ESTADOS UNIDOS FRENTE A CUBA
Una pelea de siglos
Mucho antes del triunfo revolucionario de 1959, desde los inicios del siglo XIX, hubo agudas contradicciones entre estas dos naciones
Por PEDRO ANTONIO GARCÍA (cultura@bohemia.co.cu)
Fotos: Archivo de BOHEMIA
3 de marzo de 2015
Céspedes denunció en su célebre carta al senador
Charles Sumner que Estados Unidos “seguía
prestando apoyo indirecto moral y material al
opresor contra el oprimido.
(Foto: Autor sin identificar)
Febrero de 1960 se inicio en medio de la agudización de la violencia contrarrevolucionaria, entrenada y subvencionada por el Gobierno de los Estados Unidos. El día 1º, aviones procedentes de Norteamérica incendiaron más de 200 mil arrobas de caña en Matanzas. Diecisiete días después otro aeroplano del mismo punto de origen, que se disponía a atacar el central España, en el municipio matancero de Perico, estalló en el aire cuando, por razones desconocidas, una bomba de alto poder explosivo detonó dentro de la nave. Los dos tripulantes murieron. El piloto, según documentos hallados en los restos del aparato, se nombraba Robert Ellis Frost.
El 21 de febrero un bimotor proveniente de los Estados Unidos sobrevoló el poblado de Cojímar. Ante el fuego de las defensas cubanas, huyó rumbo norte, no sin antes descargar sus bombas en la franja costera. Pero lo peor estaba por verse: el 4 de marzo siguiente, en la rada capitalina, se produjeron dos explosiones en el vapor francés La Cobre, el cual transportaba armas adquiridas para la defensa del país. Hubo alrededor de cien muertos y otros tantos heridos, principalmente estibadores del puerto y marinos del buque. Al siguiente día, en el sepelio de las víctimas, Fidel reiteró la profunda convicción del pueblo y del Gobierno cubanos de que se trataba de un sabotaje perpetrado por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos. (Ver ampliación del tema en la Sección de Historia de esta edición).
Poco menos de dos semanas después, el 17 de marzo, el presidente D. E. Eisenhower encomendaba a Allen Dulles, entonces director de la CIA, la preparación de una fuerza armada para invadir la Isla y derrocar la Revolución.
Años más tarde, al comentar estos hechos para la televisión miamense, un periodista de origen cubano afirmó que eran el resultado lógico del diferendo entre las dos naciones, originado “en el sentimiento antinorteamericano con que Castro y sus barbudos inundaron a Cuba”. Se equivocaba. El llamado diferendo es mucho más antiguo, muy anterior a la promulgación de la Ley de Reforma Agraria y a la solicitud de retirada, por parte del Gobierno Revolucionario, de la misión militar norteña en el país. Data de cuando Cuba aún no era una nación y Estados Unidos recién disfrutaba de su independencia. Es una pelea de siglos.
En un principio, la fruta madura
Aunque Benjamín Franklin ya proclamaba en la segunda mitad del siglo XVIII la necesidad para las entonces aún 13 colonias inglesas en Norteamérica de apoderarse de las llamadas “Islas del azúcar” (Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico), corresponde a Thomas Jefferson el dudoso honor de ser “el precursor de la anexión de nuestro país a los Estados Unidos, […] el paladín constante de la incorporación de Cuba a la Unión”, como subrayaron los historiadores de la Isla en el congreso de su disciplina en 1947.
Por orientaciones de Jefferson agentes estadounidenses radicados en la mayor de las Antillas estuvieron atentos, en fecha tan temprana como 1805, a descubrir cualquier interés de los criollos en formar parte de la nación norteña. Muchos le oyeron hablar por aquellos días, cuando era presidente de su país, de la posibilidad de una guerra con España, ya que Cuba podía ser capturada sin mucha dificultad.
La invasión napoleónica a la península ibérica (1808) desató el apetito expansionista de Jefferson. Envió a La Habana un emisario para convencer al capitán general Someruelos de la conveniencia de traspasar la Isla a la jurisdicción norteamericana. Tal misión fracasó. Su sucesor en la presidencia, James Madison, más realista, trazó la estrategia de mantener a Cuba como colonia de una España débil y no permitir que ningún país fuerte la ocupara. Como estimara el historiador Emilio Roig de Leuchsenring, “desde entonces, la política yanqui con respecto a Cuba fue apoyar la soberanía española mientras no pueda ser norteamericana”.
