La bofetada judicial a Trump, quien ya ha anunciado que esta semana presentará otra orden, mostró a todos los límites de su grandilocuencia. Y también su innata capacidad para dividir a una sociedad ya de por sí fracturada.
Trump ganó las elecciones con 2,8 millones de votos menos que Hillary Clinton, y las encuestas muestran que no ha sido capaz de revertir este desequilibrio. Por el contrario, cada día que pasa aumentan los detractores. Su desaprobación, según Public Policy Polling, ha subido del 44% al 53%. En esta erosión interviene, para desgracia de Trump, todo aquello que le gusta, especialmente sus colaboradores más visibles. El estratega jefe, Steve Bannon; la asesora estrella, Kellyanne Conway, y el portavoz, Sean Spicer, suspenden rotundamente y, con sus deslices, incrementan la sensación de desgobierno que reina en la Casa Blanca.
La caída ha sido tan pronunciada que hasta el líder de la mayoría republicana, el senador Mitch McConnell, ha pedido mesura a Trump. “Pero lo que dice, lo hace todo más difícil”, ha reconocido. Sus palabras alumbran algo que es evidente para todos excepto para el presidente: que la acumulación de enemigos y sus continuos espasmos tuiteros pueden volverse tóxicos para los suyos. “Trump seguirá con la misma intensidad mientras no afecte a los republicanos en el Congreso. Pero una vez que esto ocurra, tendrá problemas”, indica el profesor de Historia y Asuntos Públicos de Princeton Julian E. Zelizer.
Este punto de quiebra aún no ha llegado. Las críticas en las filas de su partido siguen siendo minoritarias. Pero hay indicios de que la eclosión no anda lejos. Su propia personalidad le hace difícil frenarse. “Quiere ser siempre el centro de atención y dar la imagen de presidente activo, así que sospecho que continuará a este paso”, explica Kyle Kondik, del Centro para Política de la Universidad de Virginia.
La crisis por autocombustión es una posibilidad. Aunque no la única. En el horizonte ha surgido un incendio mayor que el propio Trump. La conexión rusa. Los extraños vínculos de miembros de su equipo con el Kremlin. El caso ya se ha cobrado una víctima de altura: el consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn. Pero el escándalo está lejos de haber terminado.
Los servicios de inteligencia, vapuleados por el presidente y alarmados por su amistad con Putin, han contraatacado. Desde las catacumbas han empezado a poner en duda su capacidad y se ha iniciado un demoledor chorro de filtraciones. Bajo este vendaval, los medios se han lanzado a la caza mayor. Y el presidente, irrefrenable, les ha declarado la guerra y clasificado como "enemigos del pueblo americano"
La pelea ahora es a cara descubierta. Trump tiene enfrente a la prensa más poderosa del mundo, a los servicios secretos y a una clase media urbana harta de sus desmanes. Sólo la buena marcha de la economía y una base fiel le salvan. Pero nadie sabe cuánto podrá durar. En el horizonte se vislumbra una disputa feroz. Algo que no asusta al presidente. Es un jugador de largo aliento. Alguien que mira de frente y muerde. Sin pestañear. Como el mismo dice: “Si alguien te ataca, le atacas de vuelta diez veces. Así, al menos, te sientes a gusto”. Ese es Trump.