El “Granma” entra en la historia
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“Hay que dar el salto”, se repetía Guevara una y otra vez, y así se lo repetía a todos los miembros del Movimiento. Todos estaban ansiosos por llegar a Cuba y comenzar con la lucha. Pero el problema era cómo llegar.
Castro vivía enfrascado en el estudio de cientos de catálogos de armas y de publicaciones militares, y en un principio había elegido una lancha PT (Patrol Torpedo), rápida, con gran maniobrabilidad, con armamento de defensa - 2 cañones de 40 mm - , sin contar con los torpedos y generadoras de humo para ocultar los desplazamientos, con motores propulsores de gran potencia, especiales para atacar rápidamente y eficazmente, y emprender también rápidamente la huida. Castro contagió al Che su entusiasmo por tales naves, óptimas para el hostigamiento, rescate y transporte de grupos pequeños.
Cada una de esas lanchas costaban, en el mercado, casi 20 mil dólares y el “Cuate” fue la persona elegida para gestionar la compra de una, y cuando ya casi la había conseguido, surgió un inconveniente: el brutal veto de la Secretaría de Defensa del Departamento de Estado en Washington, que se oponía a la venta, puesto que el fabricante de la nave era una empresa armamentista americana. El “cuate” había entregado como seña diez mil dólares que nunca más fueron devueltos.
Pero la suerte vino en ayuda de Fidel ya que un día, a fines de septiembre, Castro y el Cuate fueron a las montañas que dominan el puerto de Tuxpán, en la costa del Golfo entre Tampico y Veracruz, a fin de probar los fusiles automáticos Remington calibre 30-06 en condiciones topográficas semejantes a las de la Sierra cubana. El Cuate dijo a Fidel que deseaba bajar al río Tuxpán para echar un vistazo a un yate que pensaba comprar, pero cuando Castro lo vio dijo: “En este barco iré a Cuba”. El mexicano arguyó que aquella blanca embarcación era un modelo de lujo, demasiado pequeño para una expedición, pero Fidel replicó: “Si puedes conseguírmelo, iré a Cuba a bordo de él”, y el Cuate asintió. Más tarde comentaría: “No es posible contestar a Fidel con un no…”. La nave era propiedad de un americano que residía permanentemente en Ciudad de México, Robert B. Erickson, con el que rápidamente entraron en tratativas.
Se trataba de una embarcación de treinta y ocho pies, construida en 1943, y podía transportar holgadamente hasta veinticinco personas. El Granma era propulsado por dos motores diésel, con unos depósitos con capacidad para algo menos de nueve mil litros de carburante. Sin embargo, se había hundido durante el huracán de 1953 y había permanecido largo tiempo bajo el agua, por lo que se necesitaba una buena reparación para devolverle sus cualidades marineras. Erickson estaba dispuesto a venderlo por veinte mil dólares , si conseguía hacerse con otros veinte mil vendiendo una casa moderna que tenía junto al río Tuxpán. Castro decidió efectuar la compra, razonando que necesitaban también una casa para los hombres que trabajaran en el Granma y para los que se dispusieran a partir con él. Se hizo un pago inicial de diecisiete mil dólares a Erickson, y Fidel ordenó que se iniciara de inmediato la reparación del yate. Dos de los rebeldes se quedaron a vivir en la casa y Onelio Pino fue nombrado capitán del barco.
Poco después, el Granma entraba en la historia de la revolución cubana por la puerta grande.
Sólo entonces, cuando Castro tuvo posesión efectiva del yate, se fijó la fecha para la partida hacia Cuba. El entrenamiento de los hombres que serían la vanguardia del ejército de liberación, llegaba a su punto final en las instalaciones del rancho María de los Angeles (cerca de la localidad de Abasolo), que reemplazaba al anterior Santa Rosa, ocupado por las autoridades mexicanas desde los días de la detención de Fidel y de Guevara.
Pese a lo que Castro había convenido con Frank País, casi hasta el momento mismo de la partida, el M-26 seguía recibiendo nuevos reclutas que querían incorporarse a las filas revolucionarias. Y sólo se clausuró el campo el día 21 de noviembre de 1956, debido a la huída de dos hombres - Francisco Damas y Reynaldo Hevia -, ya que Guevara temió que ambos desertores no fueran otra cosa que infiltrados de los servicios de inteligencia batistianos.