La invasión francesa de 1823 a España, con el objetivo de erradicar de la península todo vestigio de liberalismo y constitucionalismo, llenó de inquietud a Washington. El presidente Adams envió a un emisario a La Habana a sondear la situación política de la Isla; al nuevo embajador en España, Hugo Nelson, dictó instrucciones de “emplear todos los medios a su alcance” para impedir cualquier intento de traspasar Cuba a Inglaterra o Francia. Consideraba el mandatario que la mayor de las Antillas y Puerto Rico “por su posición local son apéndices naturales del continente norteamericano y una de ellas, casi a la vista de nuestras costas, ha venido a ser por una multitud de razones de trascendental importancia para los intereses políticos y comerciales de nuestra Unión”.
Obviamente, se estaba refiriendo a Cuba, para cuya anexión, opinaba, “no estamos todavía preparados […] Pero hay leyes de gravitación física y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no pueda, aunque quiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana”. De tal forma Adams delineaba lo que los historiadores cubanos del siglo XX llamarían “la política de la fruta madura”.
Pronto al gobernante yanqui le asaltaría una nueva preocupación: los deseos de las recién independizadas naciones latinoamericanas de expulsar a España de Cuba y Puerto Rico. Simón Bolívar tenía entre sus planes encomendar a José Antonio Páez y Antonio José de Sucre la invasión libertadora de estas dos islas. El presidente mexicano Guadalupe Victoria también estaba dispuesto a involucrarse en la operación. Adams declaró al conocer de estos propósitos que Washington no permanecería indiferente ante la partida de expediciones hacia la Isla desde el país azteca y Sudamérica.
En una ofensiva diplomática sin precedentes hasta entonces, el presidente gringo boicoteó todo intento de organizar una operación bélica libertadora en el Caribe. Aunque sus delegados, al llegar tarde, no estuvieron presentes en el Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), la oposición estadounidense a cualquier expedición hacia Cuba era tan evidente que obstaculizó todo intento de concretarla. En ese empeño, hay que reconocerlo, recibieron un sustancial apoyo de Inglaterra. Al recordar esos días, Páez escribió en sus memorias: “El Gobierno de los Estados Unidos, y lo digo con dolor, impidió así la independencia de Cuba”.
Ya para esta fecha, un grupo minoritario de hacendados criollos había comunicado a varios congresistas norteamericanos su deseo de “ligarse a los Estados Unidos como estado, no como colonia”. En la política de la fruta madura aparecía ahora un nuevo componente: los anexionistas cubanos.
Las expediciones ahora llegan del norte
Los expedicionarios de Narciso López, según
grabado de Landaluze. La mayor parte de ellos
eran mercenarios húngaros y yanquis contratados
en Kentucky y Louisiana. (Ilustrador: Landaluze)
La crisis del reformismo con la exclusión de los diputados cubanos de las Cortes españolas (1834-1837), el férreo despotismo de las autoridades coloniales, los devaneos de Madrid con Inglaterra que hicieron temer a los hacendados azucareros por la posibilidad de que se limitara o se aboliera la esclavitud, y las rebeliones de esclavos en la década de 1840, crearon las condiciones para que un sector de la sacarocracia comenzara a ver con buenos ojos la anexión a Estados Unidos. Esta corriente ideológica fue fomentada por el llamado Club de La Habana, encabezado por Miguel Aldama y Cristóbal Madam. En el centro de la Isla había un gran centro afín a ella, nucleado en torno a Narciso López, mientras que en Camagüey desarrollaba una gran agitación anexionista el grupo de ricos propietarios entre los que resaltaba Gaspar Betancourt Cisneros El Lugareño.
En Norteamérica algunos sectores de poder, sobre todo del Sur esclavista, aplaudieron los preparativos del núcleo que lideraba Narciso López para una sublevación armada, e incluso pensaron apoyarla con una fuerza expedicionaria. El levantamiento nunca se produjo. Por una parte, el presidente Polk obstaculizó los planes insurreccionales de los anexionistas cubanos, mientras le proponía a España la compra de la Isla. Por otro lado, ya el Club de La Habana había perdido sus “arrestos levantiscos”, al comprobar que no existía posibilidad alguna de que Madrid accediera a abolir la esclavitud o a limitar la trata.
