enorme, le echo un vistazo ¡y qué veo! Un par de libros grandes que me llaman desde un estante: los dos tomos de la edición francesa, la primera, y por casi un siglo la única, del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de mi amado paisano que dejó en él media vida, impresos en París por Roger y Chernoviz bajo su cuidado y pagados con su plata, corrigiendo el pobre durante años, día y noche, erratas y más erratas en una jungla de letras menuditas y mil signos tipograficos: el uno de 1886 y el otro de 1893. Fue el destino, señorías, la Divina Providencia como lo llaman ustedes, y yo estoy equivocado, siempre he estado equivocado, y ustedes tienen la razón. Son dos volúmenes en octavo y a dos columnas compactas: el primero con las letras A y B, de 900 páginas; y el segundo con las letras C y D, de 1348 páginas. Pensé en Wojtyla, Juan Pablito, el muy amado, y me lo imaginé curioseando en una tregua de sus viajes en los archivos vaticanos y que se encuentra ¿qué? La carta de Cristo a Abgarus, el toparca, el rey de Edesa, de la que nos habla el obispo Eusebio, el primer historiador de la Iglesia, escrita en siríaco (una especie de arameo), diciéndole que
no va a poder ir porque lo está llamando el Padre Eterno, pero que le va a mandar a uno de sus discípulos, muy confiable, para que lo cure. Casi caigo muerto. “¿Y cuánto valen los dos tomos, señor?” –le pregunté angustiado al librero, sabiendo que no tendría nunca con qué pagarlos. “Tanto” –contestó el viejo malhumorado: una bicoca: respiré. Saqué humildemente los billetes del bolsillo de mi ropa rota y se los di. Me está volviendo a palpitar el corazón descontrolado ahora y se me van a volver a salir las lágrimas. Apreté los dos volúmenes contra el pecho, salí y me fui, a mi casa, a guardar como un tesoro mi tesoro.
Pero como no todo en esta vida es dicha… Corrió el tiempo y llegó el año infausto del 85 y con él el terremoto, que empezó suavecito, suavecito y fue in crescendo. Tas, tas, tas, iba cayendo de la alacena de la cocina loza: vasos, tazas, platos, copas, cucharones, cucharas… El pandemónium. El cuarto, la sala, la cocina zarandeándose (que viene del onomatopéyico zaranda). Las paredes se agrietaron, los vidrios se rajaron, los techos se cuartearon, el sanitario se vació. ¿Y el Steinway, qué pasó? ¿Qué pasó con el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que habías comprado nuevecito en una devaluación por otra bicoca? Pues el Steinway negro mate abrillantado día a día con amor y con aceite 3 en 1 y que había comprado nuevecito en una devalución por otra bicoca, como vino se fue: por el ventanal de la calle a la calle, siete pisos abajo que se cuentan rápido: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete: do, mi, sol, do… Cayó sobre el pavimento de la Avenida Ámsterdam dando un acorde esplendoroso que mi oído absoluto de inmediato reconoció: Tónica. Do mayor.
¿Y el diccionario, dónde acabó el diccionario? Donde acabó el piano. En mi recuerdo adolorido una nube de polvo asciende ahora del pavimento del mismo modo, pero en sentido contrario, como cae un telón.
En lo que va desde que te fuiste, tres cosas nobles respecto a ti, que dicen bien de Colombia: una Ley de 1911 y de un gobierno conservador que para honrar tu memoria ordenó que te esculpieran una estatua: la que hoy está en el jardincito aquí abajo de tu casa, de la Calle 10, antigua calle de la Esperanza, en este barrio de La Candelaria, obra del escultor francés Verlet. Dos: una segunda ley, de 1942 y de un gobierno liberal, en virtud de la cual se creaba el Instituto que lleva tu nombre con el fin de continuar y difundir tu obra. Felicitaciones honorables congresistas de Colombia, liberales y conservadores, representantes y senadores, desinteresados padres de la patria. Si en algo los he ofendido alguna vez, retiro mis palabras. Cincuenta y dos años después de la segunda ley, unos cuantos apóstoles de tu obra que ya murieron, trabajando con fe en ti, con devoción y amor a tu obra, terminaron en 1994 tu Diccionario. Y en fin, el 28 de octubre de 2006 a las 8 de la noche y en el Gimnasio Moderno de esta ciudad, durante las celebraciones de unos malpensantes que ni lo eran tanto, ante 550 humanos y 20 perros silenciosos un loquito de estos que produce la tierra te canonizó. Que en sus doscientos años de historia, dijo, este
país no había producido uno más bueno ni más noble ni más generoso ni más bondadoso y de corazón más grande que tú. Ese mismo, en Berlín, un año antes, en el Instituto Cervantes, había canonizado a Cervantes. Que con ustedes dos, dice, se inicia un nuevo santoral, uno verdadero, de verdaderos santos. El problema que tiene ahora es que como el año tiene 365 días y se necesita un santo para cada día, sin repetir, le están faltando 363 santos y no encuentra con quien seguir.
Ah, y que cuando llegue a la presidencia, a la plaza central de esta Atenas suramericana capital del país de los doctores la va a volver a llamar con su antiguo nombre, Plaza Mayor, como debe ser, y le va a quitar el del venezolano sanguinario y ambicioso que le pusieron en mala hora. Y que el bronce de ése, que le esculpió Tenerani, lo va a mandar, junto con la espada colgante que lleva al cinto y que nunca usó, a hacerle compañía a Stalin y a Lenin en el basurero de las estatuas. Para ponerte a ti. Yo digo que no, que afuera a la intemperie como vulgar político no: adentro, en la catedral, en vez de un falso santo.
¿A cómo estamos? ¿A 3 de febrero de 2011 con “de”? ¿O del 2011 con “del”? Ya no estás y no tengo a quién preguntarle. Desde niño te llamé diciéndote de “don”, que es como te decía Colombia. Puesto que mi señora Muerte en cualquier momento me llama, permíteme llamarte ahora tan sólo con tu nombre para contarte que aquí, a ti, el más humilde, el más bueno, el más noble de nosotros, el que no conoció el rencor ni el odio pues sólo la bondad cabía en su corazón generoso, que no ocupaste cargos públicos ni le impusiste la carga dolorosa de la vida a nadie, aquí ya todos te olvidaron. Yo nunca, Rufino José. |
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LA POLÉMICA DE RUFINO JOSÉ
CUERVO CON JUAN VALERA
Enrique Santos Molano
Un episodio literario-lingüístico que tuvo fuerte resonancia a finales del siglo XIX y comienzos del XX, fue la polémica entre el escritor y filólogo colombiano, Rufino José Cuervo, y el escritor español Juan Valera. Caídos hoy en el olvido, ambos fueron celebridades mundiales en su tiempo. Juan Valera y Alcalá-Galiano, nacido en 1824, pertenecía a esos “cuatro o cinco escritores” españoles que, según Rufino José Cuervo, se leían con gusto y provecho en la América de habla castellana. La gente culta de Bogotá, por ejemplo, lucía en sus bibliotecas las obras de Valera. Quien no hubiese leído en la capital colombiana la novela Pepita Jiménez o las Cartas Americanas, pasaba por simple analfabeta. Las columnas de Juan Valera se publicaban en los principales diarios de las capitales latinoamericanas. A Rufino José Cuervo, residente en París desde 1881, lo calificaba el mundo intelectual europeo como un sabio cuyas opiniones, en materia de filología y lingüística, tenían valor de autoridad. La polémica se desató entre Cuervo y Valera a raíz de una expresión que estampó aquel en carta de julio de 1899 al poeta argentino Francisco Soto y Calvo, carta que apareció a finales de ese año como prólogo del poema Nastasio. Llegó el libro a manos de Juan Valera. No más leer la carta-prólogo, el escritor hispano montó en indignación y escribió en El Imparcial de Madrid, de 24 de septiembre de 1900, un artículo socarrón para refutar lo aseverado por Cuervo en su carta a Soto y Calvo. ¿Qué dijo Cuervo en esa carta, que le saltó el bloque a Juan Valera? El propio Cuervo nos lo aclara en la respuesta a Valera, publicada en el Bulletin Hispanique, de Burdeos, correspondiente al tercer trimestre de 1901: “En una carta que escribí a mi amigo don F. Soto y Calvo con ocasión de su bello poema Nastasio, y que el egregio escritor argentino honró poniéndola al principio de su libro, expresé estos conceptos: ‘Díceme usted que al fin del libro pondrá usted un glosario de términos poco conocidos fuera de su país, como en Colombia han tenido que hacerlo autores y editores; y esto me hace pensar en otra despedida amarga en medio del festín de la civilización, como la de la novia que a hora desconocida deja la casa paterna entre los regocijos de la boda. Poco ha me dio usted a leer en La Nación [de Buenos Aires] el parecer de un sabio lingüista francés [posiblemente Luis Duvau, autor de El idioma nacional de los argentinos] sobre la suerte de la lengua castellana en América, parecer ya antes expresado por otros no menos competentes, y que a la luz de la historia es de ineludible cumplimiento. Cuando nuestras patrias crecían en el regazo de la madre España, ella les daba masticados e impregnados de su propia sustancia los elementos de la vida moral e intelectual, de donde la conformidad de cultura, con la única diferencia de grado en el continente hispano-americano; cuando sonó la hora de la emancipación política, todos nos mirábamos como hermanos, y nada nos era indiferente de cuanto tocaba a las nuevas naciones: fueron pasando los años, el interés fue resfriándose, y hoy con frecuencia ni sabemos en un país quien gobierna en los demás, siendo mucho que conozcamos los escritores más insignes que los honran. La influencia de la que fue metrópoli va debilitándose cada día y fuera de cuatro o cinco autores cuyas obras leemos con gusto y provecho, nuestra vida intelectual se deriva de otras fuentes, y carecemos pues casi por completo de un regulador que garantice la antigua uniformidad. Cada cual se apropia lo extraño a su manera, sin consultar con nadie; las divergencias debidas al clima, al género de vida, a las vecindades, y aún qué sé yo si a las razas autóctonas, se arraigan más y más y se desarrollan; ya en todas partes se nota que varían los términos comunes y favoritos, que ciertos sufijos o formaciones privan más acá que allá, que la tradición literaria y lingüística va descaeciendo y no resiste a las influencias exóticas. Hoy sin dificultad y con deleite leemos las obras de los escritores americanos sobre historia, literatura, filosofía; pero en llegando a lo familiar y local, necesitamos glosarios. Estamos pues en vísperas (que en la vida los pueblos pueden ser bien largas) de quedar separados, como lo quedaron las hijas del imperio romano: hora solemne y de honda melancolía en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo, y que nos obliga a sentir con el poeta: ¿Quién no sigue con amor al sol que se oculta?’ “El señor Valera en los lunes de El Imparcial (24 de septiembre de 1900) [aquí pone Cuervo una nota que dice: ‘vuelve a la carga en La Nación de Buenos Aires de 2 de diciembre del mismo año], ha tomado muy a mal algunas de las frases anteriores, e ingenuamente confieso que lo he sentido: por una parte los años, con su penoso acompañamiento [Cuervo tenía en ese momento cincuenta y siete años, pero los médicos le habían diagnosticado envejecimiento prematuro] han obliterado en mí el órgano de la combatividad, aun en la forma de la discusión más cortés y mesurada, dejándome sólo el deseo, ya que no de agradar a todos, a lo menos de no herir a nadie; y por otra, he sido desde mi juventud, apasionado de las obras de este docto y ático escritor, las cuales he citado a cada paso, como tipo del buen castellano en nuestros días. “Desecha y aparta el señor Valera como mal pensamiento la idea de que al castellano pueda sucederle en América lo que al latín en el imperio romano; pero lo que más le ha dolido es que yo haya dicho que ‘fuera de cuatro o cinco autores cuyas obras leemos los americanos con gusto y provecho, nuestra vida intelectual se deriva de otras fuentes’; y entiendo que es lo que más le ha dolido, porque recalca repetidas veces en las palabras gusto y provecho, aun poniéndolas en bastardilla. [aquí viene otra nota de pie página que dice: ‘Escribe, por ejemplo ‘Y no se me diga que no bien nos lancemos a hablar, en la antigua metrópoli y en todas las repúblicas sus hijas, diez y ocho lenguas nuevas, desaparecerá la esterilidad de nuestro ingenio, se nos aclararán las entendederas, y en vez de cuatro autores que escriban cosas de gusto y de provecho, tendremos cuatrocientos o quinientos. Desengáñese el señor Cuervo: si en el día y hasta el día hemos sido poco ingeniosos, provechosos y gustosos, lo seguiremos siendo, aunque se repita el milagro de la Torre de Babel’. Por más que reciba yo siempre con agradecimiento los consejos de personas a quienes respeto, en el caso presente podrá cualquiera pensar que la amonestación carece de una las principales condiciones que han de acompañarla, y es la de la discreción, pues ni ahora ni nunca he dicho que con la multiplicación de las lenguas hayan de aguzarse los ingenios, y por tanto no tiene el señor Valera por dónde saber si yo estoy en ese engaño o no’] Sin embargo, no debo insistir en esta desazón del señor Valera, ya que, pocas líneas adelante, se queja él propio de que en España mismo tendrían que andar hoy con fatigas para encontrar el número de los cuatro o cinco autores cuya lectura trae gusto y provecho a los americanos: ‘Ni siquiera en España caemos en gracia’. Yo lamento también como el que más, y sin poderlo remediar, que si en América quiere alguno estar al tanto del progreso científico y literario, desde la gramática hasta la medicina, la astronomía o la teología, no se le ocurra acudir a los libros españoles, y que si tiene los recursos necesarios para trasladarse a las universidades europeas, no escoja las de Madrid o Salamanca. “Sea de esto lo que fuere, juzgo asunto interesante y que merece tratarse despacio, averiguar el estado del castellano en América y en vista de él conjeturar su suerte en lo venidero. Pero antes de intentarlo conviene recordar algunos hechos reconocidos como ciertos en la historia del lenguaje. Por sí solas, con el mero andar del tiempo y con las transformaciones ordinarias de las sociedades, pueden modificarse las lenguas, hasta el punto de convertirse en otras; como lo vemos con sólo comparar los primeros monumentos de nuestro castellano, los de las lenguas de oil y de oc o los del alto alemán, con lo que hoy se habla y se escribe en España, Francia o Alemania. De modo que el latín pudo trasformarse también sin que hubieran intervenido los grandes trastornos que precedieron al nacimiento de las modernas nacionalidades; y la lengua castellana podrá seguir pasando por alteraciones sucesivas que aun paren en lenguas muy diferentes de las que hoy hablamos, sin que para eso se requiera, como supone el señor Valera, cosa parecida a la invasión de los bárbaros o al llamado letargo de la edad media, y menos todavía el que la lengua antigua sea sustituida por otra diversa, como si dijéramos el quechua o el chibcha. Los que cultivan la lengua literaria, acostumbrados a entender los libros de varias generaciones, padecen con frecuencia una ofuscación que les oculta las diferencias de cada época, haciéndoles creer que pueden fijarse los idiomas; pero no es necesario observar espacio tan largo como el que separa el Fuero Juzgo castellano o los poemas de Berceo de la elegante prosa del señor Valera, para descubrir diferencias sustanciales. Dejo aparte la pronunciación y ruego al mismo señor me diga si él emplearía los pronombres vos y quien como Cervantes, o si diría hiciéredes, quisiérades; o si usaría muchas construcciones, términos o expresiones del Quijote que hoy son malsonantes, o están olvidadas o con dificultad se entienden”. El primer día del primer año del Siglo XX, escribió a Cuervo su amigo el farmacéutico y escritor catalán Ángel Sallent y Gotés una carta que termina con frase en apariencia insólita: “Valera es sin género de duda quien con más autoridad y más cariño ha pregonado los incomparables escritos de usted”. Puede que a Cuervo lo haya dejado impávido, y con razón, la revelación halagadora del farmacéutico, pero la frase de Sallent y Gotés es la llave que nos abre la puerta original de la polémica entre Cuervo y Valera. Valera, en efecto, había escrito en 1896 [dos años antes de la polémica] en un artículo titulado Los Literatos españoles en el Siglo XIX: “En el profundo conocimiento de nuestro idioma, nadie hay ahora en España que compita con don Rufino Cuervo. El padre Blanco García llama, con sobrada razón, labor ciclópea de que pudiera ufanarse cualquiera literatura el Diccionario de Construcción y Régimen de la lengua castellana, del que ya ha publicado dos gruesos tomos el referido e ilustrado hijo de Colombia”. El elogio de Valera no se circunscribe a Cuervo, sino que se entusiasma con la literatura colombiana, y añade: “Muchos son los poetas y prosistas de que puede además gloriarse aquella república, descollando los dos Caros, padre e hijo, que hemos citado; Julio Arboleda, Gregorio Gutiérrez y González, famoso por su Memoria sobre el cultivo del maíz; Rafael Pombo, Diego Fallon y no pocos otros, debiendo hacer singular mención de don Antonio Gómez Restrepo, actual Secretario de la Legación de Colombia en Madrid”. El mismo año, en análisis de la obra póstuma de Juan Montalvo, Valera reafirma su opinión sobre Cuervo: “Tal vez sea en nuestra época, un colombiano, Rufino Cuervo, quien sabe, teórica y gramaticalmente, más lengua española, pero [un pero que a Cuervo no le debió caer en gracia] sin duda, quien la maneja con más castiza abundancia de vocablos, frases y giros, y quien la escribe con más primor y limpieza, como quien borda rico dechado, es, a mi ver, este para nosotros extranjero y acaso semiindio [Juan Montalvo]. De ahí que la aserción de Cuervo en su Carta-prólogo al poema del argentino Soto y Calvo, de que “en España no había más de cuatro o cinco autores que se leyeran en América con gusto y provecho”, le cayese a Valera como un puñetazo que no se esperaba. El famoso escritor español tomó como ofensa personal que, cuando el había dicho que Cuervo era el más profundo conocedor de nuestra lengua, y que en Colombia había muchos prosistas y poetas de renombre, de los cuales cita como ejemplo a siete, Cuervo le agradeciera con la afirmación humillante de que en España no había más de cuatro o cinco escritores importantes. No pienso que Cuervo albergara intención soslayada de molestar a Valera (ni existía motivo visible para ello, salvo el pero de la nota sobre Montalvo), sino que, con su característica de decir sin dobleces lo que piensa, quiso dejar constancia de lo que para él era un hecho evidente: que en España no había más de cuatro o cinco escritores vivos que pudieran leerse en América con gusto y provecho. Ese hecho no era tan evidente para Juan Valera, que resintió el golpe y lo devolvió con otro no menos doloroso para Cuervo. En su réplica del 24 de septiembre de 1900, (Sobre la duración del habla castellana, con motivo de algunas frases del señor Cuervo) lo de menos importancia para Valera es la duración de la lengua castellana. Parece más interesado en herir a Cuervo y lo consigue con destreza. Comienza Valera por auto alabar su condición de optimista “A Dios gracias yo soy por naturaleza poco inclinado a la melancolía y al desaliento. Hasta en las circunstancias más tristes procuro hallar algo que me traiga esperanza y consuelo. Como los niños de los cuentos de hadas, cuando se pierden en oscura y tempestuosa noche, en medio de un bosque lleno de malezas, precipicios y tal vez fieras, veo siempre a lo lejos resplandecer la lucecita que ha de guiarnos a un espléndido alcázar, donde genios bienhechores han de albergarnos, restaurarnos y regenerarnos. “A pesar, no obstante, [aquí hay una especie de pleonasmo. A pesar y no obstante tienen el mismo significado de sin embargo] de esta dichosa condición mía, como son tantos los Jeremías y las Casandras que andan por ahí pronosticando nuevos males, y como brillan con frecuencia ante mis ojos, a modo de siniestros relámpagos, terribles avisos y ominosas señales, confieso que me desazono, la postración se apodera de mi espíritu y me pongo muy compungido”. Después de algunas consideraciones sobre su confianza en la perdurabilidad de la lengua castellana, perdurabilidad que creía asegurada porque lo hablaban en diecisiete repúblicas que habían permanecido como colonias en poder de España por cuatro siglos, Valera lanza el grueso de su artillería contra Cuervo “Pero mi gozo en un pozo. Yo esperaba que seguirían siempre siendo hispanoparlantes cuantas naciones se extienden desde el Norte de México hasta el estrecho de Magallanes. Yo esperaba que seguiríamos hablando la lengua española cincuenta o sesenta millones de seres humanos [en ese momento el total de la población iberoamericana]; gran porvenir para nuestra literatura, por poco que dichos seres escriban y lean. Pero lo repito: el gozo en un pozo. Y ha venido a arrojarme en él, con sus dudas y temores, nada menos que el más profundo conocedor de la lengua castellana (y bien podemos afirmarlo sin temor de que nadie nos desmienta) que vive hoy en el mundo”. Valera hace a continuación un recuento del poema Nastasio, y vuelve a machacar que en la carta-prólogo “hay una idea harto contraria a la condición, vida y carácter de quien la emite. Imposible parece que desconfíe tanto del porvenir en América del idioma castellano quien ha consagrado toda la vida a su estudio y está erigiéndole el maravilloso monumento de un Diccionario de construcción y régimen. Quizá exprese don Rufino J. Cuervo, pues ya se entiende que éste es el autor de la carta, no ya una convicción, sino el temor, propio de quien mucho ama, de que aquello que ama desaparezca o muera”. El resto del artículo de Valera, del cual cita Cuervo algunos párrafos para iniciar su respuesta, no contiene mucha sustancia y se reduce a lanzarle a su contrincante pullas más o menos ingeniosas, como con la que termina. Hace una larga digresión sobre la novela “del escritor polaco Sienkiewicz” Quo vadis? que “está teniendo en España un éxito tan grande de librería” como “no le ha tenido ningún novelista español”. Y de la parrafada, algo farragosa, le clava a Cuervo la banderilla final: “En suma: yo no quiero decir más sino que la novela Quo vadis? se lee con gusto y con provecho como dice el señor Cuervo que sólo se leen en América cuatro o cinco de nuestros autores”. A primera vista, Valera había puesto a Cuervo contra las cuerdas. ¿Cómo podría explicar don Rufino José la contradicción flagrante de haber dicho en el famoso prólogo a la primera edición de las Apuntaciones Críticas de 1872 [reiterado en las numerosas ediciones subsiguientes] que “Nada, en nuestro sentir, simboliza tanto la patria como la lengua: en ella se encarna cuanto hay más dulce y caro para el individuo y la familia, desde la oración aprendida del labio materno y los cuentos referidos al amor de la lumbre hasta la desolación que traen la muerte de los padres y el apagamiento del hogar; un cantarcillo popular evoca la imagen de alegres fiestas, y un himno guerrero, la de gloriosas victorias; en una tierra extraña, aunque halláramos campos iguales a aquellos en que jugábamos desde niños y viéramos allí casas iguales a donde se columpió nuestra cuna, nos dice el corazón que, si no oyéramos los acentos de la lengua nativa, deshecha toda ilusión, siempre nos reputaríamos extranjeros y suspiraríamos por las auras de la Patria. De suerte que mirar por la lengua vale para