Es ahora, en otoño, cuando atardece y esa luz parece habernos esperado desde siempre, que te quiero más que nunca. Y es una luz que nos abraza, nos coge y nos invita a salir, a pasear muy pegaditos, hasta que se acabe el día. Si lo piensas, es tan difícil que nos salgan mal las cosas. Muy rematadamente torpes tendríamos que ser para que, al besarnos, nos entren ganas de dejar de hacerlo. Porque ha llegado el otoño, y no merece la pena perder el tiempo, cuando hay tantas cosas que podríamos hacer con él.
Podríamos alargar las manos, estirarlas hasta juntarlas, y juntas agarrárnoslas con fuerza y dejarlas así un rato, como si retásemos a los que se han resignado a alejarse de aquellos a quienes aman. No es tan difícil ni tan lejos: terminar queriéndose, y empezar constantemente historias, una tras otra, mientras nuestras manos —aún pegadas— son un nuevo hogar.