Pero la orden final de Castro, de iniciar la operación, fue debido al allanamiento que la policía mexicana, alertada por el agregado naval de la embajada cubana, realizó en uno de los domicilios donde se guardaban armas, municiones, alimento y equipo para la invasión. El material fue secuestrado y entonces Fidel decidió que ya no se podía esperar más. Había que salir.
La tarde del 24 de noviembre de 1956, una fina llovizna azotaba el puerto de Veracruz. Caían ya sobre la ciudad las primeras sombras de la noche, cuando todos los hombres que debían viajar, empezaron a llegar al muelle sobre el río Tuxpan, donde estaba fondeado el Granma, al que se le habían hecho reparaciones y acondicionamientos para la larga travesía.
Desde México D.F., desde Japalá y Ciudad Victoria, de Veracruz y de otros mil rincones de México, convergían los primeros miembros del ejército revolucionario, que con los escasos elementos con que contaban, iban dispuestos a dar sus vidas por la libertad de Cuba.
Algunos, bajo los capotes con que se cubrían de la llovizna, traían las armas que se le habían asignado. La compleja operación, se había puesto en marcha.
Silenciosa pero eficientemente, se acercaban al muelle, se identificaban y ocupaban su lugar en el amarradero, esperando la orden de embarque. Casi toda la noche siguieron llegando los tripulantes y durante toda la noche el ritmo de trabajo fue febril, intenso, cargando las armas, el combustible y los pocos alimentos que Fidel decidió llevar a fin de dejar el mayor espacio posible para hombres y fusiles.
Cubierto con una larga capa de goma, Castro supervisaba todos y cada uno de los preparativos. Muy cerca de él, Ernesto Che Guevara, vivía su primer día de gloria como revolucionario de América.
El alba no había llegado aún, cuando Onelio Pino, el capitán, encargado de llevar a Cuba al ejército rebelde, dio la orden de zarpar.
Ochenta y dos hombres se apelotonan en el yate, en las entrañas de la nave, en la cubierta, en la proa y en la popa. El Granma, lentamente, se desliza sobre las aguas del río hasta ganar el estuario y, por fin, el mar. Del otro lado de ese mar, Cuba aguarda.
Los guía un mismo ideal. Todos se revuelven, nerviosos llevados por la misma esperanza. La enorme responsabilidad de llevar al Granma hacia su destino pesa sobre los hombros de Onelio Pino (capitán), Roberto Roque (segundo comandante y piloto), Ramón Mejías (dominicano, primer oficial), Arturo Chaumont y Norberto Collado (timoneles) y Jesús Reyes (maquinista).
Cuando el yate cruzó el faro de la marina mexicana en la desembocadura del río Tuxpan, no fue advertido por las autoridades navales del puesto allí existente. Pero ni bien dejaron atrás las tranquilas aguas de la desembocadura, el viento y la resaca se empezaron a sentir en la estructura del buque improvisado, que comenzó a dar bandazos. No era lo mismo el río que las aguas del mar. Adentro, todo parecía a punto de romperse y los hombres comenzaron a sentir los efectos del mareo.
Ni bien comienzan los primeros síntomas, Guevara ya está atendiendo a los hombres, proveyéndolos de las medicinas antimareo que lleva consigo. Él no siente los efectos del movimiento, buen marinero, al fin, desde sus días de niño, se mantiene en buen estado. Alguien diría, después, que en una rajada bañadera, llena de hombres enfermos, que surca un mar tempestuoso, empieza el acto final de la revolución cubana. La noche y las condiciones de navegación no pueden ser peores y, con expresas instrucciones, la marina mexicana ese día prohibió la salida de puerto a todas las naves particulares o de pesca.
