Que no te cuenten milongas. Ni regalos, ni aniversarios, ni siquiera el mejor polvo sobre la mejor cama. El amor del bueno se demuestra sólo en tres momentos clave: en el fracaso, en la enfermedad y en el perdón. Todo lo que no sea esos tres momentos, es todo mentira. Autoengaño emocional. Facilidad de cariño. Un quererse mientras nos sea cómodo. Y es que hasta los barcos de motor avanzan con viento a favor.
El fracaso y la enfermedad vienen, normalmente, solos. No hace falta ir a buscarlos a ningún sitio. Son las hostias que te da la vida sin que las pidas, y muchas veces sin que ni siquiera las merezcas. Es verdad que hay gente que compra más números que otros, pero en general suelen ser vivencias tan inesperadas como injustas.
La única ocasión que depende de nosotros de alguna forma es el perdón. Perdonar es la única actividad que nos hace amables, es decir, seres dignos de ser amados. Poner por delante el derecho del otro a equivocarse, frente a nuestra presunta obligación de hacer de jueces implacables ante las faltas de los demás. Olvidarnos de nuestro dolor y pensar sólo en el ajeno, dejar de lado nuestra falsa superioridad momentánea y coyuntural para volver a nivelar las cosas, y ser conscientes de que nosotros también podremos cagarla en cualquier otra ocasión.
Perdona pero perdona de verdad. El perdón es lo que nos hace humanos y nos devuelve a la condición de seres erróneos. Quien no perdona no ama. Quien nunca ha sido perdonado aún no tiene seres queridos. Y quien no sabe perdonar, aún no sabe lo que es querer de verdad. Perdona si te llamo amor, pero de verdad.
Perdona pero perdona hasta el final. Que cuando hablo de perdonar, no me refiero a pronunciar simplemente un 'te perdono'. No. Eso es maquillaje moral. Bienquedismo social. Eso es sólo el principio de un proceso que quieras o no, va a durar lo que los dos os tardéis en recuperar. Porque el perdón de verdad analiza las causas y minimiza los efectos. Porque el perdón de verdad queda lejos de un borrón y cuenta nueva. Por la cuenta que nos trae. Por los viejos tiempos, sí, pero también por los que vendrán.
Perdona pero perdona lo que haga falta. Cuanto más grande sea la cagada, mayor será tu oportunidad para perdonar. Y no se trata de predicar rollos judeocristianos sobre la culpa, el arrepentimiento o el acto público de contrición. Qué va qué va, yo leo a Kierkegaard. Es que en esta vida serás tan grande como el perdón que hayas sido capaz de otorgar. Así de claro. Tal cual.
Perdona pero perdónalo ya. Y ojo que no se trata de pretender que aquí no ha pasado nada. Aquí ha pasado y mucho. Nada más triste que tener que olvidar. Perdonas cuando esto que ha pasado, lejos de separarnos, nos ha unido más. Ahí es donde se juega la nueva relación su futuro. Si no eres capaz de sentirte más cerca cuando perdonas, eso es que no estás perdonando de verdad.
Perdona pero sobre todo sé perdonado. Porque ser perdonado es el otro gran chute de energía vital. Notar que no existe una segunda oportunidad, porque ésta vuelve a ser la primera. Creer en lo que se había construido antes de cagarla. Y ser consciente de que puede que nos volvamos a equivocar. Es el hoy por ti mañana por mí de las relaciones humanas. La vaselina que nos da la vida para poder continuar.
Y por último, perdona a quien haya que perdonar. Piensa siempre que la alternativa es ir por la vida pidiendo permiso. Y eso, como todo el mundo sabe, sí que es una cagada monumental.