En los últimos días, en coincidencia con la decisión de Cambiemos de hacer de Venezuela uno de sus ejes de campaña, fui sometido a un ataque sin precedentes desde las ciudadelas de la oligarquía mediática argentina a propósito de mis opiniones acerca de lo que está ocurriendo en aquel país. Periodistas y académicos unieron sus fuerzas para no sólo disentir con mis ideas sino también para lanzar toda suerte de agravios sobre mi persona.
No tiene sentido referirme a cada uno de sus autores por separado, y esto por dos razones. Primero, porque en el fondo su discurso es el mismo: variantes de un mismo guión dictado desde Washington, reciclado por sus acólitos neocoloniales y lanzado por ellos a través de los “medios independientes” (¿independientes de quiénes?) para hostilizar a quienes piensan distinto. Segundo, porque individualizarlos sería conferirles a los autores de tales libelos una dignidad que su estatura intelectual y moral hace totalmente inmerecida. Dicho esto, en lo que sigue, va mi respuesta.
Uno, en Venezuela la oposición está compuesta por dos sectores. Uno, que acepta al diálogo con el gobierno. Otro, totalmente opuesto a él y dispuesto a quebrar el orden constitucional y derrocar a Nicolás Maduro apelando a cualquier recurso, legal o ilegal. Desgraciadamente, esta fracción ha sido la que hasta la semana pasada ha hegemonizado la oposición amenazando al sector dialoguista con una brutal represalia si cedía a los llamados del gobierno. [1]
Conversar con éste equivalía, para los violentos, a una infame traición a la patria, merecedora de los peores castigos. Este grupo extremista y fascista hasta el tuétano, venía conspirando contra la democracia desde el fallido golpe de estado del 11 de abril del 2002 y sus principales líderes: Leopoldo López, Henrique Capriles, Antonio Ledezma, Freddy Guevara, Julio Borges y María Corina Machado apoyaron abiertamente aquel golpe. Machado, una de las “demócratas” de hoy, fue firmante del Acta de Juramentación de la nueva junta de gobierno presidida por el empresario Pedro Carmona Estanga. En dicha acta se cancelaban las libertades públicas, se abolían todas las leyes producidas por el chavismo y se decretaba la cesación en sus cargos de todas las autoridades electas y los parlamentarios y ediles del país. Estos fascistas fueron los que, bajo el liderazgo de Leopoldo López, organizarían la sedición de febrero del 2014 –significativamente llamada “Operación Salida”- una vez consumada la derrota del candidato Henrique Capriles en las elecciones presidenciales convocadas luego de la muerte de Hugo Chávez. La “Operación Salida” adoptó las tácticas violentas de control de la calle aconsejadas en diversos manuales de la CIA y en la obra de uno de sus máximos teóricos, Eugene Sharp.
Aquellas contemplaban la realización de atentados de todo tipo a instalaciones públicas, autobuses colectivos, erección de barricadas armadas (“guarimbas”) impidiendo que la gente saliera de sus hogares y matanza indiscriminada de personas para aterrorizar a la población. A diario López declaraba que esta insurrección sólo cesaría con la renuncia de Maduro. Finalmente se restableció el orden público , pero con un saldo luctuoso de 43 muertos. López fue apresado y enviado a la justicia donde, como veremos más abajo, recibió una moderada condena, desproporcionada en relación a los crímenes cometidos. Este mismo grupo es el que en abril de este año relanzó la segunda fase de la estrategia insurreccional, pero incrementando exponencialmente la violencia de sus actos e introduciendo macabras innovaciones en sus tácticas de “oposición democrática”: arrojar bombas incendiarias sobre jardines infantiles y hospitales y, como en los viejos tiempos de la Inquisición, quemando vivas a personas cuyo pecado fuese tener el color de piel incorrecto según el criterio de los terroristas. Cuando al describir este deplorable escenario utilicé la expresión “aplastar a la oposición” era obvio para cualquier lector atento de mi artículo que me estaba refiriendo a este sector y no a quienes deseaban una salida pacífica, como felizmente parece estar en marcha en estos últimos días.
Cualquier interpretación en contrario sólo puede ser producto de la mala fe. Pero fue dicha lectura la que originó la primera ronda de críticas e insultos.
Dos, si algo revela la monumental hipocresía de mis censores es su sepulcral silencio a la hora de proponer alguna alternativa para detener la violencia en Venezuela. Críticos que en su enorme mayoría no conocen ese país, que jamás estuvieron en él, ignoran su historia y no tienen amigos o parientes viviendo allí se dan el lujo de agraviar a quien piense de otra manera. Mi preocupación obsesiva por el deterioro de una situación que podría desembocar en una orgía de muerte y destrucción se funda en la necesidad de evitar para Venezuela -y para los amigos que tengo en ambos lados, en el chavismo y en la vereda de enfrente- un final apocalíptico.
No es el caso de mis censores, a quienes en su condición de obedientes publicistas de la derecha – la de aquí y la de allá, y sobre todo la de “más allá”, en Washington- se les ordenó que descarguen toda su artillería contra quienes tuviéramos la osadía de defender el orden institucional en Venezuela. Mil veces hice la pregunta: ¿cómo se detiene la violencia iniciada, nuevamente por la derecha golpista, y ante la cual la respuesta del Estado fue débil e insuficiente? Las respuestas casi siempre fueron evasivas, pero cuando les exigía mayores precisiones lo que decían era: “renuncia de Maduro y convocatoria a elecciones presidenciales.”
