Cuando era chica, para una Navidad, me regalaron una valijita rosa de plástico que contenía, perfectamente ordenados, todos los elementos necesarios para jugar a ser doctora: estetoscopio, termómetro, remedios, vendas. A mi hermana le regalaron otra igual, rosa, pero la de ella en vez de decir “Juliana doctora” decía “Juliana mamá”, y traía lo necesario para ser una buena madre. Después nos enteramos de que existían también las “Juliana veterinaria”, “Juliana modelo”, “Juliana teje y borda” y muchas otras, todas enfrascadas en la misma valijita rosa con distinto nombre, y con instrumentos adecuados para cumplir los respectivos roles.
Algo de todo ese mundo reapareció cuando por estos días empecé a ver más seguido aJuliana Awada en las redes, los diarios y la televisión. De alguna manera, la nueva Primera Dama me remite a la infancia, con sus ilusiones y lugares comunes, como una princesa de cuento, una muñeca. Algo de Awada me transporta a un pasado no demasiado lejano, me remite a ciertos estigmas que nos ha llevado mucho esfuerzo revertir y que de repente pasan a ser reivindicados por un grupo de mujeres recién despiertas tras una larga noche: qué linda, qué fresca, qué natural, no le hace sombra, es genuina, optimista, educada, qué sencilla.
“Juliana Primera Dama”, la actriz perfecta para el rol. Imposible no admirar a alguien que, sin estar acostumbrada, se sostiene horas frente a cámara sin perderse a sí misma ni por un segundo, sin un gesto fuera de lugar. No hay contradicción en su sonrisa honesta, no hay conflicto, ni sombras, ni dudas del tipo “dónde estoy, quién soy, cómo llegué acá”. Aparece en los reportajes cebando mate, sirviendo empanadas al equipo, champagne a los periodistas, callada, con su marca personal: la sonrisa. Centrada, equilibrada y tranquila. No se le mueve un pelo al viento, no hay gesto que sobre ni mano que tiemble, no hay uña rota, no hay cana rebelde, no hay nervio que traicione ni kilo de más. No hay sudor. Así se muestra ella, con el pelo de recién despierta y el maquillaje invisible, la ropa blanca haciendo juego con los dientes. Como si hubiese estado ahí toda la vida, sin esfuerzo, “soy la mujer de y me gusta serlo”.
Difícil no llenarse de contradicciones y cuestionamientos, difícil no sentir que una imagen de la mujer proyectada en el imaginario colectivo está retrocediendo. Escuché a mujeres relajarse en la figura de Juliana Awada, como si durante mucho tiempo hubiesen estado sosteniendo un rol que en realidad no querían, que les estaba costando várices y lágrimas. Pero con Juliana Awada llegaron las formas que las tranquilizan, los colores neutros. Ella es la compañera perfecta. “Cero pelea”, paz de espíritu, mujer de su casa en el campo y la ciudad.
Dicen que a Tom Cruise la Cienciología le eligió a la mujer haciendo un casting bajo los estrictos valores correspondientes. Más autosuficiente, Mauricio Macri conoció a Juliana Awada en un gimnasio a mediados de su carrera política y le propuso casamiento a los pocos meses. Eligió bien y con gran timing, porque además después tuvieron una hija muy linda que resultó el moño o la frutilla del postre. Una niña adorable que llegó al balcón de la casa rosada a saludar a la gente y se abrazaba a su mamá sin dejar rastros en su traje blanco impoluto. Porque Juliana Awada no se mancha, no se altera, no se inmuta. Y eso sí genera cierta admiración en las que ya estamos transpiradas apenas pisamos la vereda para ir a trabajar. Me gustaría saber qué valijita rosa, qué instrumentos, le regalaron de chica. A mí una simple remera blanca de algodón no me sobrevive ni al desayuno.