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General: Jesus no es divino
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De: rectificador (Mensaje original) |
Enviado: 01/08/2012 06:07 |
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PREGUNTA: ¿SER ‘HIJO DE DIOS’ NO ES SER ‘DIVINO’?
RESPUESTA por Avdiel Ben Oved
Cuando en los escritos hebreos aparece frases como Ben haEl (בן האל), Ben Elohim (בן אלהים), o Ben Elóa (בן אלוה), entre otras, lo más común es que se traduzca a otros idioma como ‘Hijo de Dios’, en caso del español o ‘Son of God, en caso del ingles, como si dicha frase significara ‘un ser divino’, sin embargo esa es una pésima traducción del idioma hebreo.
¿QUÉ SIGNIFICA BEN?
La palabra hebrea Ben (בן) y aún la aramea Bar (בר) no siempre significan ‘Hijo’ o ‘descendiente’, sino que en muchos casos es usada para expresar el carácter o cualidad de una persona, o sea una persona a la cual se le puede aplicar el sustantivo que le sigue, por ejemplo:
Bar Mazal – Lit. ‘Hijo de la suerte’, o sea ‘Afortunado’.
Bar Mitzvá – Lit. ‘Hijo del mandamiento’, o sea ‘Uno que cumple los mandamientos’.
Bar Q’iama – Lit. ‘Hijo del sustento’, o sea ‘Duradero’.
Ben Adam – Literalmente ‘Hijo de Adan’, o sea ‘Ser humano’.
Ben Brit – Lit. Hijo del Pacto, o sea ‘Aliado’.
Ben Hevel – Literalmente ‘Hijo de la vanidad’, o sea ‘Vano’.
Ben Jorim – Lit. Hijo de los libres’, o sea ‘Alguien libre’
Ben Mavet – Lit. ‘Hijo de la muerte’, o sea ‘A quien se le aplica el término muerte’.
Ben Roguez – Lit. ‘Hijo de la furia’, o sea ‘Alguien con un carácter furioso’.
¿QUÉ SIGNIFICA ELOHIM, ELOA Y EL?
Aunque la palabra ‘Elohim’ es traducida al español comúnmente como ‘Dios’, en realidad no tienen el mismo significado; en español ‘Dios’ es el ser Creador o los ‘dioses’ que adoran las personas, pero la palabra Elohim viene de El que significa ‘Poder’ en el sentido de ‘Autoridad’, y aunque es usada para describir al Creador como también a los ‘poderes’ que otros invocan y adoran, no siempre significa ‘Dios’ o ‘dioses’. Tome en cuenta los siguientes ejemplos:
A los Jueces de Israel les dice el Creador: "Yo dije: Sois Elohim (¿Dios? / ¿Dioses?) y Bene Elyon (¿Hijos de Dios?)" –Salmos 82.6; ver también Éxodo 22.8.
"Y el Eterno dijo a Moshe: Mira que te he constituido Elohim (¿Dios? / ¿Dioses?) para el Faraón" –Éxodo 7.1
"¿Acaso no posees lo que K'mosh tu Elohim (¿Dios? / ¿Dioses?) te ha dado para que poseas? –Jueces 11.24.
"porque su mano es dura con nosotros y con Dagon nuestro Elohim (¿Dios? / ¿Dioses?)" –I Samuel 5.7.
Shaul el Emisario en la 2da carta a las Comunidades en Qorintos 4.4 llama a satan (la mala inclinación) Elohim (¿Dios? / ¿Dioses?).
"...y no hay otro Elohim aparte de Mí, El Tzadiq (El-Justo) y salvador...soy El, y no hay otro" –Isaías 45.21-22
"Yo soy el El Shadai; anda delante de mí y sé perfecto. Y cayó Avram sobre su rostro, y habló Elohim con él diciendo" –Génesis 17.3.
¿QUIÉNES SON LOS ‘BENE ELOHIM’?
Entendiendo lo previamente dicho entonces veamos en Las Escrituras a quienes se les aplica el término ‘Hijos de Dios’, o sea ‘Autoridades’, ‘Poderosos’:
JUECES DE ISRAEL:
"Yo dije: Sois Elohim (¿Dioses?) y Bene Elyon (¿Hijos de Dios?)" –Salmos 82.6; ver también Éxodo 22.8.
REYES DE ISRAEL:
"Yo seré para el por Padre y él será para Mí por hijo…" –II Samuel 7.14.
"IHVH me dijo: Tú eres Mí hijo, te he engendrado hoy" –Salmos 2.7.
"Me dirá: Tú eres mi Padre, mi El…" –Salmos 89.27.
EL PUEBLO DE ISAREL:
"Mi hijo primogénito es Israel" –Éxodo 4.22.
"Ciertamente son Mi pueblo, hijos que no obrarán con deslealtad" –Isaías 63.8.
"De Egipto llame a Mi hijo" –Oseas 11.1.
Ver Dt. 32.6; Is.1.2; 43.6; Jer.3.19; Sal.89.26-28
¿A QUIÉNES IEHOSHUA LLAMÓ ‘BENE ELOHIM’?
