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General: LA ROSA DE LA PASIÓN...
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Respuesta  Mensaje 1 de 2 en el tema 
De: ♥ SuaveQuel ♥  (Mensaje original) Enviado: 24/08/2017 20:51
 
 
 
 




 
*La rosa de la pasión*
 
 

Cuenta la leyenda el origen de un tipo de rosa, comúnmente
llamada "pasionaria" o "rosa de pasión", mediante el conflicto
 amoroso-religioso que a continuación se narra:

Existió en tiempos remotos, en una de las callejas más oscuras
y tortuosas de la ciudad imperial, una casa raquítica, tenebrosa
 y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.


Era este judío rencoroso y vengativo, y más que nadie, engañador

 e hipócrita. Dueño, según los rumores del populacho,

de una inmensa fortuna, se le veía todo el día en el portal

de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal,

cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran

 tráfico entre los truhanes, revendedoras y escuderos pobres

 que rondaban por Zoco Dover.


Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a

ellos pudiera pertenecer, aunque su sonrisa hipócrita

 se había hecho proverbial en toda Toledo, y su mansedumbre

 y paciencia, a prueba de las jugarretas más pesadas y las

 burlas y rechiflas injuriosas de sus vecinos, no conocían límites.

Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible.


En la misma casucha habitaba Sara, la hija predilecta

 del judío, el hermoso vástago, fruto de tan ruin tronco,

 como solía murmurar la gente.

 

Sara, con apenas dieciséis años, era un prodigio de belleza

que además contaba con una inteligencia precoz.


Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su

 maravillosa hermosura, la habían solicitado como esposa,

 pero Sara, desoyendo los homenajes de sus adoradores,

y consejos de su padre, mantenía un profundo silencio,

 sin dar más razón de su extraña conducta, y tristeza.

 

Un buen día, uno de sus pretendientes, cansado de sufrir

los desprecios de Sara, se acercó a Daniel para contarle

 que su hija era el centro de murmuraciones de toda la

comunidad hebrea, ya que se sospechaba estaba enamorada

 de un cristiano.


Fue entonces cuando Daniel entró en cólera y, esa misma

 noche, la festividad de Viernes Santo, decidió reunir a

todos sus hermanos, en una de esas reuniones secretas

 o sanedrín, a las que ellos ya estaban acostumbrados...

Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento,

 ya no tenía dudas, su padre había sorprendido su amor y

 preparaba alguna venganza horrible. Era preciso saber

 que estaban tramando para evitar la tragedia.

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca

 ermita de la Virgen del Valle, llegó a los ruinosos restos de

 una iglesia, donde al parecer estaban sus hermanos hebreos.


Su instinto no la había engañado, allí estaba su padre, Daniel,

 que ya no sonreía, ni era el viejo débil y humilde que ella conocía.

 Unos levantaban con esfuerzo una pesada cruz, otros tejían

 una corona con las ramas de los zarzales.

 

Recordó entonces la infeliz Sara, la aterradora historia

 del niño crucificado, que ella creía una grosera calumnia

 inventada para señalar y herir a su pueblo. Pero ya no

 le cabía duda alguna, allí estaban aquellos horribles

 instrumentos de martirio, y los feroces verdugos aguardando

a su víctima.


Llena de indignación, y ante tal crueldad sin límites,

 Sara irrumpió de improviso en el templo, donde, con voz

 firme dijo a todos los presentes que en vano esperaban

 a su víctima, ya que por ella estaba prevenida.

Momento en el que también confesó su conversión

 al cristianismo, su rechazo hacia su padre, y su vergüenza

 por su origen.


Al oír estas palabras, y considerando el hecho como una

 alta traición, fue Daniel, ciego de furor y como poseído

 por un espíritu infernal, el que entregó a su propia hija

 para ser crucificada.

 

 Al día siguiente, con su eterna sonrisa en los labios,

 Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía

 de costumbre, pero nunca nadie más volvió a ver a la

hermosa hebrea.

Cuentan que algunos años después se descubrió una flor,

 hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados

todos atributos del martirio, pasión y muerte de

 Jesucristo, flor extraña y misteriosa, que había crecido

 y enredado sus tallos entre los ruinosos muros de la

 derruida iglesia.

 

Cavando en aquel lugar, tratando de descubrir el origen

 de aquella maravilla, se halló el esqueleto de una mujer.

El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quien era,

se conservó por largos años con especial veneración en la,

 hoy desaparecida, ermita de San Pedro del Verde,

 y a la flor, que en la actualidad se ha hecho bastante

 común, la llamaron Rosa de Pasión.

Gustavo Adolfo Bécquer



 



 
 
 
 
 
 
 
 


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 24/08/2017 23:53
Gracias Quel... son hermosos  todos los escritos de Béquer .... mira esto otro ....