nosotros tanto como cuidar los recuerdos de nuestros mayores, las tradiciones de nuestro pueblo y las glorias de nuestros héroes.; y cuando varios pueblos gozan del beneficio de un idioma común, propender a su uniformidad es avigorar sus simpatías y relaciones, hacerlos uno solo. Por eso, después de quienes trabajan por conservar la unidad de creencias religiosas, nadie hace tanto por el hermanamiento de las naciones hispano-americanas, como los fomentadores de aquellos estudios que tienden a conservar la pureza de su idioma, destruyendo las barreras que las diferencias dialécticas oponen al comercio de las ideas”, y decir en 1899 la cosa contraria? La contradicción se resalta porque en 1900 el señor Valera le replica al señor Cuervo con las mismas ideas que el señor Cuervo había planteado en 1872. Para explicar que su contradicción se resolvía en sí misma, Rufino José Cuervo, a continuación del párrafo introductorio que dedica a contestar las directas o indirectas de Juan Valera, se olvida de él y escribe El Castellano en América, uno de los grandes ensayos científicos, filológicos y lingüísticos de la lengua castellana. Demostrará en primer lugar, que en una edad todavía remota, el idioma castellano se habrá transformado en otra lengua, o en varias lenguas distintas, como sucedió con el latín; pero que, como con el latín, el fenómeno de extinción del castellano no ocurrirá antes de un amplio período de expansión; en segundo lugar que los síntomas de evolución del castellano se pueden observar ya en los vocablos propios de cada región, no sólo de la América hispana, sino de la propia España y que serán cada día más evidentes y abundantes; y en tercer lugar que sus obras, desde las Apuntaciones Críticas hasta el Diccionario de Construcción y Régimen sólo han pretendido darle al idioma español las herramientas filológicas y lingüistas necesarias que le permitan, en ese período de expansión, preservar su pureza mediante la inclusión enriquecedora de los vocablos originales de los pueblos americanos. Cuervo tenía una mentalidad literario científica, mientras que Valera circunscribía su pensamiento a lo estrictamente literario. Era difícil que pudiera sostenerse entre ellos una polémica de iguales. Valera ni poseía los conocimientos, ni el método de análisis científico, ni las herramientas de lingüística y filología en las que Cuervo abundaba. Valera se habría visto a gatas para contestar un escrito denso y profundo, sin dejar de ser ameno, como la respuesta de Cuervo, que se convierte en un ensayo. Por eso Valera no se le mide a polemizar con Cuervo sobre lo que él plantea en El Castellano en América, sino que sustituye la discusión científica por unas cuantas pullas que le lanza a su contendor. En prólogo para el libro de Santiago Pérez Triana, Reminiscencias Tudescas, dice Valera con la evidente intención de molestar a Cuervo por el hecho de que este hubiese preferido Paris para sus estudios y residencia, antes que Madrid. “…y ya que la madre España se halle atrasada y decadente, y valga poco para ilustrar y educar a sus hijos emancipados del otro lado del Atlántico, bueno es que no se ilustren, ni se eduquen en Francia sólo, sino que tomen también de Alemania y de Inglaterra. Saciando así, no en una sola fuente, sino en varias, la sed de sabiduría, el ser castizo, solicitado por distintos y aun opuestos objetos y movido por distintas propensiones, permanecerá firme en lo sustancial, no se descartará y conservará su naturaleza genuina. “Ha dicho el señor don Rufino Cuervo que sólo hay ya cuatro o cinco libros en castellano que pueden leerse con deleite y provecho por los habitantes de la América española. Sea muy enhorabuena. No trataré yo de demostrar que el señor don Rufino Cuervo, o nos trata con adusta severidad, o anda muy equivocado. Iré más allá que él: no concederé sólo que es exacto lo que dice, sino que afirmaré que no hay un solo libro español que enseñe nada ni que merezca ser leído. Pero si no los hay ni los hubo, ¿por qué hemos de asegurar también que nunca los habrá? Si por acá en Europa no los escribimos ni somos capaces de escribirlos, ¿hemos de reconocer y de proclamar la inferioridad intelectual de nuestra raza hasta el extremo de que ni en América han de aparecer ya escritores que diviertan o que enseñen, que puedan ser leídos con deleite o con provecho? Si el mal está en nuestra natural condición inferior, el mal no se remedia con salir escribiendo en otro idioma que no sea el castellano, o con incurrir en los más serviles y constantes galicismos de pensamiento, lo cual casi es peor. Así, pues, yo aplaudo y celebro como eficaz antídoto contra la galomanía que el señor Pérez Triana haya estudiado en Alemania, sepa tanto de la literatura de aquel país…” Como se ve el señor Valera está respondiendo con tópicos los planteamientos trascendentales del señor Cuervo, y además refutando cosas que Rufino José no ha dicho. Esto le disgusta al señor Cuervo mucho más que las pullas del señor Valera. Cuervo lo expone con claridad en carta que en 18 de julio de 1903 le escribe al filólogo italiano Emilio Teza para remitirle el folleto titulado Fin de una Polémica, que viene a ser la segunda parte de El Castellano en América. Le dice Cuervo a Teza: “Con pena le remito el fin de la polémica con Valera: este señor me ha sacado de mis casillas, con la pretensión de burlarse de mí, y no sé si he hecho mal en no aguantárselo. Por de contado que a la ciencia nada le importa que el entienda de lingüística o no, o que yo haya dicho esto, o lo otro, o lo de más allá. Por eso he enviado el folleto a poquísimos amigos del oficio”. En nota inserta en el mismo cuaderno que le envía a Emilio Teza, el señor Cuervo comenta: “Está visto que el señor Valera no quiere entender de qué se trata”. La pulla de Valera que sacó a Cuervo de sus casillas, es la que cierra un artículo, La España literaria de Boris de Tannenberg. Es más sutil, y por consiguiente más venenosa que las anteriores. Dice el autor de Pepita Jiménez: “Por dicha no es sólo el señor Boris quien hoy en esto se emplea. El número de buenos hispanófilos va aumentando en Francia. De ello dan testimonio la Revista Hispánica, que se publica en París; El Boletín Hispánico que se publica en Burdeos, y la actividad del editor Eduardo Privat, de Tolosa, cuya Biblioteca Española ha dado a luz ya varios interesantes volúmenes y tiene en preparación muchos otros, debidos al saber y al ingenio de los señores Morel-Fatio. Piñeyro, Farinelli, Cuervo, Ernesto Merimée y otros”. Aquí no habría, para un lector desprevenido, ninguna pulla, ni nada que pudiera ofender al señor Cuervo. Antes bien Valera lo menciona elogiosamente entre un grupo de ilustres hispanófilos que van a ser incluidos en una colección del editor francés Eduardo Privat. Pero la intención de Valera sí es la de burlarse de Cuervo, al poner en español nombres franceses, como Revista Hispánica por Revue Hispanique y Boletín Hispánico por Bulletin Hispanique, así como Eduardo Privat por Edouard Privat, y Tolosa por Toulouse. Esto era para burlarse de lo que Valera llamaba la galomanía de Cuervo, burla que Valera remacha incluyendo a Cuervo como hispanófilo, que era el último título que Cuervo habría deseado tener, y ubicándolo a machete en una colección de hispanófilos a la que Cuervo no pertenecía. En septiembre de 1902 Cuervo le anunció al director del Bulletin Hispanique de Bordeaux, Alfred Morel-Fatio, un nuevo artículo para completar la respuesta a Valera y replicar a sus nuevos comentarios. Morel-Fatio le respondió a Cuervo: “Muchísimo me alegro de que continúe la polémica con D. Juan Valera porque la contestación de usted será como suya y pondrá al alcance de los aficionados un nuevo tesoro de erudición y de sana crítica. Excuso decirle a usted que la redacción del Bulletin considera como su gloria publicar todo lo que cae de la pluma de usted. El número 4 está ya en pages, de modo que tendrá usted que esperar el 1º de 1903, pero usted puede mandarme el manuscrito que se imprimirá inmediatamente”. Cuervo le mandó el manuscrito, que contenía también una “amable alusión al Bulletin”, pero llena de invectivas contra Valera. Recibió respuesta de Morel-Fatio el 3 de noviembre de 1902: “He recibido y leído de un tirón su preciosa contestación a Valera que tan magistralmente pone las cosas como deben estar. Le mandaré mañana a Cirot para que se imprima desde luego”. Sin embargo, al releer el artículo de su eminente colaborador, Morel-Fatio se asustó por la ferocidad de las críticas de Cuervo contra Valera, y volvió a escribirle el 7 de noviembre “Réflexion faite, creo que la alusión tan amable de usted al Bulletin, en su contestación a Valera, tiene ciertos inconvenientes y podría dar prise a tal o cual personaje poco simpático a nuestra modesta publicación. De modo que contando con su buena amistad, vengo a pedirle a usted suprimir la frase. Además y auque haya algunos motivos de creer que Valera puso Boletín Hispánico de Burdeos con cierta intención despreciativa, no aparece la tal intención con tanta claridad que necesite la paliza que usted le administra: más vale no menearlo”. Cuervo accedió a no menearlo y suprimió la frase. El Fin de una polémica se publicó en el Bulletin Hispanique del primer trimestre de 1903. Ni Valera, ni Cuervo volvieron a cruzar palabra por la prensa. Valera murió en 1905 y Cuervo en 1911. Al escribir en un diario de París la nota necrológica del sabio bogotano, su colega el filólogo francés Raymond Foulché Del Bosc hizo un espléndido resumen de lo que había sido la polémica con Juan Valera: “A un sudamericano amigo nuestro que lo vio en París pocos años antes de su muerte, en 1908, le decía sonriendo: ‘Tengo escrúpulos de vieja. Es algo morboso que me impide escribir. He reunido muchos materiales pero encuentro siempre que algo falta a las afirmaciones más sólidas para ser científicas, que el saber, cuanto más intenso, es también más tímido y lento’. “Contribuyeron a aumentar tales escrúpulos infundadas críticas que herían la quebradiza susceptibilidad de Cuervo. El primer tomo del Diccionario fue elogiado por la crítica francesa y por las sumidades intelectuales de España también. Pero no siempre le perdonaron en Madrid que fuera él, un americano, la primera autoridad en cuestiones de filología española. Más de un ‘energúmeno’, como le decía don Manuel Tamayo y Baus en una carta fechada el 22 de noviembre de 1886, le atacó sin nombrarse, con mal reprimida cólera. Y don Juan Valera, el impertinente don Juan Tenorio de las letras españolas, que comenzaba a extender su ‘protectorado’ en América, sintió celos del americano magistral. ‘Figurándose tener aun el imprescriptible derecho a la represión violenta de los insurgentes, como decía agudamente Cuervo, amonestaba al filólogo con enfadosa insistencia, en La Nación de Buenos Aires, en El Tiempo de México, etc. ¡Singular contienda aquella! Por un lado la presuntuosa ‘erudición a la violeta’; por el otro el saber humilde y formidable. Como las cosas subieran de punto, don Rufino castigó la altanería en un artículo vengador. Era quizás la primera vez que se enfadaba. “A lo que parece –escribía entonces—no tiene el señor Valera más idea de lo que se habla en América que la que le dan los libros de sus admiradores”. Concluía don Rufino por censurar al censor: ¡hallaba errores gramaticales en la respuesta de Valera!”. Está claro hoy, ciento diez años después de la sonada polémica entre Rufino José Cuervo y Juan Valera, que quien de lejos tuvo la razón fue el señor Cuervo, como lo vamos viendo a diario en la evolución del lenguaje. Las previsiones idiomáticas de don Rufino José Cuervo respecto al castellano se han venido cumpliendo con precisión matemática.