Por ejemplo:
- A los que buscan la Soberanía del Eterno. (Iehoshua: Sus obras y enseñanza [Lc.12.32-33]).
- A los que buscan la paz. (Toldot Iehoshua [Mt.5.9]).
- A los que tienen la capacidad de amar al enemigo. (Toldot Iehoshua [Mt.5.45]).
- A los justos. (Toldot Iehoshua [Mt.13.43]).
- A sus alumnos. (Toldot Iehoshua [Mt.5.48]).
Como se ha podido ver hasta ahora, tan claro como el agua, los ‘Hijos de Dios’ (si es que se les puede llamar así), no son Divinos, sino ‘Jueces, Reyes, Justos, e inclusive, Hijos de Israel.
¿QUIÉNES SON ‘BENE ELOHIM’ EN EL TALMUD Y EN ESCRITOS APOCRIFOS?
En el Tratado Avot, 3.14 (en otras ediciones 3.18) dice "el pueblo de Israel es llamado Banim laMaqom (hijos del Eterno)". En el Tratado Taanit 23a,b el personaje Joni haMeaguel y su nieto Janan haNejba son descritos como hombres ‘que hacían milagros’ y se refieren al Creador como ‘Aba’.
En los escritos llamados ‘Apócrifos’ Ungido rey de Israel es llamado ‘Hijo de Dios’, por ejemplo: Enoc 105.2; IV Esdras 7.28-29; 13.32,37,52; 14.9), y dicho título también es usado para los Justos (Sabiduría 2.13,16,18; 14.3; 15.5; Eclesiástico / Ben Sirah 4.10; 23.4; 51.1,10).
¿POR QUÉ IEHOSHUA DE NATZRAT ES LLAMADO ‘BEN ELOHIM’?
‘Ben Elohim’ como vimos es un titulo que habla del carácter de la persona, tal como los Jueces o los Reyes, ellos son Autoridad. Es bajo este mismo concepto que Iehoshua es llamado Ben Elohim cuando el contexto es la Autoridad de Mesías-Rey, o en otros casos Ben Elohim significa simplemente Justo, un Tzadiq.
Netanel le dijo a Iehoshua de Natzrat: "Rabi tu eres Ben Elohim el Rey de Israel" –Testimonio del Discípulo amado (Jn.1.49). Es obvia la conexión entre ‘Ben Elohim’ y ‘Rey de Israel’ tal como acabamos de ver anteriormente, los Reyes de Israel son llamados Bene Elohim.
Shim’on Kefa le dijo a Iehoshua de Natzrat: "Tu eres el Ungido Ben Elohim…" –Toldot Iehoshua (Mt.16.16). Esta expresión fue hecha en el mismo contexto de la expresión anterior. El Rey de Israel, esto es ‘el Ungido’ es llamado ‘Ben Elohim’.
Cuando Iehoshua de Natzrat murió, el Centurión dijo: "En verdad este era Ben Elóa" – Toldot Iehoshua (Mt.27.54), ¿Qué significa esta expresión? Por supuesto que el centurión no era un hebreo, ni tampoco estaba diciendo que Iehoshua era el Rey de Israel, sino que Iehoshua era un hombre justo, recordemos que los justos son Bene Elohim (Toldot Iehoshua [Mt.13.43]).
En Testimonio del Discípulo amado (Jn.10.29-38) leemos que Iehoshua se refiriere al Creador como ‘Padre’ y por eso algunos de Judea quisieron apedrearlo. Está muy claro en el contexto de la lectura que Iehoshua usó el término ‘Padre’ como cualquier Justo llamaría al Eterno Aba o Avinu, sin embargo este grupo de Judea estaba buscando un pretexto para apedrear a Iehoshua, por esto él les dice: ‘si los jueces son llamados ‘Elohim’ ¿por qué están molestos’ de que yo me llame ‘Ben Elohim’, o sea si la molestia de Uds. se debe a mis palabras ¿a caso el término ‘Ben Elohim’ no es menor que ‘Elohim’?
¿HIJO UNIGENITO?
La frase ‘Hijo unigénito’ o ‘Hijo único’ que aparece en Testimonio del Discípulo amado (Jn.3.16) debe entenderse apropiadamente bajo el contexto hebreo, es el mismo término que aparece en Génesis 22.2, donde el Eterno le dice a Avraham: "Qaj na et binja et ijidja" (literalmente: Toma a tu hijo, tu único - יחידך את בנך את נא קח). Obviamente Itzjaq no es el único hijo de Avraham, pues ya tenía a Ishmael, por lo tanto es incorrecto traducir ‘tu unigénito’ o ‘tu único’, por eso la Septuaginta tradujo al griego "tu hijo amado". Lo mismo sucede con Iehoshua de Natzrat, él no es el único, tal cosa es una contradicción con todo lo que dice La Escritura, sino que entre todos los Bene Elohim, él es el Elegido, así como Itzjaq fue el Elegido. Note como en Toldot Iehoshua (Mt.3.17; 17.5) Iehoshua de Natzrat es llamado ‘Hijo amado’. Una traducción apropiada de Testimonio del Discípulo amado (Jn.3.16) sería "Hijo amado" o "Hijo escogido".
http://www.natzratim.com/estudios/hijodedios.html
ENLACES
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Recuerda solo te proyectas… |
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hadassha:
lo que hablas no es el punto que trato de explicar, probablemente no me explique bien. mira yo se que rectificador no cree en las escrituras y no lo trato de obligar a ello. pero es una contradicción decir que cree en un dios creador del universo. de donde saco a su dios, ¿donde escucho eso? el creador del universo esta expresado en las escrituras y decir creer en un dios creador pero que no es el Dios de abraham es una contradicción.
ahora si el presenta aquí algo que sustente su creencia es muy respetable ya que tiene libre albedrio, pero lo ridículo es que lee la biblia y sabe que hay un creador de todo y toma de ahí la idea.
