Mírate bien estas líneas. Repásalas atentamente con ese par de ojazos que dios te ha dado, porque por aquí está tu regalo. Escondido entre tanta palabra, párrafo y espacio, bajo esa expresión más propia de una orgía multirracial y sodomita a la que llamamos negro sobre blanco, se encuentra lo que realmente te voy a regalar por navidad. Por favor desenvuelve con cuidado cada letra y sobre todo no rompas el silencio con su sonido, pues si no te gusta, al final guardaré mi mejor recibo por si te da por devolver.
Tu regalo no puede ni debe fabricarse. Ni mucho menos ponerse a la venta. Mereces algo que no pueda figurar en un vulgar catálogo. Algo que te mueva tanto que salgas borrosa en todas las fotos. Qué quieres, el anuncio de Ikea me ha acabado de desamueblar. Si ya me faltaban jugadores y un horneado ahí arriba en la dirección, imagínate después del maldito viral. Les pides a ellos explicaciones, que fijo que te las harán pagar para que al final te las montes tú.
Tu regalo, por tanto, jamás será expuesto. Escaparates del mundo, dejad de hacer el ridículo. Sé que no lo hacéis con mala intención, que hacéis lo que buenamente podéis. Sé que os mueve la necesidad de agradar, de mover al consumo, de ganaros el bonus, de intentar seducir nuestra cartera camino a nuestro corazón o viceversa. Pero dejadlo ya, de verdad. Terroristas del márketing, deponed las almas y salid con las mañas en alto. Y el último que pague la luz.
Tu regalo no se vende al detalle. Y mira que soy fan de la palabra detalle. Hace poco, mi hijo, que está en première continua de vocabulario, me hizo una de esas preguntas que hay que solventar con la primera respuesta que tengas a mano. Papi, ¿qué es un detalle? Y todo lo que se me ocurrió decirle fue que un detalle es algo muy muy grande que aparentemente es muy muy pequeño. Creo que se lo creyó. O igual es que no creyó que fuese a sacar nada mejor de mí. El caso es que quedó en silencio y siguió haciéndose el satisfecho.
De todos modos, tú sigue leyendo, porque te juro que tu regalo está por aquí. Tampoco lo busques en las letras de los villancicos, esas composiciones satánicas que cada año nos cuelan como tiernas sólo por el hecho de ser cantadas por niños con voz de castrati, que no dan más miedo porque están siempre acompañados de hirientes cascabeles, de producción casiotónica, de zambombas onanistas y de un adulto, que no es lo mismo que alguien mayor, porque alguien maduro y en sus cabales jamás haría pasar por semejante calvario a un menor de edad. Esos atentados sonoros contra el buen gusto sólo han sido contrarrestados con villancicos flamencos, como si ésa fuese la única forma de hacerles frente. De qué le sirve al Gobierno expulsar a Series.ly, Uber y Google News de España si la epidemia de villancicos pitufoides con sobredosis de helio sigue infectándonos a placer cada año sin que ni un mísero protocolo de la difunta Ana Mato nos proteja. ¿Eh? De qué.
Para terminar, tampoco busques tu regalo bajo un árbol, en el saco del Olentzero o en el culo de un Tió. Ahí sólo encontrarás lo que yo llamo un tesorero del PP: raíces falsas, mucha tela que cortar y bastante mierda que repartir para todo el año.
No lo busques porque tu regalo seguro que no está ahí. Y es que la pregunta no es dónde. La pregunta es cuándo. Porque tu regalo empieza cuando sale el sol y no se acaba ni cuando desaparece al otro lado del horizonte. Porque en cada entrega, la vida te da un dos por uno. Y cuando parecía que ya se acababa, te da otro. Y otro. Y otro más. Tu regalo está cada vez que abres los ojos. Y cuando te despiertas, también. Tu regalo es eso que das por hecho que mañana volverá a pasar sin habértelo ganado. Y eso no le resta valor. Es al revés, se lo da. Así que por un día, por una vez al año, hagamos ver que nos damos cuenta de nuestro mayor regalo, del único que realmente tenemos y es nuestro y nadie aún nos ha podido quitar.
Admitamos que nuestro regalo es ahora. Celebremos que nuestro regalo es ya.