La última vez que hice vida normal en Nueva York fue el 6 de marzo. El virus había llegado, pero la clase que doy todos los meses a residentes de psiquiatría en el Weill Cornell Medical College de Manhattan no se había cancelado. En el hospital se permitían aún reuniones de grupos inferiores a 30 personas. Esta semana leía en The New York Times la siguiente frase: “Un médico del Weill Cornell Medical Center describía la perturbadora experiencia de pasar a diario por delante de una compañera de poco más de 30 años, intubada y en estado crítico, preguntándose quién será el siguiente”.
Un viejo amigo mío se encontraba tan enfermo que acudió al hospital. Lo mandaron a casa. Se puso peor. Cuando volvió a urgencias, lo ingresaron y pasó varios días con un respirador. Tuvo suerte. Pronto no habrá respiradores para todos los que los necesiten. Tengo amigos enfermos que languidecen en casa con fiebre alta. En circunstancias normales, habrían ido al hospital. Ahora sopesan las consecuencias que tendría esa decisión. Cinco días después de dar mi clase, enfermé. Mi marido sucumbió unos días después. Ninguno de los dos estábamos graves. Nos recuperamos. A la gente como nosotros no le hacen pruebas. No sabemos qué teníamos, si fue la Covid-19 u otra cosa. Sigue habiendo muy pocas pruebas diagnósticas.
El tiempo se ha estirado y colapsado debido a la emoción. Mi seminario del 6 de marzo pertenece a otra época, en la que la ciudad tenía tráfico, aceras abarrotadas y ruidosos vagones de metro en los que los neoyorquinos se apretaban pecho con mejilla, axila con nariz, codo con codo, en los que la cabeza dormida de un viajero agotado podía caer de repente sobre el hombro del desconocido sentado junto a él, y ese contacto fugaz no significaba nada. Estos recuerdos tienen ahora una índole alucinatoria, a la vez familiar y lejana. La ciudad que recuerdo ha desaparecido, al igual que un sinnúmero de ciudades y pueblos de todo el mundo que se han convertido en caparazones, vacíos de vida. Desde el comienzo de mi enfermedad, estoy encerrada en casa. Escribo como siempre, pero vivo en suspenso, con miedo. Imagino el futuro. ¿Será una restauración de lo que hubo o una realidad completamente distinta?
“Ha proyectado una sombra sobre la tierra, y ha golpeado a tantos que es imposible atenderlos adecuadamente, atestando todos nuestros hospitales; y ha demostrado ser mortal en tantos casos que ha sido imposible cavar tumbas con suficiente rapidez para enterrarlos a todos. Nuestra hermosa ciudad ha sufrido enormemente por ello, y ha hecho necesario como medida de precaución cerrar las escuelas, los teatros y las iglesias, y prohibir a toda la población reunirse tanto en interiores como al aire libre”. Así hablaba el reverendo Francis Grimké a su congregación de la Iglesia presbiteriana de la calle 15 en Washington DC, a raíz de la pandemia de gripe de 1918 que mató a unos 50 millones de personas en todo el mundo.
“Nadie había visto jamás algo así”, declaraba el presidente de Estados Unidos el 19 de marzo, y el día 26 volvía a decir: “Nadie habría pensado jamás que pudiera ocurrir algo así”. Estas declaraciones se produjeron tras semanas de negación irracional. El virus, había dicho, estaba controlado; desaparecería. El “nadie lo ha visto jamás” es un tic verbal recurrente en el limitado repertorio trumpiano; forma parte de su estilo de prosa hiperbólico, inconexo y autoengrandecido, pero también es una prueba de la relación de este hombre con el pasado y el futuro, que a todos los efectos prácticos no existen.
Otto Kernberg, psicoanalista y profesor de psiquiatría, nació en Viena. Huyó de ese país y de los nazis con su familia en 1938. Ha escrito extensamente sobre el narcisismo, que pasa por un trastorno de personalidad antisocial, también llamado psicopatía, una forma extrema de narcisismo. Kernberg señala que las personas así, además de las mentiras, la grandiosidad y la falta de sentimiento de culpa y de empatía habituales, “carecen del sentido de transcurso del tiempo, de planificación para el futuro… Su incapacidad para aprender de la experiencia pasada es una expresión de la misma incapacidad para concebir su vida más allá del momento inmediato”. Durante más de tres años, el mundo ha visto a un presidente estadounidense atrapado en su propio presente espontáneo y volátil, con un narcisismo patológico y alimentado a diario por innumerables medios de comunicación, mientras millones de seguidores, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo, aprueban sus mensajes virales, xenófobos, racistas y misóginos, pero rotundos. Uno de los últimos: el virus es “chino”.
El coronavirus, que viaja de huésped en huésped e infecta las células humanas, se mueve de acuerdo con su propio tiempo de aceleración, indiferente a la etnia, la clase o el sexo, a la propaganda y al prejuicio. Francis Grimké era el hijo del dueño de una plantación, blanco y viudo, Henry Grimké, y una esclava mestiza, Nancy Weston. Sus padres vivieron juntos como pareja de hecho. Cuando el padre falleció durante una epidemia de tifus, Francis y sus dos hermanos fueron traicionados por uno de los hijos blancos de Henry, que incumplió los deseos de su padre y esclavizó a sus hermanastros. Francis y su hermano Archibald consiguieron finalmente escapar a su destino. Más tarde, las hermanas feministas y abolicionistas de su padre los acogieron y los ayudaron a costear su educación. En el sermón pronunciado el 3 de noviembre de 1918, Grimké preguntaba: “¿Se paró la epidemia a ver si su piel era blanca o negra antes de infectarlo? ¿Qué valor ha tenido la piel blanca durante estas semanas de sufrimiento y muerte?”. Las ideas virales no tienen impacto sobre la enfermedad viral. Al virus no lo intimidan las fanfarronadas o los postureos racistas o machistas, ni la grandilocuencia antiintelectual. Francis Grimké esperaba que la pandemia sirviera de lección ante las estupideces del racismo.