Es decir que estos severos críticos de mis opiniones, autoproclamados (pero inverosímiles) custodios de la libertad, los derechos humanos y la democracia, no son otra cosa que vergonzantes apologistas de la fracción terrorista de la oposición. Lo que quieren estos furiosos escribas es nada menos que el triunfo de la sedición, la victoria de los golpistas, el retorno de los fascistas y la destrucción del Estado de derecho. O sea, quieren exactamente lo mismo que la pandilla de López y sus compinches. Son, por lo tanto cómplices, cuando no autores intelectuales o legitimadores post bellum, de la barbarie desatada por la derecha. En su desesperación por acabar con el chavismo apelan a una retórica que sólo en apariencia es democrática.
Lo que hay debajo de sus huecas palabras es una afrenta a los valores humanísticos que dicen defender. Tendrán que hacerse cargo de su apología de la violencia. Porque, en la reseca llanura de la política latinoamericana, con tantas “democracias” que empobrecen, marginan y lanzan a la desesperación a millones de personas no sería de extrañar que fuera de Venezuela surjan grupos que ante el ostensible vaciamiento del proyecto democrático decidan también ellos apelar a la violencia para derrocar gobiernos que los hambrean y embrutecen.
Si los sedicentes custodios de la democracia aprobaron esa metodología en Venezuela, ¿la apoyarán también cuando se ensaye en otros países? ¿Qué van a decir entonces: ¿Que saquear, incendiar, matar y quemar vivas a personas está bien en Venezuela pero estaría mal en Colombia, Argentina, México? ¿No les suena un poquitín incoherente exaltar la vía insurreccional en contextos laboriosamente democráticos y que tanto costó construir?
Tres, decíamos más arriba que esta ofensiva se produce en momentos en que el gobierno argentino hizo de Venezuela uno de los ejes de su campaña electoral. Este sábado fue la punta de lanza para suspender a Venezuela del Mercosur, violando las normas del Mercosur y la Carta Democrática establecida en el Protocolo de Ushuaia, y los ataques tienen que ver con eso pero también con algo más.
Obedientes, los escribidores y charlistas de los medios hegemónicos arremeten con saña contra cualquiera que defienda al gobierno legal, legítimo y constitucional de Nicolás Maduro. La voz del amo imperial les exige que digan que su gobierno es una feroz dictadura, una manzana podrida en el cajón donde brillan las ejemplares democracias de Argentina, Brasil y Paraguay, dignas herederas de la democracia ateniense y sus grandes líderes como Pericles, Solón y Clístenes, que empalidecen cuando se los compara con sus actuales sucesores sudamericanos. Tremenda dictadura la de Maduro en donde, seguramente al igual que en tiempos de Videla, Pinochet y Strossner, sus opositores pueden ir a Estados Unidos para solicitar la intervención armada de ese país en Venezuela, como lo hiciera el presidente de la Asamblea Nacional Julio Borges en su visita al Jefe del Comando Sur, Almirante Kurt Tidd, y regresar al país sin ser molestado por las autoridades, conservar su inmunidad parlamentaria, ofrecer conferencias de prensa y entrevistas en numerosos medios nacionales e internacionales y proseguir con su actividad proselitista sin ninguna clase de limitaciones.
Seguramente ocurriría lo mismo con los opositores en las dictaduras de Videla, Pinochet y Strossner. Este es un ejemplo entre muchos otros. Uno más: en Venezuela la mayoría de los medios de comunicación son contrarios al gobierno y las grandes cadenas de noticias internacionales tienen sus corresponsales instalados en aquel país que día a día “malinforman” o “desinforman” al resto del mundo sobre lo que ocurre en Venezuela sin ninguna clase de restricciones. Es que la “posverdad” y la “plusmentira” se convirtieron en monedas corrientes en los medios hegemónicos.
Conviene reproducir aquí lo que recientemente escribiera Boaventura de Sousa Santos, profesor de la Universidad de Wisconsin y uno de los más distinguidos sociólogos y juristas contemporáneos. Luego de adherir a un manifiesto de intelectuales críticos del gobierno de Nicolás Maduro, de Sousa Santos sintió la necesidad de escribir un artículo porque, según sus palabras, “estoy alarmado con la parcialidad de la comunicación social europea, incluyendo la portuguesa, sobre la crisis de Venezuela, una distorsión que recorre todos los medios para demonizar un gobierno legítimamente electo, atizar el incendio social y político y legitimar una intervención extranjera de consecuencias incalculables.” Y, poco más adelante, en ese mismo artículo, nuestro autor, cuya autoridad científica y moral convierte a mis críticos en deformes pigmeos, termina diciendo que “El gobierno de la Revolución bolivariana es democráticamente legítimo.
A lo largo de muchas elecciones durante los últimos veinte años, nunca ha dado señales de no respetar los resultados electorales. Ha perdido algunas elecciones y puede perder la próxima, y solo sería criticable si no respetara los resultados. Pero no se puede negar que el presidente Maduro tiene legitimidad constitucional para convocar la Asamblea Constituyente.” [2] Suficiente en relación a este tema.
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