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Llana, de clima suave, sin extremos de temperatura o humedad, surcada por ... Dos academias en que se dan grados de las ciencias: la una a cargo de la religión ..... Rufino José Cuervo, considerado el mayor lingüista del mundo hispánico en su ... observador extranjero llamó entonces a Bogotá la Atenas Suramericana. |
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Perfil histórico de BogotáJaime Jaramillo Uribe[*]
Artículos
La fundación de Bogotá y el nacimiento de la cultura santafereña. ¿Qué representó intelectualmente para nuestra ciudad la Expedición Botánica? El fenómeno humano del "bogotano" y el proceso de formación de una clase comerciante y una cultura burguesa. El original estilo de una gran ciudad.
LA FUNDACIÓN DE LA CIUDAD
Al comenzar el año de 1537, meses después de un penoso viaje a través de selvas tropicales en que perecieron las tres cuartas partes de los expedicionarios, los hombres que comandaba el capitán Gonzalo Jiménez de Quesada llegaban a la Sabana de Bogotá, situada en el interior de la actual Colombia, a 2.650 metros de altitud. De ella dijo el poeta-soldado Juan de Castellanos, cronista de la gran epopeya:
Tierra de oro, tierra bien abastecida, Tierra para hacer perpetua casa. Tierra con abundancia de comida, Tierra de grandes pueblos, tierra rasa. Tierra donde se ve gente vestida, Y a su tiempo no sabe mal la brasa. Tierra de bendición clara y serena, Tierra que pone fin a nuestra pena. [1]
Llana, de clima suave, sin extremos de temperatura o humedad, surcada por numerosos ríos y riachuelos, cruzada por bosques claros y numerosas colinas, los españoles la denominaron Valle de los Alcázares. La región estaba habitada por los Chibchas, pueblo pacífico poseedor de una desarrollada cultura que ofreció al conquistador abundante mano de obra para la agricultura, la ganadería y las primeras manufacturas.
El 6 de agosto de 1538, presidida por el fundador Jiménez de Quesada se hacía la ceremonia oficial de fundación de la ciudad de Santafé, capital del territorio que el mismo conquistador denominó Nuevo Reino de Granada. Para erigir las 12 primeras casas se escogió el sitio de Teusaquillo, lugar provisto de agua, leña y buenas tierras para huertos y jardines, desde donde podía observarse todo el valle y era fácil la defensa contra los ataques de los indígenas. Corresponde en la ciudad moderna al actual barrio de La Peña, situado en un bloque urbano donde se cruzan la carrera la. con la calle 13. En torno a este sitio se formaría el núcleo de la ciudad colonial, hoy todavía visible en el llamado barrio de La Candelaria.
En 1540 el Emperador Carlos V le otorga el título de ciudad y ocho años más tarde se le concede el privilegio de armas y escudo que consisten en el águila negra rampante, con sendas granadas en las garras, coronada de oro sobre un campo azul. En 1549 se crea la Real Audiencia de Santafé y un año más tarde se instala el Supremo Tribunal con cuatro oidores, fiscales, alguaciles y porteros. En 1564 la ciudad es elevada al rango de Sede Arzobispal y en esta forma se convierte en centro de la administración civil y eclesiástica del Nuevo Reino. [2]
LA CIUDAD MESTIZA
En la segunda mitad del siglo XVII, llamada Santafé de Bogotá para diferenciarla de Santafé de Antioquia, la ciudad ha definido sus rasgos urbanísticos, su estilo arquitectónico y el carácter de sus habitantes. Sus templos y sus construcciones civiles son de una magnitud modesta. Sin grandes rentas y sin grades fortunas, lejana de los puertos y de los centros mineros, con un mestizaje avanzado que ha diluido la influencia de la cultura chibcha -de que había sido centro antes de la conquista-, tan discreta que para absorberla la nueva sociedad tampoco necesita vigorosas y patéticas formas como ha sucedido en México y el Perú, en Santa fé se ha plasmado un mesurado estilo barroco con mezclas mudéjares y renacentistas, observable en las mejores joyas de su arquitectura religiosa como San francisco, San agustín, Santa Clara y la Tercera. [[3]
Para esta época la ciudad tiene también los primeros artistas nativos y los primeros escritores criollos con quienes asistimos al nacimiento de la cultura santafe-reña. Enrique Acero de la Cruz, los hermanos Gaspar y Baltazar de Figueroa, y el mayor de todos Gregorio Vásquez Arce y Ceballos, en la pintura; los maestros de San Francisco y San Agustín en la talla y la imaginería; poetas líricos como Francisco Alvarez de Velasco y épicos y satíricos como Hernando Domínguez Camargo; latinistas como Fernando Fernández de Valenzuela y Fray Andrés de San Nicolás. Teólogos y filósofos escolásticos, en fin, dan testimonio de su vocación humanística. [4]
Uno de los cronistas de la ciudad y del Reino, Don Juan Flórez de Ocáriz, en sus Genealogías del Nuevo Reino de Granada, nos dejó una completa descripción de los que era Santafé de Bogotá hacia 1672:
La ciudad, dice el cronista, que es la metrópoli, cabeza de este reino, está dividida en tres partes: la principal, en medio de dos pequeños ríos, que por pasarjunto a los conventos de San Francisco y San Agustín, tienen sus nombres. La otra parte la forman las parroquias de Las Nieves y Santa Bárbara, y como tercera la de San Victorino.
Tiene la ciudad convento de las religiones de Santo Domingo y San Francisco y de otras que han venido después, que son las de San agustín y de sus Recoletos. La Compañía de Jesús dividida en dos casas de colegio y noviciado. La Recoleta de San Francisco con nombre de San Diego. Cuatro monasterios de monjas: el de Nuestra Señora de la Concepción, el de San José de Carmelitas Descalzas, de Santa Clara y el de las Dominicas de Santa Inés del Monte Policiano. Tiene además tres parroquias sin la matriz, dos numerosos colegios de estudios seculares y otro de religiosos dominicos, hospital a cargo de la religión de San Juan de Dios, en que tiene convento. Casa de niños expósitos y divorciados. Cinco ermitas, 200 capillas oratorios de casas particulares. Estudios comunes de gramática, retórica, arte y teología, en las cuatro religiones y en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en donde hay facultad de leer cánones, leyes y medicina. Dos academias en que se dan grados de las ciencias: la una a cargo de la religión de Predicadores, la otra a cargo de la Compañía de Jesús. Tiene así mismo esta ciudad un Tribunal de Real Hacienda desde sus principios. Otro de cuentas reales, fundado el año de 1607. Otro tribunal de la Santa Cruzada, desde 1609 y otro de Tributos y asogues de 1653.
Hay también juzgado de bienes de difuntos, de la justicia ordinaria, de la Santa Hermandad, del eclesiástico ordinario, de la Santa Inquisición, de diezmos, de provincias, de ejecutorias reales, de la media anata, de papel sellado y de lo militar. Casa Real de Moneda en que se labra oro y plata y aparte oficina de fundición y ensayo. Y por lo tocante a la guerra, oficiales del sueldo, teniente de capitán general, maese de campo, comisario de caballería, sargento mayor y sus ayudantes, dos compañías de a caballo y cinco de infantería, con la que llaman de forasteros. Su cabildo tiene alférez mayores, provincial de la Santa Hermandad, alguacil mayor, depositario general y 15 regidores, y elige cada día de año nuevo dos alcaldes ordinarios y dos de la hermandad, un procurador general y un mayordomo. Y a dos de enero seis alcaldes para fuera y otros oficios concernientes a la República. Y finalmente tiene lo demás que constituye un senado de ciudad lustrosa, cabeza de reino, que en sus salidas públicas lleva sus maceros con sus ropas talares, carmesíes, que le introdujo el contador Juan Sologuren.
Cría esta ciudad lucidísimos ingenios para todas las ciencias y ministerios, de que haya consumado sujetos, insignes predicadores, famosos poetas, grandes jinetes, mucha destreza en la esgrima, en la danza, en instrumentos músicos, y otros ejercicios honestos. Son sus criollos bien apersonados, prestos, agradables, despejados, valientes y sin dificultad para cualquier aplicación de asuntos, afables y socorridos con los pobres y forasteros, y reverentes del culto divino. Y el mujeriego hermoso, de buen donaire y distinción, y lenguaje con honestidad, piedad y religión.
Es lugar de mucho comercio y trato, de muy buenos caudales y con mucha gente ociosa, con ocasión de ser abundante y regalado el sustento por la fertilidad de la tierra para todas las familias naturales y extrañas y para ganados de todos los géneros. Es mucha la volatería y la cacería de perdices, tórtolas, patos y otras aves, y de venados, saínos o puercos monteses, concios, leones, tigres, osos y demás animales montaraces. El sitio ni se puede decir del todo enfermo ni sano, aunque tiene más de lo último. Goza de frutas naturales y de las de España y fuera más a ser menos la flojedad en la agricultura, y flores comunes todo el año, menos las rosas, que se ven por junio y diciembre; y se ve de ordinario en los árboles juntos flor y fruto en todas suertes.