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Recuerda solo te proyectas…
Proyecto lo que soy, tú proyectas lo que eres | |
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ahora si el presenta aquí algo que sustente su creencia es muy respetable ya que tiene libre albedrio, pero lo ridículo es que lee la biblia y sabe que hay un creador de todo y toma de ahí la idea.(ultimaedad)
La idea de un solo Dios la tomó Moisés de los egipcios
Por esa época, las condiciones políticas de Egipto habían comenzado a ejercer poderosa influencia sobre su religión. Gracias a las campañas del gran conquistador Thothmés III, Egipto se había transformado en una potencia mundial, extendiéndose a Nubia, por el Sur; a Palestina, Siria y parte de Mesopotamia, por el Norte. Este imperialismo vino a reflejarse en la religión bajo la forma del universalismo y el monoteísmo, pues ya que la tutela del faraón comprendía ahora, además de Egipto, a Nubia y Siria, también la divinidad debía trascender su limitación nacional, y tal como el faraón era el único e indisputado señor del mundo conocido por los egipcios, también la nueva deidad egipcia hubo de asumir ese carácter. Además, era natural que Egipto se tornara más accesible a las influencias extranjeras, al dilatarse los límites del imperio; algunas de las consortes reales eran princesas asiáticas, y posiblemente aún llegaran desde Siria influencias directas del monoteísmo.
Amenhotep jamás renegó su adhesión al culto solar de On. En los dos himnos a Aton que nos han transmitido las inscripciones funerarias y que quizá fueran compuestos por el mismo rey, ensalza al sol como creador y conservador de toda vida, dentro y fuera de Egipto, con fervor tal que sólo tiene parangón, muchos siglos más tarde, en los salmos en honor del dios judío Jahve. Pero Amenhotep no se conformó con anticipar tan sorprendentemente los conocimientos científicos sobre el efecto de las radiaciones solares, pues sin duda dio un paso más, no adorando al sol tan sólo como objeto material, sino como símbolo de un ente divino cuya energía se manifiesta en sus radiaciones.
Pero no haríamos justicia al rey si lo considerásemos como mero prosélito y fomentador de una religión de Aton ya existente. Su acción fue mucho más profunda; le agregó algo nuevo, que convirtió la doctrina del dios universal en un monoteísmo: el elemento de la exclusividad. En uno de sus himnos lo dice explícitamente: «¡Oh, Tú, Dios único! ¡No hay otro Dios sino Tú!». Además, recordemos que para apreciar la nueva doctrina no basta conocer su contenido positivo, pues casi igual importancia tiene su faz negativa, el conocimiento de lo que condena. También sería erróneo aceptar que la nueva religión surgió de pronto a la vida, completa y con todas sus armas, como Pallas Athene de la cabeza de Zeus. Todo indica, más bien, que se fortaleció gradualmente durante el reinado de Amenhotep, adquiriendo cada vez mayor claridad, consecuencia, rigidez e intolerancia. Probablemente esta evolución se llevara a cabo bajo la influencia de la violenta hostilidad que los sacerdotes de Amon opusieron a la reforma del rey. En el sexto año de su reinado la enemistad había llegado a punto tal que el rey modificó su nombre, pues una parte del mismo era el proscrito nombre divino Amon. En lugar de Amenhotep se llamó Ikhnaton. Pero no sólo extinguió el nombre del odiado dios en su propio gentilicio, sino también en todas las inscripciones, incluso donde aparecía formando parte del nombre de su padre, Amenhotep III. Poco después de repudiar su nombre, Ikhnaton abandonó Tebas, dominada por Amon, y se construyó río abajo una nueva residencia, que denominó Akhetaton («Horizonte de Aton»). Sus ruinas se llaman hoy Tell-el-Amarna.