A más de uno le pareció que el Granma en cualquier momento se iba por ojo, como dicen los viejos lobos de mar, pero no obstante, cuando estuvieron bien internados aguas adentro en el Mar Caribe, los expedicionarios - pese a su lastimoso estado - , cantaron el Himno Nacional y luego la Marcha del 26 de Julio, concluyendo todos con gritos de ¡Viva la Revolución! ¡Abajo la dictadura!, mezclados con el ulular del viento que los arrastraba hacia Cuba, hacia donde el tirano, en su cubil, no sospechaba que sus días estaban contados.
El día 25 amaneció lluvioso y el mar cubierto de niebla. En ese momento el barco penetraba en aguas del golfo, y el único inconveniente era el mareo en los hombres que no podían habituarse al continuo zarandeo. Pero el 26, el yate comenzó a hacer agua y hasta que se descubrió que la vía de entrada estaba en el baño, la mayoría de los hombres sintieron la helada mano del miedo corriéndoles por la espina dorsal.
Hubo que sacar el agua con baldes, pese al intenso oleaje, porque la bomba de mano para achique, estaba averiada. Al anochecer, avistaron el Faro del Triángulo, un cayo muy próximo a las costas del Yucatán. En ese momento el capitán informó a los hombres que el Granma no había podido mantener la velocidad estipulada, debido al sobrepeso. Esto podía traer serios inconvenientes a los expedicionarios, puesto que de una perfecta sincronización dependía el resultado de la operación.
El capitán puso proa Noroeste, intentando mantenerse paralelamente a unas treinta millas de la costa, y a partir de ese momento todos los hombres se mantuvieron en estado de alerta. Comenzaba el peligro, y había que cambiar continuamente el rumbo para evitar un encontronazo con la marina de Batista.
Después de los chubascos de la noche anterior, el 27 se presentó soleado y hasta las 18:00 se mantuvo el mismo rumbo. Cuando se encontraban cerca de Cayo Arenas, el capitán lo varió. A la misma hora, el día siguiente, 28 de noviembre, el Granma volvió a torcer su rumbo. En la madrugada del 29 se cruzaron con dos pesqueros. Cambio de rumbo y zafarrancho de combate, pero no ocurrió nada. Siguieron navegando a la búsqueda de la isla Gran Caimán.
Pero el principal problema lo constituía la comida: dos mil naranjas, 48 latas de leche condensada, cuatro jamones para cocinar, dos jamones para emparedados, una caja de huevos, cien tabletas de chocolate y diez libras de pan, eran insuficientes para la gente que llevaba el Granma. Porque después de los primeros días en los que el efecto del mareo les impidió comer, fue necesario racionar la comida.
El tiempo libre se utilizó para convertir la banda de babor en un campo improvisado de tiro, donde se ajustaron las miras de los fusiles. En proa, una diana, servía de blanco para la práctica con munición de güera, disparándose desde la popa.
Y el otro problema era el tiempo. Recordó Fidel: “Según los cálculos realizados, el Granma debía arribar a Cuba al amanecer del quinto día de navegación. Los responsables de la operación de apoyo, una vez informados de la partida de los expedicionarios, trataron de hacer coincidir las acciones previstas con el desembarco. Había que cumplir el plan de distracción de las fuerzas de la tiranía para permitirnos mayor libertad de acción en los primeros momentos de la llegada. Si el Granma había partido de Tuxpan el día 25, la fecha para lanzar la acción era el 30 de noviembre. La diferencia de velocidad de crucero del yate, unida al mal tiempo, la sobrecarga de la nave y el hecho de que uno de los motores permaneció descompuesto durante dos días, fueron las causas por las que el Granma no pudo llegar a costas cubanas en la fecha prevista.”
El telegrama hacia Cuba, anunciando el comienzo de la larga marcha hacia la liberación, había salido en algún momento de la madrugada del día 25.
En Cuba, los rebeldes vivían horas de gran inquietud y ansiedad. El día D se aproximaba. En Manzanillo, Campechuela, Media Luna, Niquero y Pilon, a todo lo largo de la costa suroeste de la provincia de Oriente, una vasta red de hombres - estudiantes, campesinos, profesionales -, se preparaban para el glorioso momento del desembarco.
“Obra pedida agotada”, era la clave que en un telegrama recibieron los que velaban sobre las armas, esperando ponerse en movimiento.