Sus ríos, no los de la ciudad, sino otros cercanos, dan pescado regalado suficiente; y de los ríos apartados se trae salpreso seco o asado de varios géneros. Hay buenas aguas corrientes de manantiales, con que no se necesita de pozos y en muchas casas fuentes y estanques en huertas y jardines. Las calles son derechas de más de seis varas de ancho, con igual proporción cuadrada en sus travesías, con que llaman lo que hay de calle a calle, cuadra, por ser de cuadro nivelado, y cada lienzo de medida de 125 varas de Castilla y el centro de la plaza mayor, de dos que tiene, es de 137 varas y sin la vecindad de españoles habrá 10.000 indios de todos sexos, así en toda ella como en los barrios separados [5]
LA CIUDAD VIRREINAL
El 27 de mayo de 1718, la Corona resolvió elevar la Audiencia del Nuevo Reino de Granada a la categoría de Virreinato. Pero ni el reino, ni Santafé, su capital, parecieron estar todavía preparados para asumir el nuevo papel. Seis años después, en 1723, era eliminado y el Nuevo Reino regresaba a la categoría de Presidencia. El 20 de agosto de 1739 era restablecido el Virreinato y llegaba a Santafé el primer virrey, don Sebastián de Eslava. La ciudad tendría entonces unos 15.000 habitantes. El autor del Ensayo de Historia Americana, Padre Salvador Gilij, que vivió y estudió en la ciudad en la cuarta década del siglo, comparándola con otras ciudades del Nuevo Reino y tierra firme, dice de ella:
La que tiene la primacía entre todas de Tierra Firme, no sólo por ser la sede del Virrey de la misma y de Quito, sino también por ser Metrópoli de un Arzobispo del cual dependen va-ríos sufragáneos, es la gran ciudad de Santafé de Bogotá cuyos templos no sabría alabar nunca suficientemente, sino diciendo que nuestra Italia se sentiría digna de ellos. La mayor parte de este territorio o provincia tiene un aspecto tan bello que un europeo no puede dejar de admirarlo ya por el verde continuo de la tierra, ya por los varios ríos que la bañan. Vamos a hablar en seguida de dos bonitos riachuelos, de San Agustín y San Francisco, que corren a través de la ciudad. A la derecha hay otro llamado del Arzobispo, y otro a la izquierda que se llama Fucha. Más lejos, hacia el sur, está el Bosa; entre oriente y el norte, el Sopó, el Torca, el Tilapá, el Tinga, el Chicó, las Balsillas, las Ovejeras y algunos otros de menor importancia, pero todos al cual más al cual menos, de suficiente caudal de aguas. Pero el rey de los ríos de tan bella llanura es el Bogotá, que trae su nombre del monte Albarracín a veinte leguas del Tequendama, del cual dijimos que se precipita junto con ellos. Todos pueden ver el placer y las ventajas que da a la capital tan noble cascada, a la cual se puede ir de prisa en medio día y cómodamente en uno entero.
Considerando solamente el aspecto material, hay que decir que Santafé no tiene muy buenos edificios. Tiene una extensión de cerca de a dos millas de largo por una de ancho, bien pavimentada, y dividida en tres parte por dos riachuelos que la atraviesan, el uno llamado San Agustín y el otro de San Francisco por los conventos cercanos a sus orillas. Para comodidad de la gente, sobre estos riachuelos hay cinco puentes pequeños de piedra. No se podía escoger un lugar más apropiado para la capital de Tierra Firme. Pero ya no podría alabar las casas que se construyeron a lo largo del tiempo, como lo hace Piedrahita al afirmar muy hiperbólicamente que son de piedra y ladrillo, cubiertas de teja y no inferiores a las de Castilla, con excepción de las reales y las principescas. Yo no creo que después de la publicación de la historia de este dignísimo hijo, el estado de Santafé haya disminuido, más bien ha crecido. Voy a decir lo que vi cuando estuve allá.
Las casas están cubiertas de teja y ésta es una ventaja cierta pero no exclusiva de Santafé y mucho menos para compararla con las ciudades de Castilla, cuando más con las del Orinoco y otros lugares semejantes. Hay casas de pura piedra, es cierto, pero su número es muy reducido en comparación con las de tapia pisada. Esto, por otra parte, no disminuye sus cualidades, pues los muros son bien derechos, estables y de buena duración. Creo que por motivo de los terremotos, esas casas son bajas como las de Caracas, fuera de las de algunos ciudadanos principales y de las de los religiosos que aunque tienen más de dos pisos, son de mejor estructura. Esto es más cierto todavía en relación con los templos, que para edificarlos parece que no han tenido en cuenta el gasto ni el peligro próximo o remoto de ruina. [6]
Al referirse al aspecto social de la ciudad y a su composición étnica, dice el padre Gilij:
Santafé, en mis tiempos, era muy celebre por otros aspectos. Sus ciudadanos, aunque los titulados son muy raros, en su mayoría son ricos y descendientes de los conquistadores de aquellas tierras, de porte gentil y buen talento. Más de ellos se hacen notar los comerciantes, categoría allá muy respetable y rica. Los negros son pocos en comparación con las tierras calientes, pero hay gran cantidad de mestizos. Piedrahita dice que en sus tiempos la parte superior de la ciudad estaba habitada por diez mil indios. De ellos, agrega, ya no queda ni uno, fuera de los forasteros que han ido a la ciudad por negocios o para prestar algunos servicios. Los indios que él describió se han transformado completamente, al mezclarse en matrimonio con sus conciudadanos, y por este motivo siguen viviendo a través de los mestizos más numerosos y fuertes que antes.[7]
Con el establecimiento del Virreinato, Santafé empezó a renovarse. Recibió el aliento progresista de las administraciones Borbónicas. Los años que siguieron a 1750 fueron de cambios en la forma urbana, en las costumbres y en la cultura. La ciudad, sin embargo, no alcanzaba el ritmo de progreso de las otras capitales de América. Sus rentas municipales seguían siendo pequeñas para realizar mejoras en sus servicios. Sus ingresos y egresos en los años anteriores al 1750 nunca llegaron a los tres mil pesos. Sólo en 1785 tuvo un aumento significativo en sus ingresos, que llegaron entonces a 5.590 pesos, sobrepasando ligeramente a los egresos. En tales condiciones era natural que los progresos materiales fueran escasos. En efecto, el alumbrado, los servicios de agua, los transportes, la higiene pública, poco habían cambiado desde los comienzos del siglo. Algún Virrey dijo refiriéndose al estado del aseo, que en Santafé había cuatro agentes encargados de la limpieza de la ciudad: los gallinazos, la lluvia, los burros y los cerdos. [8]
Desde el punto de vista cultural, la ciudad afirmó su carácter de primer centro del Virreinato y uno de los principales de América. En 1777 abrió sus puertas la Biblioteca Pública, organizada por el fiscal de la audiencia, el criollo Francisco Antonio Moreno y Es-candón, autor de un plan de renovación de los estudios superiores en el Virreinato, elaborado con miras a incorporar en ellos las matemáticas y las modernas ciencias naturales. Iniciada con más de cuatro mil volúmenes que hicieron parte de las bibliotecas de los expatriados jesuítas, muy pronto llegó a tener 13.000 y algunas colecciones de manuscritos. Su primer bibliotecario, Manuel del Socoro y Rodríguez, fue también el fundador del primer periódico de la ciudad, el Papel Periódico de Santafé [1970]. [9]
Pero el gran impulso de renovación intelectual apareció al fundarse la Expedición Botánica del Nuevo Reino en el año 1781, a cuyo frente estuvo el sabio naturalista español José Celestino Mutis. Con amplio apoyo financiero de la Corona, Mutis realizó un completo inventario de los recursos naturales del Reino. A su lado se formó un grupo de botánicos, mineralogistas, geógrafos, matemáticos y dibujantes como Francisco José de Caldas, Eloy Valenzuela, José Manuel Restrepo, Francisco Antonio Zea y muchos otros que además de las ciencias naturales introdujeron las nuevas tendencias del pensamiento ilustrado europeo en la filosofía y en las ciencias políticas. La obra máxima de la Expedición Botánica, la Flora de Bogotá, fue apreciada por Humboldt y Linneo como una de las grandes realizaciones científicas del siglo. [10] Los últimos años del Virreinato aportaron pocos cambios al aspecto urbanístico de Santafé. En 1774 el Virrey Guirior ordenó dar nombre a las calles de los ocho barrios en que se dividía la ciudad y numerar las manzanas y las casas, pero la medida no tuvo efectividad entonces. La costumbre de poner número a las fincas urbanas y dar el nombre de las calles parece que sólo se generalizó al comenzar el siglo XIX. Para esta época se iniciaron algunas obras de aliento como la construcción de la Iglesia Catedral, iniciada por Fray Antonio de Petrés, terminada en 1823 y grave-mente averiada por el terremoto de 1827.
Al finalizar el siglo XVIII, la ciudad .000 habitantes. Comprendía 195 manzanas con 4.517 casas, poseía cuatro plazas, y cinco puentes cruzaban sus dos ríos, el San Francisco y el San Agustín. Estaba dividida en ocho barrios y cuatro parroquias que agrupaban 13 conventos y 31 iglesias, capillas y ermitas. El alumbrado era casi inexistente; el agua potable se obtenía de cuatro pilas situadas en la Plaza Mayor, San Francisco, Las Nieves y San Victorino, alimentadas por un acueducto descubierto. De ahí era distribuida por las aguateras y aguateros en grandes vasijas de barro. El aseo seguía tan primitivo como en los años anteriores y sólo existían cinco coches, el del Virrey y el del Arzobispo, y los del Marqués de San Jorge, don Pantaleón Gutiérrez y la familia Vergara. [11]
LA CAPITAL DE LA GRAN COLOMBIA
Pasada la Guerra de Independencia, Santafé de Bogotá, que por disposición del Congreso en 1819 se llamará simplemente Bogotá, se convierte en el centro de la vida política e intelectual del nuevo estado. La ciudad posee una brillante élite formada en las postrimerías del Virreinato, educada en las obras de los ilustrados españoles y de los enciclopedistas franceses. Ha formado un tipo humano, el bogotano , expresión de una cultura añeja y madura, cuyo representante típico es don Antonio Nariño, hábil político, orador elocuente, periodista ágil que maneja la sátira y la burla con maestría desde las columnas de su periódico La Bagatela. Dirigida por juristas, letrados y teólogos, su población dará desde los comienzos de la era republicana muestras de una sensibilidad política, civilista y democrática que el pueblo de Bogotá refrendará en sucesivas etapas de su historia. Resistencia a los intentos dictatoriales del Libertador en 1828; resistencia a la dictadura del General Melo en 1854; a la del General Mosquera en 1866, para referirnos sólo a la vida política colombiana del siglo XIX.
Roto el aislamiento colonial, Bogotá se abre al contacto con el mundo exterior. Los bogotanos viajan a Europa y los Estados Unidos y la ciudad comienza a recibir la visita de diplomáticos, agentes comerciales y aventureros que buscan negocios y oportunidades lucrativas. Pero sigue siendo tradicionalista y recoleta, y su ritmo de cambio es lento. Los numerosos viajeros qua la visitaron en las décadas que corren entre 1820 y 1850, nos dejaron vividas descripciones de lo que todavía eran sus costumbres, su vida social y su carácter urbano.
La más completa fué, quizás, la de August Le Moyne, diplomático francés que vivió en la ciudad once años, desde 1829 hasta 1840. Comienza Le Moyne describiendo su paisaje y el de la alta sabana en que se halla ubicada:
Bogotá es triste, dice, tanto de lejos como de cerca, pues sus alrededores están desprovistos de árboles que pudieran ocultar, hermoseándola, la monotonía de las laderas desnudas de las montañas que la enmarcan, cuyos tintes grises y sombríos se confunden con los de las pesadas techumbres de teja que tienen todas las casas; además, la entrada principal de la ciudad, lo mismo que todas las demás, está rodeada de casas de mezquino aspecto. La región tiene una alternancia de estación seca y estación lluviosa. Los más hermosos días son los de diciembre, enero y febrero. Durante los meses de lluvia se sienten los efectos desagradables de la humedad y contra lo que debiera esperarse no existe en sus casas la chimenea y ni siquiera se usa el brasero español. La arquitectura de la ciudad, si se la compara con la de México o Lima, resulta tan gris como el paisaje. Las cuatro quintas partes de las casas son excesivamente bajas y no constan más que de un entresuelo; su aspecto por fuera es muy poco seductor, pues en primer lugar parecen como aplastadas por el peso de las techumbres de teja que tienen muy poco declive y que sobresalen desmesuradamente de las fachadas; porque además las ventanas están provistas de gruesos barrotes de madera o hierro. Las casas que se distinguen por su altura no tienen más de dos pisos y en este caso llevan, a lo largo de toda la fachada, un gran balcón sobre el cual se prolonga el tejado a manera de sobradillo. Todavía en 1829 había muy pocos cristales en las ventanas y estos eran reemplazados por cuadros de telas de algodón o de muselina. [12]
Por lo general, continúa Le Moyne, las casas de Bogotá están edificadas sobre terrenos de gran extensión y tienen varios patios; antes de entrar al primero, hay que pasar por un vestíbulo llamado zaguán, a cuyos lados corren uno o dos bancos de piedra en los que se sientan los mendigos en espera de que se les distribuyan las limosnas o la pitanza que se les da en muchas casas con un amplio espíritu de caridad. Las paredes de estos vestíbulos suelen tener pintadas guirnaldas de flores o imágenes de San Cristóbal. Al primer patio dan las habitaciones principales de la casa y tienen, como los de los conventos una o dos galerías superpuestas, según que sean de un piso o de dos. La afición a estas galerías se justifica por las grandes ventajas que ofrecen para el servicio interior en época de lluvias o para pasearse cuando no se puede salir a la calle. Los otros patios sirven para los quehaceres ordinarios de la casa o para tener los caballos y animales domésticos y también para depositar las inmundicias, pues pocas son las casas que tienen alcantarillado o pozos negros.
No sólo son modestas las construcciones, también lo son el mobiliario y las costumbres de los habitantes. En las casas de la pequeña burguesía, dice Le Moyne, el mobiliario es de una sencillez que guarda relación exacta con el estado poco adelantado de la ebanistería.
Mollien, otro observador francés de la época, atribuye el fenomenal bajo nivel de las fortunas:
Un ejemplo es el mobiliario de la sala donde se reciben los visitantes. Generalmente consta de dos mesitas colocadas simétricamente en los extremos de la habitación, un canapé forrado en tela de algodón o cuyo asiento es una piel de toro, unas butacas y unas sillas de madera ordinaria talladas, cuyos asientos y respaldos están provistos de cuero curtido. Se agregan dos o tres espejos, otras tantas lámparas pequeñas, colgadas del techo y algunas estampas de gusto anticuado. En la alcoba, la cama que lleva por encima un baldaquín, está adornada con cortinas de muselina. En las casas más elegantes se suelen ver sofás y sillas de los Estados Unidos. El armario es un mueble sumamente raro y se remplaza con baúles y cofres. El piso de las habitaciones no está entablado sino enladrillado, cubierto con esteras tejidas por lo indios. En las casas de propietarios de alguna fortuna las esteras indígenas comenzaban a remplazarse por alfombras importadas. [13]
Las cocinas presentan un ambiente particularmente primitivo, muy en armonía, oberva Le Moyne, con la calidad de la comida. Hay en ellas una piedra ancha para moler el cacao y los granos. Dos o tres piedras colocadas en el suelo sirven para hacer el fuego y colocar las ollas de hierro o barro para hacer el puchero. A esto se agregan una parrilla y una sartén para los fritos y asados, unos cántaros y una paila de cobre para elaborar los dulces. A veces se puede agregar un horno pequeño. Las cacerolas suelen ser muy pocas y casi no se conocen. La comida corriente suele consistir en alguno de estos platos: carne cocida con mazorca de maíz, plátanos, yucas y diversas legumbres; un guiso de cordero o cerdo, aves asadas o fritas, huevos fritos o en tortilla, todo aquello acompañado de mucha cebolla. pimientos y tomates. Muy frecuente es la mazamorra, que es una sopa hecha de harina de maíz, azúcar, miel y un sin número de dulces y compotas. Se come muy poco pan y este se hace mezclado con huevo. La bebida, además del agua, es la chicha, especie de sidra hecha con melaza y maíz fermentado. El vino es bebida de lujo que se bebe muy poco porque además de ser caro está considerado como pernicioso.
La vajilla casi siempre provenía de los Estados Unidos o de Inglaterra. Las cucharas, cuchillos y tenedores son de quincallería; de plata lo único que se se ha vulgarizado son los vasos y copas. Los bordes del mantel, observa el cronista, suelen servir para limpiarse la boca y las manos, pues a nadie se pone servilletas. Esta es la dotación de las casas medias. Hay familias que han introducido en el modo de vivir algo de lujo de Europa. Un francés o un inglés vuelve a encontrar aquí costumbres que difieren muy poco de los usos de la mejor sociedad de sus países.
Las calles poco habían cambiado desde la Colonia. Mal pavimentadas, la parte central recibía las aguas negras, pues se carecía de alcantarillado. La más concurrida, y centro de actividad comercial, era la Calle Real. Según la descripción de Le Moyne, la mayoría de las tiendas eran oscuras y mal presentadas. Las mercancías, puestas generalmente sobre el suelo, se componían de los objetos más diversos, pues la especialización en géneros específicos [o determinados] era desconocida, de manera que en ellas se daban cítala mujer más elegante que buscaba objetos de lujo y las más humildes gentes del pueblo que solicitaban baratos cachivaches. [[14]
Como en el país, observa el mismo viajero, no hay prejuicios sobre el ejercicio del comercio, algunas de las personas que se dedican a él ocupan al mismo tiempo altos cargos oficiales en el gobierno. Por ejemplo, agrega, en 1830 conocí al doctor Borrero, persona que había sido Presidente del Congreso, Ministro de Relaciones Exteriores y que al día siguiente de haber presentado la dimisión de este último cargo vendía en su tienda telas midiéndolas él mismo con la vara en la mano. Además de negocios comerciales las tiendas del Bogotá de entonces eran sitios de reunión social donde se hablaba de política, negocios y literatura. Algunas de esas tertulias, como la del almacén de don Ricardo Carrasquilla, llegaron a ser famosas porque desde ellos se dirigía la política nacional.
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La plaza mayor seguía siendo el gran centro de actividad comercial y social. En ella estaba la Catedral y capilla anexa del Sagrario, depositaría de grandes obras de arte como su sagrario y algunas de las más representativas obras del pintor colonial santafereño Gregorio Vásquez; también quedaban allí los correos, la casa de la aduana, varios tribunales y el Consejo de Estado. Pero el más importante sitio de ella era el altozano, una amplia terraza frente a la Catedral, frecuentada todos los días de cuatro a seis de la tarde por el mundo social, literario y político de la ciudad.
En las décadas que van de 1830 a 1850, Bogotá era una ciudad de transición. Las influencias europeas, especialmente la francesa y la inglesa, ganaban ascendencia en el campo de la ideas y las costumbres de la clase dirigente. Con los libros de Bentham, de Juan Bautista Say y de Tocque-ville, aparecían las carreras de caballos, los vestidos, los textiles y las alfombras de procedencia inglesa y francesa. "Soy de los que ven con profundo sentimiento desaparecer los tipos de traje de Bogotá, decía Le Moyne, ante la importación de modas francesas, que si bien significan para nuestros comerciantes y modistos pingues ganancias, son en cambio desfavorables para los turistas y para el artista que va siempre al extranjero en busca de las cosas que proporcionen un atractivo distinto de los usos y costumbres casi uniformes de nuestro mundo europeo". [15]
La ciudad hacía también esfuerzos por cambiar su fisonomía económica. El gusto por los negocios y la iniciativa industrial aparecían en un medio acostumbrado a obtener sus rentas de la agricultura, la burocracia y el comercio. Al amparo de la política de protección preconizada por el General Santander y de los monopolios ofrecidos por el gobierno, aparecieron fábricas de loza, vidrio, tejidos, papel, hierro y otras manufacturas. Con excepción de las de loza, hierro, vidrio y tejidos. mayoría de ellas tuvieron corta vida o no llegaron a funcionar. La clase empresarial bogotana era todavía inmadura y los capitales débiles. [16]
El norteamericano John Stewart, que anduvo promoviendo empresas en 1836, se lamentaba de los obstáculos y de la mala suerte que tuvieron algunos proyectos.
La fábrica de cristales, dice, fue planeada como para funcionar en París; la de papel, está paralizada; la de tejidos de algodón fue proyectada con una maquinaria costosísima de imposible transporte en este país. La de peines y sombreros podría producir para un mercado varias veces mayor. Tampoco es abundante y eficaz la mano de obra artesanal. En Bogotá, dice el mismo observador, no hay sino buenos y numerosos sastres, pero su obra es ordinaria y barata, tan barata como en New York. No hay sino un buen zapatero, Mr. Michael, un americano que cobra 10 dólares por unas botas Wellington. Los demás son zapateros populares que venden sus productos a 2 dólares. Los carpinteros son malos y dotados de pobres instrumentos. Bogotá, agrega, es sólo un mercado para cacharros.[17]
LA CIUDAD ROMÁNTICA
Los años que siguieron a 1850 fueron años de transformaciones sociales, políticas y económicas para Colombia, y Bogotá no fue ajena al proceso de cambio. El país rompió bruscamente con la tradición colonial y vigorosas influencias inglesas y francesas se hicieron sentir en sus instituciones, su vida intelectual y sus costumbres. Durante el gobierno del General José Hilario López [1849-1853] se dio libertad a los esclavos, se liberalizaron la economía y la organización fiscal, eliminando monopolios, suprimiendo impuestos tradicionales y practicando una política de libre cambio en el comercio exterior. En el orden político se estableció la libertad absoluta de prensa, se concedió el sufragio universal sin restricciones, se decretó la separación de la Iglesia y el Estado y se expulsó del territorio nacional a los padres jesuitas. Para el ejercicio de las profesiones se eliminaron los títulos universitarios, considerados entonces como una forma de monopolio. [[18]
La élite intelectual de Bogotá fue el agente activo de tales transformaciones. La vida política y cultural adquirió entonces una vivacidad sin precedentes, gracias a la multiplicación de la prensa y al intenso contacto con Europa, especialmente con Francia. Las ideas románticas del 48 y las nuevas ideologías políticas como el socialismo de Blanc y Proudhon, el republicanismo de Lamartine, el filantropismo de Hugo y el anticlericalismo de Sue, se difundieron ampliamente en la juventud neogranadina, particularmente en los medios universitarios y artesanales. La prensa bogotana tuvo entonces uno de sus períodos más florecientes. Periódicos como El Neogranadino, El Tiempo, La Noche, El Día, reproducían los discursos de los líderes republicanos franceses y editaban los libros de los economistas y pensadores políticos de Inglaterra y Francia. Bogotá fue también en esta época la cuna de los partidos políticos colombianos. Federalistas y centralistas de los años de la Independencia, bolivarianos y santanderistas después, en 1850 se perfilan sus orientaciones y toman los nombres definitivos de Liberales y Conservadores.