La persecución del rey cayó con mayor dureza sobre Amon, pero no sólo sobre este dios. En todas las comarcas del reino fueron cerrados los templos, prohibidos los servicios divinos, confiscados los bienes de los templos. Más aún: el celo del rey llegó a tal punto que hizo revisar todos los viejos monumentos para borrar en ellos la palabra «dios», siempre que aparecieran en plural. Nada de extraño tiene que estas medidas de Ikhnaton despertaran una reacción de venganza fanática entre los sacerdotes sojuzgados y el pueblo descontento; estado de ánimo que pudo descargarse libremente una vez muerto el rey. La religión de Aton no había llegado a ser popular, y probablemente no trascendiera de un pequeño círculo próximo al faraón. El fin de Ikhnaton ha quedado oculto en las tinieblas. Tenemos noticias de algunos descendientes efímeros y nebulosos de su familia. Ya su yerno Tutankhaton tuvo que regresar a Tebas y sustituir, en su nombre, al dios Aton por Amon. Luego siguió una época de anarquía, hasta que en 1350 el caudillo militar Haremhab logró restablecer el orden. La gloriosa dinastía quedó extinguida, y con ella se perdieron sus conquistas en Nubia y Asia. En este turbio interregno fueron restablecidas las antiguas religiones de Egipto; el culto de Aton quedó eliminado, la residencia de lkhnaton fue destruida y saqueada, y su memoria, condenada como la de un criminal.
Perseguimos determinado propósito al destacar aquí algunos elementos negativos de la religión de Aton. Ante todo, el hecho de que excluye todo lo mítico, lo mágico y lo taumatúrgico.
Luego, la forma en que se representa al dios solar; ya no, como en tiempos anteriores, por una pequeña pirámide y un halcón, sino mediante un disco del cual parten rayos que terminan en manos humanas, forma que casi podríamos calificar de sobria y racional. Pese a la exuberante producción artística del período de Amarna, no se ha encontrado ninguna otra representación del dios solar ni una imagen personal de Aton, y puede afirmarse confiadamente que jamás será hallada.
Por fin, el completo silencio que se cierne sobre Osiris, el dios de la muerte, y sobre el reino de los muertos. Ni los himnos ni las inscripciones funerarias mencionan nada de lo que quizá fuese más querido al corazón del egipcio. La antítesis frente a la religión popular no podría hallar expresión más cabal.
http://www.cayocesarcaligula.com.ar/Textos/Moises_Freud/02.html
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Ahora nos aventuramos a formular la siguiente conclusión: si Moisés era egipcio y si transmitió a los judíos su propia religión, entonces ésta fue la de Ikhnaton, la religión de Aton.
Acabamos de comparar la religión judía con la popular egipcia, comprobando el antagonismo entre ambas. Ahora trataremos de cotejarla con la de Aton, esperando poder demostrar su identidad original. Sabemos que no nos encontramos ante una tarea fácil, pues debido a la furia vengativa de los sacerdotes de Amon, quizá sean insuficientes nuestros conocimientos sobre la religión de Aton. En cuanto a la religión mosaica, sólo la conocemos en su estructura final, fijada por los sacerdotes judíos unos ochocientos años más tarde, en la época posterior al Exilio. Si a pesar de estos inconvenientes del material llegásemos a hallar unos pocos indicios favorables a nuestra hipótesis, sin duda podríamos concederles gran valor.
Nos sería posible demostrar rápidamente nuestra tesis de que la religión mosaica no es sino la de Aton recurriendo a una profesión de fe, a una proclamación; mas temo se nos objete que este camino no es viable. Me refiero a la profesión de fe judía, que, como se sabe, reza así: Shema Jisroel Adonai Elohenu Adonai Ejod. Si el parentesco fonético entre el nombre egipcio Aton (o Atum), la palabra hebrea Adonai y el nombre del dios sirio Adonis, no es tan sólo casual, sino producto de un arcaico vínculo lingüístico y semántico, entonces se podría traducir así aquella fórmula judía: «Oye, Israel, nuestro dios Aton (Adonai) es un dios único.» Desgraciadamente, no tengo competencia alguna para decidir esta cuestión, y tampoco hallé gran cosa sobre ella en la bibliografía; pero quizá no sea lícito recurrir a una solución tan fácil. Por lo demás, aún tendremos ocasión de volver sobre el problema del nombre divino.
Tanto las analogías como las discrepancias entre ambas religiones son manifiestas, pero no nos ofrecen muchos asideros. Ambas son formas de un monoteísmo estricto, y de antemano tenderemos a reducir todas sus analogías a este carácter básico. En algunos sentidos, el monoteísmo judío adopta una posición aún más rígida que el egipcio; por ejemplo, cuando prohíbe toda forma de representación plástica. Además del nombre del dios, la diferencia esencial consiste en que la religión judía abandona completamente la adoración del sol, en la que aún se había basado el culto egipcio. Al compararla con la religión popular egipcia tuvimos la impresión de que, junto a una oposición de principios, la discrepancia entre ambas religiones traduce cierta contradicción intencional. Tal impresión se justifica si en este cotejo sustituimos la religión judía por la de Aton, que, como sabemos, fue creada por Ikhnaton en deliberado antagonismo con la religión popular. Con razón nos asombramos por qué la religión judía nada quiera saber del más allá y de la vida ultraterrena, pues semejante doctrina sería perfectamente compatible con el más estricto monoteísmo. Pero este asombro desaparece si retrocedemos de la religión judía a la de Aton, aceptando que aquel rechazo ha sido tomado de ésta, pues para Ikhnaton representaba un arma necesaria al combatir la religión popular, cuyo dios de los muertos, Osiris, desempeñaba un papel quizá más importante que cualquier otro dios del mundo de los vivos. La concordancia de la religión judía con la de Aton en este punto fundamental es el primer argumento sólido en favor de nuestra tesis; ya veremos que no es el único.
