Ayer, 17 de octubre, el Peronismo cumplió 70 años de vida. Gobernó este país atendiendo a sus principios históricos durante 25 años, 10 años desvirtuando esas banderas, ha sufrido 25 años de persecuciones políticas que intentaron hacerlo desaparecer, y ha estado apenas ocho años como oposición institucionalizada. Como movimiento político de ¿Liberación? ¿Autoafirmación? nacional ha atravesado distintas etapas históricas, económicas, internacionales y ante cada uno de los desafíos les ha dado respuestas, en algunos casos acertadas, en otros no tanto, como es esperable en cualquier orden de la vida y la política. Pero ¿Por qué razón, a más de 40 años de su muerte, su fundador, Juan Domingo Perón, sigue tan presente en la memoria de los argentinos, en los debates políticos, en el imaginario popular? ¿Qué fenómenos políticos, ideológicos, aspiracionales, qué Argentina, qué relaciones sociales, qué correlación de fuerzas interpretó ese general de sonrisa gardeliana que por más de 30 años influyó como nadie en los aconteceres del poder en este surísimo lugar del planeta? Es sencillo, el Peronismo, en sus momentos cumbres, es Poesía Política o Política en estado de Poesía. 
El gran error que cometemos muchos a la hora de analizar el suceder histórico que significa el peronismo en nuestra historia es el proceso doble de categorización y totalización al que lo sometemos para que no nos genere angustia política. Y si hay algo que mantiene vivo al peronismo es esa posibilidad de angustia que genera, de contradicción, de inasibilidad. El peronismo, aun en sus presencias de menor densidad, está en diálogo temporal permanente con la sociedad. De su elaboración estratégica constante extrae su fuerza transformadora. Creemos que el peronismo es algo inamovible, dogmático, y no un suceder; y que no tiene hendijas, contradicciones, grietas, espacios negros, zonas oscuras. Mientras para sus detractores el peronismo, al ser Todo –múltiples opciones– resulta siendo Nada, sus partidarios intentan encorsetarlo en una definición ideológica exageradamente limitada que no explica el proceso general de sus 70 años. La máxima prescriptiva de "el peronismo será revolucionario o no será nada" es una construcción volitiva –política– pero no una categoría analítica. Lo mismo ocurre con la reducción al corpus doctrinario y las tres banderas.
El peronismo "supone", entonces, diálogo, pensamiento estratégico, apertura, escucha y actualización permanente o, para aquellos que no les tienen miedo a las ideas y a las palabras, pequeñas traiciones permanentes.
A mediados del siglo XX, el peronismo, nacido del seno de la disputada revolución del 4 de junio de 1943, surgió como respuesta no liberal a la crisis y decadencia de las democracias liberales europeas que hacían agua en el Viejo Continente. Recuperando elementos de las experiencias nacionalistas de las primeras décadas y munido del cuerpo de la Doctrina Social de la Iglesia, resultó preñado y transformado –plebeyizado– por el encuentro entre Perón, el Movimiento Obrero Organizado, pero también en el abandono que hicieron del convite los sectores dirigentes de la industria. Sin esa combustión, el peronismo no hubiera tenido la potencia transformadora y subversiva que finalmente resultó para los sectores dominantes de la Argentina
Como respuesta "nacionalista", es decir, como una apelación a una instancia comunitaria por encima del individuo y de sectores sociales cerrados, el peronismo "supone" la constitución de un "pacto social" permanente y que atraviese las diferentes instancias históricas.
Siempre resultan interesantes los análisis políticos sobre la cantidad de peronismos que incuba el peronismo. Dos, tres, cuatro, cinco, tantas posibilidades como definiciones ideológicas puedan encontrarse. Y la clave está en comprenderlo como un suceder, pero en el que el pactismo reconoce diferentes correlaciones de fuerza. No es lo mismo la situación en 1946 con la economía de posguerra, que a principios del '50, ni en 1973, 1989, 2003 o en la actualidad. ¿Cómo se mide la correlación de fuerzas? Difícil saberlo sin medirlo en la realidad empírica, pero puede servir como categoría analítica posterior. ¿Con quién pacta el peronismo? Sencillo: como fuerza política independiente de los sectores dominantes de la economía, utiliza como palanca de negociación la legitimidad electoral propia, las herramientas del movimiento obrero, el aparato bonaerense, para forzar un compromiso redistributivo de los distintos sectores económicos. Esta estrategia es clarísima en los discursos de Perón en los años cuarenta y en la forma en que operó en los años sesenta y setenta para forzar la posibilidad de retorno.
A esta altura es necesario aclarar que el peronismo, lejos del imaginario representado por los 18 años de prescripción más los siete años de dictadura militar, no constituye un movimiento revolucionario o contracultural en términos de pragmática. Se trata fundamentalmente de un movimiento político de orden, de un orden alternativo al impuesto por los sectores hegemónicos del modelo agroexportador, pero que no renuncia a sus orígenes en cierto tradicionalismo estatista criollo. En última instancia, hay una ligazón entre algunos aspectos del roquismo del ochenta y el peronismo de los años cuarenta.