La estructura social de la ciudad cambiaba igualmente hacia mediados del siglo. El desarrollo económico había producido una clase comerciante y una naciente cultura burguesa. Liberal en materias económicas "y políticas, informada del pensamiento científico de la época, afrancesada y anglicada en sus hábitos de consumo, en su actitud positiva ante el progreso técnico y en su laxitud religiosa, la emergente burguesía bogotana produjo tipos representativos y familias como los Camacho Roldán, los Samper, los Wills, los Pereira Gamba, los Cuervo, los Montoyas y Sáenz de Santamaría, que llevaron su influencia a la sociedad y a la política de la capital y de todo el país. Por otra parte, las viejas familias, descendientes de los antiguos funcionarios coloniales, terratenientes o militares de la gesta emancipadora, apegados a las costumbres de antaño y a la cultura española, católicos ortodoxos influidos por el pensamiento francés de los ultras, formaron el núcleo de las fuerzas conservadoras agrupadas en torno a figuras intelectuales como José María Torres Caicedo, José Manuel Groot, Vergara y Vergara, José Eusebio Caro, Mariano Ospina Rodríguez y más tarde alrededor del más conspicuo de todos, el vigoroso pensador político Miguel Antonio Caro.
La ciudad fue también el foco de irradiación de un activo movimiento artesanal. Sastres, carpinteros, zapateros, herreros, aguadores, pequeños burócratas se agruparon en torno a las Sociedades Democráticas y las Sociedades Populares, de orientación medio liberal, medio socialista y cristiano-románticas las primeras; católicas y conservadoras las segundas. Las Democráticas, que llegaron a contar varios millares de miembros, participaban por igual en organizaciones gremiales, centros cívicos de educación, y eran además activos defensores de las numerosas pequeñas industrias existentes en la ciudad y en el país frente a las tendencias librecambistas dominantes en la política oficial de la época. Constituyeron el soporte de las reformas del 50 adelantadas por el General López y rindieron su última jornada al respaldar el golpe de estado del General Melo el 17 de abril de 1854. La deportación de varios centenares de ellos a Panamá y la decadencia del grupo producida por la política del libre cambio que seguía afianzándose, clausuró una década de conflictos políticos y sociales que habían sido especialmente violentos en la capital del país. [19]
Del aspecto urbano y social de la ciudad de 1850, nos habla Salvador Camacho Roldán en sus Memorias Autobiográficas:
No era el Bogotá de 1850, como es hoy -decía el memorialista en 1880- el principal centro de cultura de nuestro país. Cartagena y Popayán parece que eran entonces ciudades más importantes. En la ciudad sólo la calle de la Carrera daba testimonio, por algunas casas de gran estilo, de que en ella habían vivido familias acomodadas. El caserío, en los años 1840 a 1848, era muy inferior a lo que es hoy, y tal vez no había diez casas cuyo arrendamiento fuera superior a cincuenta pesos mensuales. Entre las de diez y veinticinco mil pesos vivían las nueve décimas partes de las familias bogotanas y el servicio que bastaba en esos tiempos se componía de las siguientes piezas: una sala de recibo, tres o cuatro alcobas estrechas, comedor casi siempre oscuro, cuarto para criadas, cocina, despensa y a lo
"La gran mayoría de los colombianos cultos desconoce el sentido de las ciencias, careciendo de entendimiento para ellas. No obstante, fingiendo el más vivo interés, no tienen inconveniente alguno en participar en las discusiones sobre tópicos de toda clase, a pesar de desconocerlos..."
más una carbonera, dos patios y un gran solar. No eran frecuentes las casas provistas de agua corriente, excusados y caballeriza. Su valor fluctuaba entre mil y diez mil pesos y en este último caso se refería a las casas de un piso en las calles más frecuentadas de la ciudad. La construcción de viviendas cómodas y elegantes tomó algún vuelo con la llegada del arquitecto inglés, señor Tomas Reed, quien vino al país traído por el General Mosquera y fue autor de los planos del Capitolio Nacional. El servicio municipal era casi nulo. No había enlosado en las aceras de las calles, excepto en las tres del comercio; faltaba empedrado en muchas; el agua de los caños, que corría por la mitad de ellas, se encargaba de arrastrar a los ríos San Francisco y San Agustín las basuras de las casas y se regaba a uno y otro lado formando pozos pestilentes que embarazaban el paso; no había alumbrado sino en las tres del comercio y eso de tal naturaleza que sólo servía, como en España, para hacer visibles las tinieblas.
El desaseo de las calles y la enormidad de los muladares no dejaba nada que desear. Cuando en 1850 invadió el cólera a Bogotá, y con ese motivo se pensó en algo de limpieza, en pocos días fueron extraídas 160.000 carretadas de basuras para abono de los potreros de la Estanzuela y Aranda. No había carros y otros medios de transporte sino los mozos de cordel. Cuando merced a los trabajos de Mac Allister, Thompson y Moncrefs, los primeros fabricantes de carros, empezaron a emplearse estos en las calles, quedaron sin trabajo los mozos de cordel. Una parte de ellos se tornó en pordioseros y el resto tomó el oficio de carreteros o peones de hacienda. A este respecto debe recordarse que la mendicidad era rasgo distintivo de las poblaciones españolas y sus descendientes en América, como aún es eminente en Bogotá, pero en los años de 1840 a 1850 había llegado a ser insoportable. Algo mejoró esta situación con tres acontecimientos que reanimaron un tanto las industrias y la agricultura: la construcción de la carretera de occidente; la introducción de la papa tuquerreña, más productiva y libre de la enfermedad de la mancha; y la propagación del trigo barcino, menos expuesto que las semillas antiguas al polvillo. La prostitución descarada y el contagio de las enfermedades venéreas, era otro lunar triste de la población bogotana. [20]
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LA ATENAS SURAMERICANA
En las décadas del 60 al 80, la ciudad adquirió un ritmo más rápido de cambio, a pesar de las guerras civiles que conmovieron la nación. Beneficiada con el auge de algunas industrias de exportación como el tabaco, cuya producción mayor se hallaba en las cercanas plantaciones de Ambalema, en sus clases dirigentes urbanas y rurales se fue transformando el gusto y mejorando el nivel de los consumos. Algo semejante ocurría con los servicios públicos de la capital. Al finalizar el año de 1865 se produjo la instalación del telégrafo eléctrico, pero sólo en 1883 se construyó el primer acueducto de tubería metálica. Hasta esa fecha la provisión de agua se hacía como en los tiempos de la colonia, de los innumerables chorros y pilas que tenía la ciudad. Por lo demás, su estilo urbano seguía siendo el de una ciudad mestiza de arquitectura hispanoamericana, trazado y aspecto general semejante al de las ciudades andinas del Continente, en cuya composición demográfica el elemento indígena había tenido parte considerable y, en cambio, faltaba la contribución del inmigrante europeo. Algo semejante a Lima, Quito o Ciudad de México. El geógrafo alemán Alfred Hettner, que la visitó en 1833, decía de ella:
Aún en relación con el número de sus habitantes [80 a 90 mil] con esas calles estrechas, que no sirven para el tráfico de carros y que en el centro todavía llevan los caños de desagüe, con una mala iluminación, con los miserables ranchos de los suburbios y con todo su carácter, Bogotá da mucho más la impresión de una pequeña ciudad no europea que la mayoría de las capitales de los países suramericanos. [21]
Más a pesar del lento cambio de la civilización material, Bogotá conoció en este lapso una de las épocas más brillantes de su vida intelectual. La prensa, la educación y las tertulias literarias florecieron como nunca. Reanimada la vida universitaria con la reapertura de la Universidad Nacional en 1867, la ciudad reafirmó su carácter de guía intelectual de la nación. Los estudios matemáticos, la ingeniería y las ciencias naturales florecieron con figuras como Julio Garavito Armero, Indalecio Liévano y Luis Lleras Triana; la química con Liborio Zerda y Manuel Ancízar; la filosofía con Rafael María Carrasquilla, Ricardo de la Parra y Rafael María Galán; el ensayo y la polémica política con figuras como Rafael Núñez, Carlos Martínez Silva, Carlos y Jorge Holguín, Santiago Pérez, José María y Miguel Samper y Salvador Camacho Roldán. Pero fue en el campo del humanismo y la literatura donde la tradición de la ciudad alcanzó sus mejores frutos. José Asunción Silva, Rafael Pombo, Diego Fallón, en la poesía lírica; Eugenio Díaz y Jorge Isaacs en la novela; José María Vergara y Ver-gara y José Manuel Groot en la historiografía. En la filosofía y en el campo de los estudios clásicos se produjeron tres figuras descollantes: Miguel Antonio Caro, latinista, filólogo, filósofo y pensador político; traductor de Virgilio y de Horacio, autor de varios volúmenes de estudios gramaticales, lingüísticos y críticos. Rufino José Cuervo, considerado el mayor lingüista del mundo hispánico en su tiempo, autor de las Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano, iniciador del monumental Diccionario de Construcción y Régimen de la Lengua Castellana, precursor de los estudios lingüísticos modernos en el ámbito hispanoamericano con sus ensayos El Castellano en América y Castellano Popular y Castellano Literario Ezequiel Uricoechea, finalmente, etnólogo, lingüista e historiador que llegó a ser profesor de árabe en la Universidad de Bruselas y murió prematuramente en Beirut en desarrollo de sus labores científicas. No sin razón algún observador extranjero llamó entonces a Bogotá la Atenas Suramericana.[22]
En sus Notas de Viaje, el escritor argentino Miguel Cañe, que llegó a la ciudad en 1881 como representante diplomático de su país, describía así el ambiente intelectual bogotano de la época:
He dicho ya que el desenvolvimiento de la ciudad bogotana es de una superioridad incontestable. Es la tierra de la poesía; desde el hombre del mundo, el político, el militar, hasta el humilde campesino, todos tienen un verso en los labios. Si esto es la generalidad, es fácil concebir la altura de los grandes poetas colombianos. No quiero hablar del pasado, pero no puedo resistir al deseo de recordar aquí los hombres cuya mano estreché con una invencible mezcla de respeto y cariño: Rafael Pombo y Diego Fallón; José Manuel Marroquín en quien vencer las mayores dificultades del verso, sea en la forma, la transposición o en la rima, para derramar en él la gracia, la ironía y el chiste, es un verdadero juego. José María Samper que ha escrito seis y ocho tomos de historia, tres o cuatro de versos, diez o doce de novelas, tres o cuatro de viajes, de discursos, de estudios jurídicos, memorias y polémicas... Puede Colombia estar orgullosa a justo título de dos hombres jóvenes aún pero cuya reputación de sabios y profundos literatos ha salvado los mares, extendiéndose a la península española. El primero es Miguel Antonio Caro, el segundo Rufino J. Cuervo.
Resumiendo, una sociedad culta, inteligente, instruida y característica, que se ha refugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales. Es por ciento curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas en la montaña, durmiendo en posadas en la Edad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en una academia europea.