Moisés no sólo dio a los judíos una nueva religión; también puede afirmarse con idéntica certidumbre que introdujo entre ellos la costumbre de la circuncisión. Este hecho tiene decisiva importancia para nuestro problema, aunque hasta ahora apenas haya sido considerado. Es cierto que la narración bíblica le contradice en varias ocasiones, pues por un lado hace remontar la circuncisión a la época de los patriarcas, como signo del pacto entre Dios y Abraham; por otra, en un pasaje particularmente confuso nos cuenta que Dios descargó su ira contra Moisés por haber descuidado la práctica sagrada, queriendo matarlo por ello; pero la mujer de Moisés, una madianita, lo salvó de la cólera divina efectuando rápidamente la operación. Sin embargo, éstas son desfiguraciones que no deben inducirnos a error; más adelante ya conoceremos sus motivos. Al preguntarnos de dónde les llegó a los judíos la costumbre de la circuncisión, tendremos que seguir contestándonos: de Egipto. Heródoto, el «padre de la Historia», nos informa que la costumbre de la circuncisión existía en Egipto desde mucho tiempo atrás, y sus palabras han sido confirmadas por los exámenes de momias y aún por las figuras murales de las sepulturas. En la medida de nuestra información, ningún otro pueblo del Mediterráneo oriental tenía esa costumbre; se acepta con certeza que los semitas, babilonios y sumerios no eran circuncisos. De los pobladores de Canaán lo dice el mismo texto bíblico; por otra parte, tal circunstancia es la condición previa para el final que tuvo la aventura de la hija de Jacob con el príncipe de Sîchem. Podemos rechazar, por inconsistente, la posibilidad de que los judíos de Egipto hubiesen adoptado la costumbre de la circuncisión por conducto distinto de la religión instituida por Moisés. Atengámonos a que la circuncisión fue una práctica general del pueblo egipcio, y aceptemos por un instante la opinión establecida de que Moisés era un judío que quiso libertar a sus compatriotas de la esclavitud egipcia, para conducirlos, fuera del país, a una existencia nacional independiente y autónoma -como, por otra parte, realmente sucedió--.. En tal caso, empero, ¿qué sentido podía tener el hecho de que al mismo tiempo les impusiera una penosa costumbre que, en cierta manera, los convertía a su vez en egipcios, que había de mantener despierto en ellos el recuerdo de Egipto, mientras que, por el contrario, sus esfuerzos debían tender exclusivamente al fin opuesto, a que su pueblo olvidara el país de la esclavitud y superara la añoranza de «las ollas de las carnes» de Egipto?. No; el hecho que dimos por sentado y la suposición que le agregamos son tan inconciliables entre sí que nos atrevemos a sustentar otra conclusión: si Moisés, además de dar a los judíos una nueva religión, les impuso el precepto de la circuncisión, entonces no era judío, sino egipcio; en tal caso, la religión mosaica probablemente fuera también egipcia, aunque no una religión cualquiera, sino la de Aton, predestinada para tal fin por su antítesis con la religión popular y por sus notables concordancias con la religión judía ulterior.
Hemos comprobado que nuestra hipótesis de que Moisés no era judío, sino egipcio, crea un nuevo problema, pues sus actos, que parecían fácilmente comprensibles en un judío, se tornan inconcebibles en un egipcio. Pero si situamos a Moisés en la época de Ikhnaton y lo relacionamos con este faraón, desaparece dicho enigma y surge la posibilidad de una motivación que resolverá todos nuestros problemas. Partamos de la premisa de que Moisés era un hombre encumbrado y de noble alcurnia, quizá hasta un miembro de la casa real, como afirma el mito. Seguramente tenía plena conciencia de sus grandes dotes, era ambicioso y emprendedor; quizá soñara con dirigir algún día a su pueblo, con gobernar el reino. Muy estrechamente vinculado al faraón, era un decidido prosélito del nuevo culto, cuyas ideas fundamentales habría hecho suyas. Al morir el rey y al comenzar la reacción vio destruidas todas sus esperanzas y sus perspectivas; si no quería abjurar de sus convicciones más caras, Egipto ya nada tenía que ofrecerle: había perdido su patria. En tal trance halló un recurso extraordinario. lkhnaton, el soñador, se había extrañado a su pueblo y había dejado desmembrarse su imperio. Con su naturaleza enérgica, Moisés forjó el plan de fundar un nuevo imperio, de hallar un nuevo pueblo al cual pudiera dar, para rendirle culto, la religión desdeñada por Egipto. Como vemos, era un heroico intento de oponerse al destino, de resarcirse doblemente por las pérdidas que le trajo la catástrofe de Ikhnaton. Moisés quizá fuera por esa época gobernador de aquella provincia limítrofe (Gosen) en la que (¿ya en tiempos de los hicsos?) se habían radicado ciertas tribus semitas. A éstas las eligió como su nuevo pueblo. ¡Decisión crucial en la historia humana!