Narciso López, exiliado en Norteamérica, continuó con su idea de capitanear una sublevación. Sus dos primeros intentos expedicionarios (1849) no fructificaron, por la acción del Gobierno estadounidense. El 13 de mayo de 1850 partió de New Orleans en el vapor Creole con una soldadesca mayoritariamente extranjera, pues solo pudo enrolar a cinco cubanos. En su segunda y última aventura (agosto de 1851) arribó a costas cubanas en el vapor Pampero, junto con 600 hombres (solo 49 cubanos) y, al igual que con el Creole, la población de la Isla no se le sumó. Apresado por los españoles, López fue ejecutado. Igual suerte corrió Joaquín de Agüero en Camagüey.
Estados Unidos continuó con su política (“Cuba española, mientras no pueda pertenecernos, pero nunca para los cubanos”) y obstaculizaba cualquier sublevación o expedición insurreccional, incluso anexionista. A la vez, no cejaba en sus propuestas de comprarle la Isla a España: al igual que Polk (1848), Pierce (1853) y Buchanan (1857) hicieron ofertas a Madrid, sin éxito.
Contra el mambisado
A Thomas Jefferson le cabe el “honor” de ser el
precursor de las ideas de anexión de Cuba a los
Estados Unidos. (Foto: Autor sin identificar)
El alzamiento del 10 de Octubre de 1868 en Oriente, secundado por Camagüey en Las Clavellinas (4 de noviembre) y por el centro del país en febrero de 1869, gozó de la admiración del pueblo estadounidense, no así en ciertos sectores de poder. Tanto el presidente norteño Ulysses Grant como su secretario de Estado, Hamilton Fish, se negaron insistentemente a reconocerle beligerancia a la República de Cuba en Armas constituida en Guáimaro, mientras que lo hacían países latinoamericanos como Chile, México, Brasil, Guatemala, Bolivia y El Salvador, en tanto Colombia, Perú y Venezuela enviaban ayuda a través de expediciones.
La administración Grant fue incluso más allá: en diciembre de 1869 entregó a Madrid 30 cañoneras, para reforzar la flota ibérica que bloqueaba a Cuba y trataba de impedir la llegada de expediciones independentistas a la Isla. Fish incluso buscó una alianza con el Herald de New York y en ese periódico se publicó una serie de artículos para convencer a la opinión pública de que la revolución mambisa estaba prácticamente muerta; por ende, el reconocimiento de la beligerancia era una pérdida de tiempo y energía.
El Herald en sus páginas difamaba a la Junta Cubana de New York, a la cual acusaba de malversación. En uno de sus editoriales, el rotativo proclamaba el inexorable fin de la rebelión en Cuba y que lo único por hacer era la anexión de la Isla a Estados Unidos, donde los habitantes de ella “vivirán libres, prósperos y felices”.
El estadounidense Thomás Grant, quien en el Ejército Libertador alcanzó el grado de mayor general, denunció el fariseísmo del gobierno de los Estados Unidos y de cierta prensa de esa nación: “Los españoles están peleando con armas compradas en Marden Lane, en casa de Shirley, Harley & Graham y a nosotros (los mambises) en todo un año no nos ha permitido comprar nada. […] Quisiera ver cambiada la infame ley de neutralidad (de EE.UU.), esa infame ley de ayuda a los españoles a quedarse en Cuba y que se opone a que los cubanos se defiendan”.
Carlos Manuel de Céspedes, en su carta al senador Charles Sumner (1871), denunciaría que Washington “seguía prestando apoyo indirecto moral y material al opresor contra el oprimido, a la monarquía contra la República, a la metrópoli europea contra la colonia americana, al esclavista recalcitrante contra el libertador de cientos de miles de esclavos”. Aunque en la misiva expresaba su optimismo de que los Estados Unidos cambiarían de actitud, el Héroe del 10 de Octubre recalcaba: “Llegue o no llegue ese día, la Revolución Cubana, ya vigorosa, es inmortal… Nuestro lema es y será siempre: Independencia o Muerte. Cuba no solo tiene que ser libre, sino que no puede ya volver a ser esclava”.
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Fuentes consultadas
Los libros Historia de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos, de Philip Forner, y La colonia. Evolución socioeconómica y formación nacional, del Instituto de Historia de Cuba. Memorias del general José Antonio Páez. Autobiografía. La compilación Carlos Manuel de Céspedes. Escritos, realizada por Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo.