Una relación jamás se rompe. Como mucho, uno de los dos, cualquier día, constata el roto. Pero la relación ya venía rota para entonces.
Pudo romperse en un gesto, en una decisión o en una epidemia de decepción que te dejó al amor en cuarentena, en algo en un principio imperceptible e inocuo pero que a la larga acabó dejando sin aire a quien creía tener aliento para sobrevivirse a los dos. O también pudo romperse durante un proceso, lo que dura el descubrimiento de lo que creías ya conocer, y sin embargo te das cuenta de que no. Un día descubres que el claroscuro no es sólo una técnica sino una manera de entender el alma, y ese día ya te es imposible estar enamorado sin dejar de buscar la razón para dejar de estarlo.
Lo que sí te deja cualquier relación son más colores en tu paleta de sentimientos, son muchas más capas en ese cuadro emocional al que llamamos vida. Un cuadro que, como en aquel de Van Gogh en el que fue descubierta una escena de lucha bajo un bodegón, se ha ido pintando encima una y otra vez, enterrando al que un día lo llenó todo y que ahora aún está ahí, aunque ya no se pueda ni se deba estudiar. Porque lo seco que hay debajo igual no te gusta. Porque lo fresco que hay encima igual no te acaba de encajar.
Quien lo pinta no es consciente de lo que tapa. O quizás sí. Al caso, es lo mismo. De manera consciente o inconsciente, ese alguien tarde o temprano descubre que el color ya no aplica directamente sobre el lienzo blanco e inmaculado, con lo que ya la pintura no agarrará igual, pues ya nunca más volverá a ser un color sin impurezas, con lo que necesitará aplicar más cantidad para conseguir el mismo efecto, o como mucho, similar.
También verá que, sin salirse del marco, debe saberte ocupar. Eso sí que acaba siendo todo un arte. Inundarte sin que te llegue a ahogar. Esparcirse sin llegarse a dispersar. Dejarlo todo amado y bien amado.
Y uno va acumulando gamas. Y desarrollando matices. Y acumulando bocetos. Y trazos por esbozar. Sea cual sea tu estado, siempre habrá un momento en cualquier relación en el que te preguntes y qué pinto yo aquí. Y ahí es donde te empiezas a barnizar.
Un día echas de menos los tonos cálidos. Ver una peli refugiado en otra piel, alimentarte sólo de palomitas y sexo y dejar que llueva sobre el resto del mundo mientras ruge el fuego en esa chimenea que jamás tendrás.
Otro día te descubres anhelando colores fríos. Borrarlo todo, comprar nuevo lienzo, tener una nueva película que poder estrenar. Empezar de Cero, como canta Dani Martín, que más que un tema ha compuesto un himno generacional.
Y en cualquiera de los dos casos, lo que sí vas descubriendo lámina a lámina son nuevas gamas de grises. La única que jamás deja de crecer. La duda como único credo creíble. La única religión basada en la curiosidad.
Y antes de acabar el cuadro, volver a estampar tu firma y exponerte, ya sea en un museo, o en una galería comercial, no hay que olvidarse nunca del título, dejar patente ante cualquier marchante las palabras que mejor describan esta obra de arte con brocha gruesa que configura tu historial sentimental. Puedes titularlo con algo que suene a canción de Miguel Gallardo, novela de Moccia y peli de Mario Casas.
O puedes optar por un título más realista, cotidiano y vulgar.
Recién pintado. H
por Risto Mejide