Una cosa es segura: “Esto” ya lo hemos visto antes. Llevamos siglos viendo los estragos causados por las enfermedades infecciosas, y sus efectos sobre las ciudades parecen curiosamente los mismos. “Pero qué pocas personas veo ahora”, escribía Samuel Pepys acerca de las calles de Londres durante la pandemia de 1665, “y las que hay caminan como si se hubieran despedido del mundo”. La pandemia ha sido vista, imaginada y prevista. El mundo es más pequeño ahora que en el siglo XVII. Los viajes largos duran horas o días, no meses o años. Pero en el último medio siglo hemos visto, entre otros virus, el sida, el ébola, el SARS, la H1N1, el MERS y la gripe aviar, que han matado a cientos, miles y millones de personas. Los virólogos sabían que un nuevo virus podría causar una pandemia y sabían cómo era probable que empezase. En The Journal of Virology, L. W. Enquist escribía en 2009, el año de la H1N1, un subtipo de la gripe, acerca de futuros virus: “En humanos, esas infecciones serán probablemente zoonóticas (es decir, transmisiones de virus de animales salvajes o domésticos a humanos)”. Los epidemiólogos han establecido modelos de trayectoria sobre posibles pandemias y esbozado las respuestas necesarias. Seguimos desconociendo muchas cosas sobre los virus y los mecanismos biológicos implicados, pero decir que “nadie habría pensado jamás” que una pandemia de ese tipo acechaba en el horizonte es ridículo.
Ayer, en la emisora de radio de la BBC, oí a un representante del Gobierno del primer ministro indio, Narendra Modi, remedando a Trump: “Ningún país podría haber imaginado esto, ni haberse preparado para ello”. Es mentira o ignorancia pura y dura. O peor, una mentira conveniente que se aprovecha de la ignorancia de ciudadanos que albergan un menosprecio populista hacia los expertos y que buscan un hombre fuerte o un líder carismático que personifique el poder del que creen haber sido despojados, por las mujeres o los negros, o los inmigrantes, o los judíos, o los musulmanes o algún otro grupo amenazador. Este desprecio está profundamente arraigado en la historia de mi país, pero no se limita a Estados Unidos, y tampoco puede separarse del creciente ímpetu autoritario que se extiende por el mundo, un ímpetu relacionado con la dominación masculina y la misoginia.
¿Qué querían decir el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, cuando anunciaba su inmunidad al coronavirus porque es “un atleta”, o el presidente de México, López Obrador, AMLO, cuando animaba con toda tranquilidad a la población a salir a comer en restaurantes y seguía estrechando manos? Antes de infectarse él mismo con el virus, Boris Johnson recomendaba para su país la “inmunidad colectiva”. Que se mueran. A lo mejor, Alexandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia, cree que la arrogancia machista compensa la baja posición de su país en el mundo. Sobre el virus, comentaba: “Mejor morir de pie que vivir de rodillas”. ¿Cómo debemos interpretar no solo la tolerancia masiva, sino incluso la celebración de bufonadas como estas, si no es como una forma de hipnosis masiva, una fantasía colectiva de virilidad narcisista?
Los neoyorquinos están pagando un alto precio por las fantasías virales mezcladas ahora con la plaga de un virus real que está superando a los profesionales de nuestros hospitales. No pueden atender a todos los enfermos y no tienen mascarillas, batas ni guantes para protegerse. Para reducir gastos, el Gobierno de Trump disolvió en 2018 el equipo estadounidense encargado de la respuesta a las pandemias. Ha despedido a burócratas, científicos y diplomáticos experimentados, y vaciado de expertos un departamento tras otro. Trump ha llenado su Gobierno de adulones incompetentes y serviles. Ha mentido repetidamente a la ciudadanía, llegando a prometer que el virus desaparecería “como por milagro”. “Cualquiera que quiera hacerse la prueba, la tendrá”. Ha divagado sobre una decisión después de otra, ha negado respiradores disponibles bajo su control a Estados que los necesitaban. Ha desairado incluso a su propio Ejército, cuando este ofreció su ayuda para la crisis. Ha demostrado que no tiene la más mínima percepción del tiempo, ni memoria del pasado inmediato — lo que dijo ayer—, ni anticipación del futuro inmediato —qué aspecto tendrán mañana sus mentiras de hoy—. Su única urgencia es desfilar para las cámaras ahora.
Parafraseando ligeramente las palabras de Francis Grimké, a esta ciudad le queda poco tiempo para que la enfermedad resulte mortal en tantos casos que será imposible cavar tumbas con suficiente rapidez para enterrar a nuestros muertos. Los esfuerzos heroicos de nuestro gobernador, nuestro alcalde y nuestros sanitarios no compensarán la incompetencia y la estupidez en la cumbre. No espero un milagro.
El virus ha convertido nuestra interdependencia en algo asombrosamente evidente. Todos somos seres naturales, vulnerables a la enfermedad y a la muerte. Las plagas son unos igualadores maravillosos, siempre que les hagamos caso.
Traducción de News Clips.
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)