En el Granma los nervios de todos están tensos. El día 30, amanece bueno y brilla el sol, pero nadie lo disfruta. A media mañana se cruzan con un carguero y deben entrar en situación de zafarrancho de combate. A la tarde, se reciben por radio las novedades del levantamiento en Santiago.
-“Nosotros tendríamos que estar caminando o peleando en las playas, atravesando los manglares” - dijo alguien, y ese era el pensamiento de todos.
-“Quisiera poder tener la facultad de volar” - recuerda haberle oído decir a Fidel Faustino Pérez mordiendo las palabras. El Che, a su vez, se removía inquieto, encerrado en un mutismo total.
Al atardecer del 30, divisaron el faro de Gran Cayman, y un helicóptero inglés de patrullaje los sobrevoló, pero el comandante del Granma siguió su ruta, al ver que el aparato no les prestaba atención.
Al día siguiente, y aunque los viajeros del yate no lo sabían, una comunicación fue a dar sobre el escritorio del general Rodríguez Avila, proveniente del jefe de la Fuerza Aérea del Ejército, coronel Tabernilla Palmero: Un yate de 65 pies de largo, pintado de blanco, sin nombre, de bandera mexicana y con cadena que cubre casi todo el barco, decía el mensaje y ordenaba la búsqueda del mismo, ya que el patrullaje aéreo hasta el momento no había conseguido visualizarlo. Obviamente los servicios de inteligencia de Batista en México, habían advertido la ausencia del Granma en el amarradero de Tuxpan.
El primero de diciembre, en las órdenes de búsqueda anteriormente señaladas, se agregaba que el yate había salido de México el 25 de noviembre, suponiéndose que en esos momentos estaría navegando en las cercanías de la isla de Cuba. También, el mismo día, el jefe de la Marina de Guerra cubana recibió la orden de buscar y capturar el barco.
¿Dónde estaba el Granma?
Navegando entre Cayman Chico y Cayman Brac, a unas cinco o seis millas de ambas costas. Los expedicionarios ya sabían que el desembarco - si todo salía bien -, se produciría el día siguiente en algún punto cercano al pueblo de Niquero, al sur de Oriente. Fue en ese momento que los jefes de la expedición dispusieron cuáles serían los hombres que desembarcarían en el primer contingente y comenzarían a avanzar hacia el interior del territorio nacional.
Se prepararon las armas y los equipos y los 82 hombres - 53 empleados en la vida civil, 16 obreros, 4 estudiantes y 9 profesionales y técnicos; 78 cubanos, 1 argentino, 1 dominicano, 1 mexicano y 1 italiano -, se dispusieron a desembarcar.
Grandes olas batían los costados del Granma cuando en medio de la noche, puso proa hacia Cabo Cruz. A bordo, nadie dormía. Roque y Mejías (piloto y timonel) subían constantemente al techo de la cabina para localizar la luz del faro.
El yate navegaba totalmente a oscuras cuando un grito quebró el silencio de la noche: ¡Hombre al agua! Era Roque, que había caído y que fue rescatado cuando estaba semiahogado, debiendo realizarse una dificultosa y peligrosa maniobra para el rescate.
Pero pese a ese inconveniente y a otro que surgió cuando el capitán Pino advirtió que la posición de las boyas en el canal no coincidía con las marcaciones que él tenía en su cata náutica, el Granma siguió adelante.
Ya nada podía detenerlos.
La luz de aquella fresca mañana del 2 de diciembre, y un mar totalmente calmo, fue el escenario que recibió al yate y a los expedicionarios.
Con precisión, rapidez y orden, comenzó el desembarco. Como el bote auxiliar se hundió inmediatamente debido a que estaba sobrecargado, se decidió varar el yate junto a la costa y que cada hombre llevara sus pertrechos. Primero desembarcó el Estado Mayor, después los pelotones de vanguardia y del centro. El último fue el pelotón de retaguardia, que todavía estaba sobre el yate cuando pasaron por la zona una lancha de cabotaje y un buque arenero. Debían apurarse. Con un dejo de melancolía, Fidel y el Che miraron por última vez al Granma, definitivamente varado, inservible, como un gran pájaro mirando al cielo, después de haber cumplido su misión.