Una vez concertado el plan con estos pueblos, Moisés se puso a su cabeza y organizó «con mano fuerte» su salida. En plena contradicción con las tradiciones bíblicas, cabe aceptar que este éxodo transcurrió pacíficamente y sin persecución alguna, pues la autoridad de Moisés lo facilitaba y en aquellos tiempos no existía un poder central que hubiese podido impedirlo. De acuerdo con esta construcción nuestra, el Éxodo de Egipto correspondería a la época entre 1358 y 1350; es decir, después de la muerte de Ikhnaton y antes de que la autoridad estatal fuera restablecida por Haremhab. El objetivo de la emigración sólo podía ser la tierra de Canaán. Después del derrumbe del dominio egipcio habían irrumpido allí huestes de belicosos arameos que la conquistaron y saquearon, demostrando así dónde un pueblo emprendedor podía hallar nuevas tierras. Tenemos noticias de estos guerreros a través de las cartas halladas en 1887 en el archivo de las ruinas de Amarna. Allí se los llama habiru, nombre que, no se sabe cómo, pasó a los invasores judíos -hebreos- que llegaron posteriormente y aa los cuales no pueden aludir la cartas de Amarna. Al sur de Palestina, en Canaán, también vivían aquellas tribus que eran parientes más próximas de los judíos emigrantes de Egipto.
Los motivos que hemos colegido en el Éxodo de los judíos también explican la práctica de la circuncisión. Sabemos cómo reaccionan los hombres, tanto los pueblos como los individuos, frente a esta antiquísima costumbre, apenas comprendida en la actualidad. Quienes no la practican, la consideran sumamente extraña y le tienen cierto horror; los otros, en cambio, los que adoptaron la circuncisión, están orgullosos de ella; se sienten elevados, como ennoblecidos, y consideran despectivamente a los demás, que les parecen impuros. Aún hoy, el turco insulta al cristiano llamándolo «perro incircunciso». Es concebible que Moisés, a su vez circunciso por ser egipcio, también compartiera esta posición. Los judíos, con quienes se disponían a dejar la patria, debían ser para él sustitutos perfeccionados de los egipcios que dejaba atrás. En ningún caso podían ser inferiores a éstos. Quiso hacer de ellos un «pueblo sagrado» -como dice expresamente el texto bíblico-, y para indicar tal consagración también estableció entre ellos esa costumbre, que, cuanto menos, los equiparaba con los egipcios. Además, hubo de resultarle conveniente el que esta característica aislara a los judíos, impidiéndoles mezclarse con los pueblos extraños que encontrarían en su emigración, tal como los mismos egipcios se habían discernido de todos los extranjeros.
Pero la tradición judía adoptó más tarde una actitud tal como si la oprimiera el razonamiento que acabamos de desarrollar. Conceder que la circuncisión era una costumbre egipcia introducida por Moisés casi equivalía a aceptar que la religión instituida por éste también había sido egipcia. Existían, sin embargo, poderosas razones para negar ese hecho; en consecuencia, también era preciso contradecir todas las circunstancias relacionadas con la circuncisión.
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Llegados aquí me dispongo a oír el reproche de haber levantado con excesiva o injustificada certidumbre toda esta construcción hipotética que sitúa a Moisés el egipcio, en la época de Ikhnaton; que deriva de las condiciones políticas de esa época su decisión de conducir al pueblo judío; que identifica la religión cedida o impuesta a sus protegidos con la de Aton, recién abandonada en el propio Egipto. Creo que esa objeción es injustificada. Ya he destacado el elemento dubitativo en mis palabras iniciales, estableciéndolo como un denominador común que no es preciso repetir en cada cuociente.
Algunas de mis propias observaciones críticas permiten proseguir la consideración del problema. El elemento nuclear de nuestro planteamiento, es decir, la conclusión de que el monoteísmo judío depende del episodio monoteísta en la historia de Egipto, ha sido presumido y señalado vagamente por distintos autores. Evitaré repetir aquí estas opiniones, pues ninguna de ellas nos muestra el camino por el cual puede haberse ejercido tal influencia. Aunque nosotros la consideramos ligada indisolublemente a la persona de Moisés, también cabe considerar sobre esta base posibilidades distintas de la que preferimos. No es de creer que el derrumbamiento de la religión oficial de Aton hubiese puesto definitivo punto final a la corriente monoteísta en Egipto. La escala sacerdotal de On, de la que había surgido, sobrevivió a la catástrofe y su ideología seguramente siguió influyendo sobre generaciones enteras posteriores a Ikhnaton. Con ello, la empresa de Moisés también sería concebible, aunque éste no hubiese vivido en la época de Ikhnaton y aunque no hubiese experimentado su influencia personal; sólo es necesario que fuera un prosélito o tan sólo un miembro de la escuela de On. Esta posibilidad desplazaría la fecha del Éxodo, aproximándola a la que se suele aceptar (siglo XIII); por lo demás, ningún otro dato aboga en su favor. Aceptando esta eventualidad, tendríamos que abandonar todos los motivos que animaron a Moisés y faltaría la facilitación del Éxodo por la anarquía reinante en el país. Los reyes siguientes de la dinastía XIX implantaron un régimen fuerte. Todas las circunstancias externas e internas favorables al Éxodo sólo coinciden en la época que sigue inmediatamente a la muerte del rey hereje.
