Ya los mambises combatían en la manigua. Aún en suelo dominicano, rondaban a Martí los fantasmas de la Guerra Chiquita, que fue agonizando hasta extinguirse por la ausencia de los principales jefes. La dirección, en una uña, había conminado al General Antonio. Y sin cejar en sus gestiones para llegar a Cuba, el 25 de marzo de 1895 redactó el llamado Manifiesto de Montecristi, suscrito conjuntamente con el Generalísimo Máximo Gómez, quien en plena coincidencia con el documento, no objetó «un solo pensamiento suyo», al decir del Apóstol, ni propuso cambio alguno.
Llama la atención cómo el Héroe Nacional recalcaba, desde la primera línea del texto, la continuidad histórica de la gesta del 95 con respecto a la iniciada por Céspedes en el 68: «La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo periodo de guerra, en virtud del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la Isla y de la ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y emancipación del país, para bien de América y del mundo».
Martí vislumbraba entonces el carácter universal de la guerra necesaria y alertaba que no solo se combatía por lograr el cese de la dominación española a nuestro país. Puntualizaba: «La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas y al equilibrio aún vacilante del mundo».
De que tal preocupación es recurrente en Martí por aquellos días lo demuestra la carta que ese mismo 25 de marzo le escribió al patriota dominicano Francisco Henríquez y Carvajal: «Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo».
El Apóstol se enfrenta en el Manifiesto contra los manidos argumentos esgrimidos contra la gesta del 95: que en Cuba se iban a repetir los errores cometidos en las repúblicas latinoamericanas. Y afirmaba: «Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía […] Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables, y de sí propia nacidas, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no la conduzcan a las parcialidades o a la tiranía».
Va también contra el racismo: «La revolución lo sabe y lo proclama; la emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros anduvo segura la República, a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio, y los que con semejante miedo injusto traficasen para sujetar, con inapetecible oficio, las manos que pudieran erguirse a expulsar de la tierra cubana al ocupante corruptor».
También aclaraba: «la guerra no es contra el español […] Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad. En el pecho antillano no hay odio, y el cubano saluda en la muerte al español, a quien la crueldad del ejercicio forzoso arrancó de su casa y su terruño para venir a asesinar en pechos de hombres la libertad que él mismo ansía».
Más que saludar al peninsular en la muerte, subraya Martí, «quisiera la revolución acogerlo en vida», y añade: «la República será tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad y bienes que han de hallar aún por largo tiempo en la lentitud, desidia y vicios políticos de la tierra propia. Este es el corazón de Cuba, y así será la guerra».
Coincidimos con el investigador Ibrahim Hidalgo en que el Manifiesto constituye un ejemplo paradigmático de orientación política, no solo dirigido a los independentistas, sino también «a los elementos vacilantes, a los que muestra la visión de la realidad de la colonia, sumida en el despotismo y en la falta de posibilidades de desarrollo económico y social» y a «quienes pudieran considerar en peligro su estabilidad y sus intereses, a fin de lograr su neutralidad […] A estos dos sectores deja las puertas abiertas, pues no se les niega su posible incorporación a las filas combativas».
De que Martí daba una gran importancia a la divulgación del Manifiesto se evidencia en sus instrucciones muy precisas acerca de la impresión de diez mil ejemplares que garantizaran su distribución dentro de Cuba y en la prensa y las naciones latinoamericanas.