Adah Isaacs Menken era tres años menor que Juan Clemente y debió llegar a La Habana entre 1850 y 1851 como miembro de una compañía itinerante de Nueva Orleans que habría de presentarse en el Teatro Tacón. Tales circunstancias permitieron al joven periodista conocer al dúo de danzarinas The Theodore Sisters y en particular a una de ellas, Adah, que también era actriz, poetisa y pintora. La irrupción de la artista con sus esbeltas y sinuosas formas, su audacia de amazona y desenfado sobre el escenario, terminaron por deslumbrar al enamoradizo bayamés. Con el tiempo la actriz deviene musa, objeto de aproximación e inspiración de íntimas concomitancias. El atildado Juan Clemente no solo descubre en la «tierna vestal» —como la describe Enrique Piñeyro— suaves encantos, exaltada pasión, confidencias amables, compenetración y vehementes transportes eróticos, sino algo mucho más trascendente, profundo, en sus experiencias como poeta y como hombre.
Adah Bertha Theodore nació el 15 de junio de 1835 en Nueva Orleans, Luisiana, y desde muy joven se integró a la vida artística. De tez mate y una blancura pálida, que contrastaba con la oscura cabellera, ojos grandes y claros (según la describiera «cierto espectador de la época») y que a Zenea se le antojaron de un verde marino cambiante, la artista atraía por la vestimenta y la espectacularidad de sus bailes. Culta e inteligente, la Menken dejaría una huella imperecedera en el bardo cubano, visión que permanecería inalterable por muchos años.
Además de haber actuado en el Teatro de la Ópera de su ciudad natal, Adah era poetisa y sus colaboraciones habrían de aparecer con el tiempo en los Estados Unidos y Europa. Dominaba el inglés y el francés, lenguas que el joven cronista perfeccionaba con su ayuda, mientras recorrían las calles habaneras o se prodigaban caricias y versos en el Teatro o en la Plaza de Armas. El idilio habría de interrumpirse con el regreso de la actriz a su país.
Con posterioridad, tras su llegada en 1852 a Nueva Orleans, prófugo de las autoridades españolas, al verse involucrado y acusado por los sucesos de índole conspirativa que condujeron a la ejecución de Eduardo Facciolo, Zenea y Adah Menken reanudarían por breve tiempo su apasionado romance. El poeta partiría más tarde hacia Nueva York, en pos de sus avatares políticos e intelectuales; jamás volverían a encontrarse, pero en la memoria y sentimientos de Zenea, la imagen de la artista permanecería por siempre como efigie indeleble, como una estrofa inamovible en el dramático poema de su vida.
Según Max Henríquez Ureña, cuando ambos jóvenes se conocieron, Adah era apenas una adolescente de 16 o 17 años (Zenea afirmó que 17 en uno de su poemas) y se llamaba simplemente Adelaida. Hacia 1856 publicaría su primer libro de versos en lengua inglesa: Memorias, firmándolo con el curioso nombre de «Indígena». En ese mismo año contrajo nupcias con el músico judío Alexander Isaacs Menken y adoptó la abreviatura de Adah, uniéndolo al apellido de su esposo, para asumir el nombre artístico con el que se le conocería internacionalmente. Se convirtió al judaísmo. Su matrimonio duró poco tiempo, pero ella mantuvo esta religión por el resto de su vida.
Durante una larga temporada disfrutó de enorme éxito en París, con la presentación de Les Pirates de la Savane, un dramón truculento escrito para ella por autores franceses. Todo ello le procuró fama, dinero y celebridad en el mundillo artístico e intelectual. Departe con la novelista George Sand, cultiva la amistad de Alernon Swinborne, mantiene relaciones con Dante Gabriel Rosssetti, intima con Theóphile Gautier y establece unos amores no menos escandalosos con el célebre Alejandro Dumas. Sin embargo, en la primavera de 1868, Adah Menken enferma gravemente en París; y fallece de neumonía un 10 de agosto de ese año, a los 33 de su existencia.
Apreciado y muy reconocido intelectualmente, Zenea residía desde 1867 en México, bajo la sombra bienhechora de Pedro Santacilia (e incluso del propio don Benito Juárez, con cuya amistad contaba), cuando le sorprendió la noticia. Consternado, escribiría entonces un poema cifrado bajo una enigmática dedicatoria: a A.M., al tiempo que evocaba los floridos años de la bailarina, sus seductores ojos, la desbordada cabellera… Un dramático capítulo de su existencia novelesca comenzaba a cerrarse.
El poeta se sume en el dolor, mientras admite poseer el raro don de atraer el infortunio —desde sí y hacia sí—, sobre quienes le amaban. Tan intensa resultaría, tan imperecedera la influencia de este amor de juventud, que aun estando confinado en prisión, en la Fortaleza de la Cabaña, el infortunado sacó fuerzas y, sobreponiéndose a las carencias, maltratos y problemas de salud, dedicó el último de sus poemas a la memoria de la actriz, el número XVII que aparecería en el Diario de un Mártir con el nombre de Infelicia, alusiva evocación al poemario de Adah Menken que apareciera con ese título en Europa. He aquí algunos de esos versos:
En presencia de Dios, con un suspiro,/ Dejamos el ciprés y los rosales,/ Y al vals animador tornando luego/ Sentimos las esferas celestiales/ Que en torno nuestro en caprichoso giro/ Volaban en atmósferas de fuego./ Después los votos, el adiós, la cita;/ Y más tarde la esquela,/ El cauteloso conversar a solas;/ Tribulaciones e ilusión marchita,/ Un drama, una novela,/ Un gran naufragio en las mundanas olas.
*El autor es especialista de 2do. grado en Siquiatría y escritor de este sitio