Fuera de la Biblia, los judíos poseen una rica literatura, en la cual se encuentran las leyendas y los mitos que en el curso de los siglos se formaron alrededor de la grandiosa figura de su primer conductor e institutor de la religión, transfigurándolo y oscureciéndolo a la vez. En este material pueden encontrarse diseminados algunos fragmentos de tradiciones fidedignas que no hallaron cabida en los cinco libros bíblicos. Una de dichas leyendas describe cautivantemente cómo la ambición del hombre Moisés se expresó ya en su infancia. Cierta vez que el faraón lo tomó en brazos y lo levantó jugando, el rapaz de tres años le arrancó la corona de la cabeza y se la caló a su vez. El faraón se asustó ante este presagio, apresurándose a interrogar sobre ellos a sus sabios agoreros. En otra ocasión se cuentan victoriosas acciones militares que habría cumplido en Etiopía como general egipcio, agregándose que huyó de Egipto por amenazarlo la envidia de un partido cortesano o del propio faraón. El mismo texto bíblico atribuye a Moisés algunos rasgos que cabe considerar auténticos. Lo describe como un hombre iracundo y colérico, cuando en su furia mata al brutal egipcio que maltrataba a un trabajador judío; cuando, encolerizado por la apostasía del pueblo, hace añicos las Tablas de la Ley que descendiera de la divina montaña; por fin, Dios lo castiga al término de su vida por un acto de impaciencia, sin consignarse la naturaleza de éste. Dado que semejantes cualidades no tienen finalidad laudatoria, bien podrían corresponder a la verdad histórica. Además, cabe aceptar la posibilidad de que muchos rasgos del carácter atribuidos por los judíos a la representación primitiva de su dios, calificándolo de celoso, severo e implacable, procedan en el fondo del recuerdo de Moisés, pues en realidad no había sido un dios invisible quien los sacó de Egipto, sino el hombre Moisés.
Otro rasgo que se le atribuye merece nuestro particular interés. Moisés habría sido «torpe de lengua», es decir, habría padecido una inhibición o un defecto del lenguaje, de modo que en las pretendidas discusiones con el rey necesitó la ayuda de Aarón, al cual se considera hermano suyo. También esto puede ser verdad histórica y contribuiría a dar mayor vida al retrato del gran hombre. Pero es posible asimismo que tenga una significación distinta y más importante. Podría ser que el texto bíblico aludiera, en ligera perífrasis, al hecho de que Moisés era de lengua extranjera, que no podía comunicarse sin intérprete con sus neoegipcios semitas, por lo menos al comienzo de sus relaciones. Es decir, una nueva confirmación de la tesis de que Moisés era egipcio.
Mas nuestra labor parece haber tocado aquí a un término prematuro, pues, demostrada o no, por ahora nada podemos seguir deduciendo de nuestra hipótesis de que Moisés era egipcio. Ningún historiador podrá ver en el relato bíblico sobre Moisés y el Éxodo algo más que un mito piadoso, el cual transformó una antigua tradición al servicio de sus propias tendencias. Ignoramos qué decía originalmente la tradición; mucho nos agradaría averiguar cuáles fueron las tendencias deformadoras, pero éstas se ocultan tras nuestra ignorancia de los hechos históricos. No nos dejaremos confundir por el hecho de que nuestra reconstrucción no incluya tantas otras piezas brillantes del relato bíblico, como las diez plagas, el pasaje del mar Rojo y la solemne entrega de la Ley en el monte Sinaí. En cambio, no quedaremos impasibles al comprobar que nos hemos colocado en antagonismo con la más sobria investigación histórica de nuestros días.
Estos nuevos historiadores, como cuyo representante quisiéramos considerar a Eduard Meyer, se ajustan al relato bíblico en un punto decisivo. También ellos opinan que las tribus judías, de las cuales surgiría más tarde el pueblo de Israel, adoptaron en determinado momento una nueva religión. Pero este acontecimiento no se habría producido en Egipto, ni tampoco al pie de una montaña en la península de Sinaí, sino en una localidad que se designa Meribat-Qadesh, un oasis notable por su riqueza en fuentes y manantiales, situado al sur de Palestina, entre las estribaciones orientales de la península de Sinaí y el límite occidental de Arabia. Allí los judíos adoptaron la veneración de un dios llamado
Jahve, probablemente de la tribu árabe de los madianitas, que habitaba comarcas vecinas. Es muy posible que también otras tribus cercanas adorasen a este dios.