¿Pero qué ocurre en los setenta con el regreso de Perón? ¿Es el viejo líder un conservador de derecha, como sugieren los sectores progresistas y de izquierda del peronismo? Definitivamente, no. Los meses fervorosos que van de noviembre de 1972 a julio de 1974 deben ser analizados desde la hipótesis del peronismo como movimiento de orden y al propio Perón como garantía –fallida, claro– de normalización del sistema político. La institucionalización que propone Perón no es una unidad nacional boba.
Perón fue mucho más coherente que lo que sus detractores –de afuera y de adentro– aseguran. Y fue mucho más sencillo, también. Si hay algo que podría definirlo es su concepción de nacionalismo popular pactista –no entendido en sentido peyorativo–, con una fuerte impronta reformista y el componente reivindicativo y simbólico aportado por Evita. La construcción del Perón contradictorio, casualmente, está cimentada en los años noventa con los relatos de los intelectuales del neoliberalismo que necesitaban hacer maleable al General para justificar cualquier tipo de oportunismo estratégico y por los sectores de la izquierda peronista setentista que necesitaban justificar su propio fracaso político, generacional e histórico.
¿Y en los noventa? ¿Es el Menemismo peronista? Al inicio de esta nota escribí que durante 10 años gobernó desvirtuando sus banderas. Hoy nadie puede negar este enunciado, pero es cierto que debemos repensar los años liderados por Carlos Menem. Es innegable que el ex presidente realizó una correlación de fuerzas –analizando la debacle de los partidos de masas y el triunfo del neoliberalismo- y que ensayó un pactismo con los sectores dominantes. Sin embargo, el resultado de ese acuerdo fue brutal para el Estado y los sectores populares mayoritarios.
El kirchnerismo –basta comparar el proyecto nacional del 1 de mayo de 1974 y el pacto social con algunos puntos del actual modelo económico–, contradictoriamente con lo que dicen muchos de sus militantes, sus cuadros y algunos de sus dirigentes es mucho más coherente con el peronismo clásico y con el Perón de los años setenta que con los deseos imaginarios que la propia tendencia revolucionaria de la juventud peronista proclamaba en los setenta y que, obviamente, las peripecias interpretativas que realizó tanto el menemismo como la izquierda y el progresismo en los años noventa.
Lejos de ser miope –parafraseando a John William Cooke-, el Peronismo como gigante invertebrado ha dialogado siempre con la sociedad y con la etapa histórica que lo atravesaba. Fundamentalmente, porque se trata, el Pensamiento Nacional, de una racionalidad estratégica y no de un ejercicio dogmático. Pero no es esta su principal virtud. El Peronismo no persiste por sus dobleces, sus contradicciones, sus formas de adecuarse a la realidad, sus miserias, sus entuertos, sus mezquindades; estas características le permitirían apenas subsistir o durar. Persiste, insiste, por su capacidad de generar mística, espiritualidad política, poesía. 
Con "espiritualidad política" me refiero a esa capacidad de dar sentido a la vida de muchísimos argentinos, de entregarles una misión, aunque sea pequeñísima, una dirección, un legado. Por "mística" entiendo la capacidad que el Peronismo le otorga a sus militantes y cuadros de sentir que en su mochila llevan "el bastón del General" y que están "religados" (en el sentido de religión) a un espíritu de trascendencia que está encarnado en lo colectivo, en la patria, en el pueblo, en los pobres, en las mayorías. Por último, la narración que el propio Peronismo hace de sí mismo es poesía en estado puro. Sus principios, sus banderas, las palabras de Evita, el rostro joven de su muerte, el "yo sé que ustedes recogerán mi nombre", la brutalidad de sus enemigos, el dramatismo de los bombardeos, la proscripción, el sacrificio, las luchas de la Resistencia, el regreso, los enfrentamientos, el "llevo en mis oídos la más maravillosa música", la Patria, siempre como "Novia Olvidada", como diría Leopoldo Marechal, la derrota, la traición, la muerte enredada entre el heroísmo y las miserias, las mil formas de la entrega, la resurrección, la legitimación, la muerte de Néstor, la soledad de Cristina, las plazas, las marejadas de gente a lo largo de su historia, el orgullo de la identidad, la dignidad de lo heredado. 
Podrán ser fantasmagorías, como dice la racionalidad civilizada, liberal, progresista. Es posible. Pero lo fantasmagórico sirve para sostener la esperanza de que haya una trascendencia más allá de las miserias cotidianas a las que nos convidan los refutadores de leyendas. El Peronismo es el último eslabón del romanticismo del siglo XIX. Y sigue insoportablemente vivo por lo que tiene de bello. No fue magia. Pero fue mágico. «