Las hojas secas


LAS HOJAS SECAS


 El sol se había puesto: las nubes, que cruzaban hechas girones sobre mi cabeza, iban á amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño arremolinaba las hojas secas á mis pies.

 Yo estaba sentado al borde de un camino, por donde siempre vuelven menos de los que van.

 No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba á punto de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el vuelo.

 Hay momentos en que, merced á una serie de abstraciones, el espíritu se sustrae á cuanto le rodea, y replegándose en sí mismo analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la vida interna del hombre.

 Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser, y traduce su incomprensible lenguaje.

 Yo me hallaba en uno de estos últimos momentos, cuando solo y en medio de la escueta llanura oí hablar cerca de mí.

 Eran dos hojas secas las que hablaban, y éste, poco más ó menos, su extraño diálogo:

 — ¿De dónde vienes, hermana?

 — Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube del polvo y de las hojas secas nuestras compañeras, á lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

 — Yo he seguido algún tiempo la corriente del río, hasta que el vendaval me arrancó de entre el légamo y los juncos de la orilla.

 — ¿Y adonde vas?

 — No lo sé: ¿lo sabe acaso el viento que me empuja?

 — ¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas arrastrándonos por la tierra, nosotras que vivimos vestidas de color y de luz meciéndonos en el aire?

 — ¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos; de aquella apacible mañana en que, roto el hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos al templado beso del sol como un abanico de esmeraldas?

 — ¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa á aquella altura, bebiendo por todos los poros el aire y la luz!

 — ¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y trasparente que copiaba como un espejo el azul del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

 — ¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la temblorosa corriente!

 — ¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

 — Los insectos brillantes revoloteaban desplegando sus alas de gasa á nuestro alrededor.

 — Y las mariposas blancas y las libélulas azules, que giran por el aire en extraños círculos, se paraban un momento en nuestros dentellados bordes á contarse los secretos de ese misterioso amor que dura un instante y les consume la vida.

 — Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

 — Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

 — En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te acuerdas cómo charlábamos en voz baja entre las diáfanas sombras?

 — Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

 — Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oir embebecidas las quejas del ruiseñor, que había escogido nuestro tronco por escabel.

 — Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos que, aunque llenas de gozo al oirle, nos amanecía llorando.

 — ¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que resplandecían con todos los colores del iris á la primera luz de la aurora!

 — Después vino la alegre banda de jilgueros á llenar de vida y de ruidos el bosque con la alborozada y confusa algarabía de sus cantos.

 — Y una enamorada pareja colgó junto á nosotras su redondo nido de aristas y de plumas.

 — Nosotras servíamos de abrigo á los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las tempestades de verano.

 — Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

 — Nuestra vida pasaba como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría despertar.

 — Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír á nuestro alrededor, en que el sol poniente encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron á la orilla del agua y al pie del tronco que nos sostenía.

 — ¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi una niña, hermosa y pálida. Él le decía con ternura: — ¿Porqué lloras? — Perdona este involuntario sentimiento de egoísmo, le respondió ella enjugándose una lágrima; lloro por mí. Lloro la vida que me huye: cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida es buena! — ¿Y por qué no has de vivir? insistió él estrechándole las manos conmovido. — Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también, y el viento llevará algún día su polvo y el mío ¿quién sabe adonde?

 — Yo lo oí y tú lo oiste, y nos estremecimos y callamos . ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

 — Por la primera vez faltó á su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

 — A poco volaron los pájaros, y con ellos sus pequeñuelos ya vestidos de plumas; y quedó el nido solo, columpiándose lentamente y triste, como la cuna vacía de un niño muerto.

 — Y huyeron las mariposas blancas y las libelulas azules, dejando su lugar á los insectos oscuros que venían á roer nuestras fibras y á depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

 — ¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

 — Perdimos el color y la frescura.

 — Perdimos la suavidad y las formas, y lo que antes al tocarnos era como rumor de besos, como murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y triste.

 — ¡Y al fin volamos desprendidas!

 — Hollada bajo el pie de indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto á otro entre el polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco de un camino.

 — Yo he dado vueltas sin cesar arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi, solo, enlutado y sombrío, contemplando con una mirada distraída las aguas que pasaban y las hojas secas que marcaban su movimiento, á uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron presentir la muerte.

 — ¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo me detuve un momento!

 — ¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿cuando acabaremos este largo viaje?...

 — ¡Nunca!... Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve á soplar, y ya me siento estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

 — ¡Adiós!


 Silbó el aire que había permanecido un momento callado, y las hojas se levantaron en confuso remolino, perdiéndose á lo lejos entre las tinieblas de la noche.

 Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo.




 
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