El geólogo alemas Alfred Hettner que visitó la ciudad por la misma época fue menos benévolo. En sus notas de viaje escribió a propósito de la élite intelectual bogotana:
La gran mayoría de los colombianos cultos desconoce el sentido de las ciencias, careciendo de entendimiento para ellas. No obstante, fingiendo su más vivo interés, no tienen inconveniente alguno en participar en las discusiones sobre tópicos de toda clase, a pesar de desconocerlos, pareciéndoles incomprensible que el extranjero admita con franqueza su ignorancia en determinadas materias. En esta misma actitud de pretender saberlo todo y meter baza de lo imposible, lo revela sin lugar a dudas toda su falta de comprensión y aprecio por lo serio, lo mismo que su interés y respeto por la ciencia. Envía de ejemplo ilustrativo de su grado de penetración en el movimiento científico, permítaseme mencionar que para ellos Flan Mario y Julio Verne van a la cabeza de los naturalistas. Tan sólo determinadas personas tienen un marcado interés en progresar en su entendimiento científico, siendo ellos, fuera de los ya mencionados [Triana, Cuervo, Uricoechea], Liborio Zerda, Francisco Bayón, Miguel Antonio Caro, Salvador Camacho Roldán y algunos otros. [23]
EL SIGLO XX
Hacia fines del siglo XIX, Bogotá contaba con 128.000 habitantes. Para la misma fecha el historiador Daniel Ortega Ricaurte informa que la capital tendría 710 casas altas, 3.700 bajas, 4.700tiendasy 900 casa pajizas en los suburbios. En total 10.050 edificaciones. Para la misma época había sido dotada de acueducto con tubería de hierro, alcantarillado, alumbrado eléctrico y servicio de teléfonos. [24]
A comienzos del presente siglo, terminada la última contienda civil del país, la ciudad se benefició con la estabilidad política y el espíritu progresista de la administración del General Rafael Reyes. La celebración del primer centenario de la Independencia nacional sirvió de ocasión para mejorar los servicios públicos y embellecer sus calles, parques, plazas y jardines. Hicieron entonces su aparición, en los sectores residenciales de las clases medias y altas, las villas de estilo italiano y, en la zona central, las mansiones afrancesadas. Al terminar la primera guerra mundial contaba con una población de 143.993 habitantes y en sus calles aparecían los primeros automóviles y el tranvía eléctrico.
En los primeros años de la década de 1920 a 1930 Colombia recibió un fuerte impulso hacia la modernización de su economía y de su vida social. La indemnización pagada por los Estados Unidos por la segregación de Panamá, los empréstitos externos y las inversiones extranjeras en hidrocarburos, estimularon las actividades comerciales e industriales. Bogotá fue uno de los centros urbanos que directamente se aprovechó de las nuevas circunstancias. Las reformas administrativas y financieras de 1923 la convirtieron en el más importante centro burocrático y bancario del país. La depresión económica mundial de 1930 detuvo su ritmo de crecimiento, pero la recuperación de los años siguientes fue para la capital el comienzo de un período continuo de transformaciones demográficas, urbanísticas y económicas.
Por estos años también comenzaron a cambiar su arquitectura y paisaje urbano. Al margen de una gran actividad constructora y gracias a la obra de algunos arquitectos innovadores como el chileno Julio Casanovas se introdujeron nuevos estilos, nuevos materiales y nuevas técnicas de construcción. Hicieron entonces aparición los edificios de varios pisos, de formas geométricas rectangulares y amplio uso del vidrio y el cemento. La fundación de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional en 1936 intensificó el movimiento de renovación y Bogotá se convirtió en un gran centro de experimentación arquitectónica que le ha dado un abigarrado estilo urbano en el que el perfil tradicional de la ciudad andina de fisonomía hispánica casi ha desaparecido. Al lado de sectores residenciales construidos en el más puro estilo Túdor inglés, han aparecido sucesivamente el cubismo y el funcionalismo de la escuela de Le Corbusier, el neo-clacisismo de Perret, el naturalismo de Wright y el organicismo de Bruno Zevi. [25]
En los años posteriores a la segunda guerra mundial el ritmo de cambio de Bogotá, ha sido uno de los más rápidos entre las capitales de América. En primer lugar, se ha convertido en una importante ciudad industrial, la primera de Colombia por el número de establecimientos fabriles, por la magnitud del mercado y por el
"Bogotá sigue siendo no solo el primer centro administrativo y político de Colombia, sino también su capital cultural. Es todavía la gracia, el buen hablar y la preocupación humanística que un día le dio el nombre."
número de empleados y obreros que en 1964 llegó a la cifra de 400.000 personas ocupadas en la actividad industrial y comercial sólo del sector privado. Su población, por otra parte, se ha duplicado en el lapso de 20 años, por crecimiento interno y sobre todo por las continuas migraciones procedentes de la provincia colombiana. Durante los años de intensa conflictividad política y social que vivió el país en el decenio de 1950 a 1960, se calcula que la ciudad recibió cerca de 360.000 inmigrantes. Desde entonces el flujo de población ha continuado constante, dando lugar a complejos problemas urbanísticos y sociales. Su población, que en 1960 se acercaba al millón de habitantes, se estima en tres millones para 1973. El área urbana se ha extendido en proporciones desmesuradas y en sus periferias han surgido las enormes barriadas de formación espontánea, habitadas por poblaciones que la ciudad no alcanza a asimilar en su economía ni a beneficiar con servicios de transporte, vivienda, educación y sanidad. Bogotá, sin embargo, ha sabido responder a este reto social. Posee hoy una de las más valiosas experiencias en materia de política de vivienda popular, que ha tenido expresiones espectaculares como la construcción de la Ciudad Kennedy, levantada en el corto lapso de cinco años para albergar a 100.000 habitantes.
Tan inusitado crecimiento tampoco ha hecho perder a Bogotá su espíritu tradicional ni los rasgos psicológicos y culturales que le dieron carácter a sus habitantes. Bogotá sigue siendo no sólo el primer centro administrativo y político de Colombia, sino también su capital cultural. Es todavía la cuna del ingenio, la gracia, el buen hablar y la preocupación humanística que un día le dio el nombre de Atenas Sur-americana. Sus museos, sus bibliotecas, sus universidades y centros educativos, su prensa, sus cachacos -que aún existen-, hasta sus niños vagabundos llamados gamines en el habla popular, la sensibilidad democrática y civilista de sus habitantes, en fin, dan testimonio del espíritu de una ciudad que en cuatrocientos años de historia acuñó una de las personalidades urbanas más originales de Hispanoamérica.
NDA : Este ensayo sobre Bogotá fue escrito en 1976 con destino a un libro sobre ciudades de América que bajo la dirección de José Luís Romero aparecía en Buenos Aires.
Hasta donde llega la información del autor, el libro no fue editado.
[*] Profesor de la Universidad de los Andes, investigador y autor de numerosos estudios de historia social de la cultura. «« Volver
[1] Elegías de Varones Ilustres de Indias, Canto IV, tomo II, p. 483, Bogotá: Ed. Biblioteca de la Presidencia de Colombia, 1955. «« Volver
[2] Fray Pedro de Aguado, Recopilación Historial, 4 vols., tomo I, Bogotá, 1956. Fray Pedro Simón, Noticias Historiales de las Conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, 9 vols., tomo II, Bogotá, 1953. Juan Friede, Descubrimiento del Nuevo Reino de Granada y Fundación de Bogotá, Bogóta, 1960. Carlos Martínez, Santa Fé de Bogotá, Buenos Aires, 1968, p.10 y ss. «« Volver
[3] Luis Duque Gómez, Colombia: Monumentos Históricos y Arqueológicos, .México, 1955, vol. II, p.l 5 y ss. Franarco Gil Tovar y Carlos Arbeláez Camacho, El Arte Colonial en Colombia, Bogotá, 1967. Del mismo autor, Santa Fé de Bogotá, Buenos Aires, 1968. «« Volver
[4] José Manuel Rivas Sacconi, El Latín en Colombia, Bogotá, 1949. Antonio Gómez Restrepo, Historia de la Literatura Colombiana, 4. vols, Bogotá, 1945-46. Juan David García Baca, Compilador, Antología del Pensamiento Filosófico en Colombia 1647-1761, Bogotá, 1955. Jaime Jaramillo Uribe, "Etapas de la Filosofía en Colombia" en Entre la Historia y la Filosofía, Bogotá, 1968. «« Volver
[5] Juan FIórez de Ocariz, Genealogías del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1943, p. 357 y ss. Lucas Fernández de Piedrahita, Historia General de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, 1882, pp. 146-7. «« Volver
[6] Enrique Salvador Gilij, Ensayo Historia Americana, Bogotá, 1955, p. 379 y ss. «« Volver
[7] Ibid., p. 382. «« Volver
[8] Eduardo Posada, Ed. Relaciones de Mando de los Virreyes,.Bogotá, 1906. «« Volver
[9] Guillermo Hernández de Alba, La Biblioteca Nacional, Bogotá: Ed. Instituto Caro y Cuervo, 1971. «« Volver
[10] Florentino Vesga, La Expedición Botánica, Bogotá, 1936. Jaime Jaramillo Uribe, El Pensamiento Colombiano en el Siglo XIX, Bogotá: Temis, 1967. "Historia déla Universidad en Colombia" y 'Tres Etapas de la Cultura" en La Personalidad Histérica de Colombia y Otros Ensayos, Bogotá, 1977. «« Volver
[11] Daniel Ortega Ricaurte, Casas de Santa Fé de Bogotá, Bogotá, 1959, p. 18. «« Volver
[12] Augusto Le Moyne, Viajes y Estancias en Américadel Sur. Nueva Granada, Bogotá, 1945, p. 114 y ss. «« Volver
[13] Mollien, Viajes por la República de Colombia en 1823, Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, 1944, p. 180 y ss. «« Volver
[14] Le Moyne, op. cit., p. 125 y ss. «« Volver
[15] Ibid.,p. 146 y ss. «« Volver
[16] Luis Ospina Vásqucz, Industria y Protección en Colombia., Medellín, 1955, p. 143 y ss. «« Volver
[17] John Stewart, Bogotá in 1836-37, Nueva York, 1838, p. 141 y ss. En el mismo sentido se expresaba el viajero norteamericano, Coronel W. M. Duane, en su libro A Visit to Colombia in Ten Years, 1822-1823, Filadelfia, 1826. «« Volver
[18] Sobre estos aspectos de la historia económica, social y política, ver Ospina Vásquez, op.cit.; Gerardo Molina, Las Ideas Liberales en Colombia, Bogotá, 1970. Jaime Jara-millo Uribe, El Pensamiento Colombiano en el Siglo XIX, Bogotá, 1967. «« Volver
[19] Ver nuestro ensayo, "Las Sociedades Democráticas y la Coyuntura Histórica de 1848" en La Personalidad Histórica de Colombia «« Volver
[20] Salvador Camacho Roldán, Memorias sobre Bogotá, Bogotá, 1942, vol. I, p. 137 y ss. «« Volver
[21] Alfred Hettner, La Cordillera Oriental de Colombia, Bogotá, 1966, p. 275. «« Volver
[22] Sobre el movimiento literario y científico en este período, ver Antonio Gómez Restrepo, op. cit., vol IV, Bogotá, 1946. Antonio Cuisio Alumar, La Novela en Colombia, 1957. Batanan, Duque Gómez y otros. Apuntes para la Ciencia en Colombia, Jaime Jaramillo Uribe, Ed., Bogotá: 'Colciencias, 1971. «« Volver
[23] Alfred Hettner, Viajes por los Andes Colombianos, 1882-1884, Bogotá: Ed. Banco de la República, 1976, p. 124. «« Volver
[24] Ortega Ricaurte, op. cit «« Volver
[25] Martínez, op. cit. «« Volver |
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