“Siria era el mejor país árabe para vivir, el más tranquilo, pero hoy es el infierno”. Lo dice Boushra Alissi, de 45 años, que junto a su marido Ossama y sus dos hijos, una adolescente de 15 años y un chaval de 12, está desde el jueves en el centro de acogida de Ceuta, donde conviven con otras 657 personas, casi todos subsaharianos. La familia pagó dos mil euros, quinientos por cabeza, para conseguir un pasaporte marroquí falsificado con el que atravesaron la frontera del Tarajal, la que separa la ciudad autónoma de Marruecos, camuflados entre las miles de personas que la cruzan a diario.
Acampados frente a la Delegación del Gobierno
Los Alissi son los únicos sirios que actualmente están acogidos en el CETI de Ceuta, pero hay muchos más aguardando para llegar a la ciudad española en Marruecos. Con algunos se han cruzado durante su estancia en el país magrebí, pero no quisieron acompañarles cuando el año pasado hasta Ceuta llegaban cada semana familias enteras. Hasta más de un centenar de inmigrantes de nacionalidad siria protagonizaron una acampada frente a la Delegación del Gobierno de la ciudad autónoma que duró seis meses, de mayo a noviembre de 2014, y que terminó cuando el Gobierno agilizó sus solicitudes de asilo y pudieron salir de la ciudad.
Su historia, que reproduce una huida a la desesperada de los horrores de la guerra, es la de muchos de sus compatriotas. Pero ellos han tenido mucha suerte. Y lo saben. Salieron “con lo puesto” de Daria, una ciudad cercana a Damasco, después de que el ejército del régimen de Bashar al Asad comenzara las primeras acciones contra la población civil. Eso fue hace cuatro años. Viajaron en avión hasta Argelia y de ahí a Marruecos, donde han permanecido este tiempo hasta que se agravó la infección en una pierna de Ossama. “Allí (en Marruecos) hemos estado bien, nos han tratado como personas, mis niños han ido a la escuela y nos hemos buscado la vida, pero nos gustaría instalarnos en Alemania o en Bélgica, donde mi marido tiene familia, y volver a empezar”, explica la mujer con lágrimas en las ojos cuando recuerda que en Daria dejó al resto de familia de la que apenas ha sabido algo en estos últimos años. “No sabemos si siguen vivos o no”.
La familia Alissi tenía una buena posición. Dos casas, coche, los chicos estudiaban en buenos colegios y se manejan bien en inglés. Ossama era comerciante en el bazar de Damasco y tenía incluso un restaurante de comida árabe. Cuando escucharon las primeras bombas salieron corriendo. No quisieron esperar. Lo vendieron todo y se marcharon. “Lo hemos perdido todo… amigos, vecinos. Mi ciudad ya no existe, somos una tierra muerta. Lo hemos perdido todo y allí no queda nada de la ciudad en la que yo viví en mi infancia”. Boushra recuerda su país como un lugar en el que musulmanes y cristianos “convivíamos y nos respetábamos. Vivíamos en paz y lo compartíamos todo ¿Quién ha querido destruirnos así y por qué?”, se pregunta. Su ciudad, dice, fue de las primeras en las que estalló la contienda. “Hemos visto como soldados lanzaban gas pimienta dentro de las casas y cuando la gente salía porque no podía respirar los esperaban en la calle para ametrallarlos. Nos castigaban solo porque en mi ciudad las elecciones las había ganado la oposición”, dice emocionada. Se prometió que sus hijos no estarían allí para ver de nuevo esas terribles escenas de hombres ajusticiados en público o mujeres violadas a la puerta de su casa. “La vida en Siria no vale nada”, argumenta con miedo a que la imagen de la familia fotografiada en el periódico se vea también en su país y puedan ser identificados. “No temo por nosotros, que ya estamos a salvo, sino por los que se quedaron allí. Internet es bueno para muchas cosas, pero también malo… he visto a conocidos míos muertos en las fotos de los periódicos “.
Y por internet, por los periódicos digitales y las redes sociales a las que se conecta desde su smartphone, ha conocido el éxodo de miles de compatriotas que llaman estas semanas a las puertas de Europa y también la terrible imagen del pequeño de tres años Aylan Kurdi, ahogado en la orilla de una playa turca. “Es horrible, pero he visto muchos niños muertos y mutilados por la guerra. Hemos vivido un infierno. Mi país es el infierno en la tierra”. Se acuerda de cómo a su marido le ofrecieron en Marruecos pasar a sus hijos a Ceuta en una embarcación o en una moto de agua y se negó a hacerlo. “Eso tiene muchos riesgos, el mar es muy peligroso. Los padres siempre tenemos que ser responsables y no meter a los niños en las pateras y por eso nosotros preferimos esperar a otro momento”.
Boushra lamenta que el mundo occidental, sobre todo los países europeos, no hayan hecho nada para impedir la destrucción de su país. “Nos hemos dado cuenta de que a Siria no la quiere nadie, no tenemos nada que ofrecer, y por eso nadie nos está ayudando. Esto solo lo puede parar Europa, pero hemos visto que no le importamos a nadie”.
A la familia les gustaría volver a abrir su restaurante. Esta vez en Europa. Por eso de momento han preferido no acogerse al asilo político en España. De hacerlo lo tendrían más difícil para viajar hasta otro país europeo, aunque podrían cruzar antes el Estrecho. Después de lo vivido, se conforman con salir de Ceuta “como sea”.