Jahve era, con seguridad, un dios volcánico. Pero, como sabemos, en Egipto no existen volcanes, y tampoco las montañas de la península de Sinaí han tenido jamás tal carácter; en cambio, junto al límite occidental de Arabia existen volcanes que quizá aún se encontraran en actividad en épocas relativamente recientes. De modo que una de esas montañas debe haber sido el Sinaí-Horeb, donde se suponía que moraba Jahve. Pese a todas las modificaciones que sufrió el relato bíblico, según E. Meyer podría reconstruirse el carácter original del dios: es un demonio siniestro y sangriento que ronda por la noche y teme la luz del día, El mediador entre el dios y el pueblo, el que instituyó la nueva religión, es identificado con Moisés. Era el yerno del sacerdote madianita Jethro y pacía sus rebaños cuando tuvo la revelación divina. También recibió en Qadesh la visita de Jethro, quien le impartió instrucciones. E. Meyer afirma no haber dudado jamás que la narración de la estancia en Egipto y de la catástrofe que afectó a los egipcios contuviera algún núcleo histórico, pero evidentemente no acierta a situar y a utilizar este hecho, cuya legitimidad acepta. Sólo está dispuesto a derivar de Egipto la costumbre de la circuncisión. Este historiador aporta dos importantes indicios a nuestra precedente argumentación: primero, el de que Josué conmina al pueblo a circuncidarse «para quitar de vosotros el oprobio de Egipto»; luego, la cita de Heródoto, según la cual los fenicios (seguramente se refiere a los judíos) y los asirios de Palestina confiesan haber aprendido de los egipcios la práctica de la circuncisión. No obstante, concede escaso valor a la notación de un Moisés egipcio. «El Moisés que conocemos es el antecesor de los sacerdotes de Qadesh, es decir, un personaje de la leyenda genealógica relacionada con el culto, pero en modo alguno una personalidad histórica. Por eso, excluyendo a quienes aceptan ingenuamente la tradición como verdad histórica, ninguno de los que lo trataron como un personaje histórico logró atribuirle algún contenido determinado, no pudo representarlo como una individualidad concreta ni señalar algo que hubiese creado y que correspondiera a su obra histórica».
En cambio, Meyer no deja de acentuar las relaciones entre Moisés, por un lado, y Qadesh y Madián, por otro. «La figura de Moisés, tan íntimamente vinculada a Madián y a los lugares del culto en el desierto». «Esta figura de Moisés está, pues, indisolublemente ligada con Qadesh (Massah y Maribah), vinculación que es completada por el parentesco con el sacerdote madianita. En cambio, su relación con el Éxodo y toda la historia de su juventud son completamente secundarias y meras consecuencias de haber querido adaptar a Moisés una historia legendaria de texto cerrado en sí mismo». Meyer también indica que todas las características contenidas en la historia juvenil de Moisés son abandonadas más tarde. «Moisés, en Madián, ya no es un egipcio y nieto del faraón, sino un pastor a quien se le ha revelado Jahve. En la narración de las plagas ya no se mencionan sus antiguos parentescos, aunque bien podían haberse prestado para producir un efecto dramático; además, la orden de matar a los niños israelitas queda relegada al olvido. En la partida y en la aniquilación de los egipcios, Moisés no desempeña papel alguno y ni siquiera se le menciona. El carácter heroico que presupone la leyenda de su niñez falta completamente en el Moisés ulterior; ya no es más que el taumaturgo, un milagrero a quien Jahve ha dotado de poderes sobrenaturales...»
No podemos eludir la impresión de que este Moisés de Qadesh y Madián, al que la propia tradición pudo atribuir la erección de una serpiente de bronce que oficiara como divinidad curativa, es un personaje muy distinto del magnífico egipcio inferido por nosotros, que dio al pueblo una religión en la cual condenaba con la mayor severidad toda magia y hechicería. Nuestro Moisés egipcio quizá no discrepara del Moisés madianita en menor medida que el dios universal Aton del demonio Jahve, habitante del monte sagrado. Y si hemos de conceder la más mínima fe a las revelaciones de los historiadores contemporáneos, no podemos sino confesarnos que la hebra que pretendíamos hilar partiendo de la hipótesis de que Moisés era egipcio ha vuelto a romperse por segunda vez, y al parecer sin dejar ahora esperanzas de poder reanudarla.
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Pero también aquí nos hallamos con un expediente inesperado. Los esfuerzos por concebir a Moisés como una figura que trasciende los rasgos de un mero sacerdote de Qadesh y por confirmar la grandeza que la tradición ensalza en él, tampoco cejaron después de los trabajos de Eduard Meyer (Gressmann, entre otros). En el año 1922. Ernest Sellin hizo un descubrimiento que ejerce decisiva influencia sobre nuestro problema. Estudiando al profeta Oseas (segunda mitad del siglo VIII), halló rastros inconfundibles de una tradición según la cual Moisés, el institutor de la religión, habría tenido fin violento en el curso de una rebelión de su pueblo, tozudo y levantisco, que al mismo tiempo renegó de la religión instituida por aquél. Pero esta tradición no se limita a Oseas, sino que también la encontramos en la mayoría de los profetas ulteriores, al punto que Sellin la considera como fundamento de todas las esperanzas mesiánicas más recientes. Al concluir el Exilio de Babilonia se desarrolló en el pueblo judío la creencia de que Moisés, tan miserablemente asesinado, retornaría de entre los muertos para conducir a su pueblo arrepentido -y quizá no sólo a éste- al reino de la eterna bienaventuranza. No han de ocuparnos aquí las evidentes vinculaciones de esta tradición con el destino del fundador de una religión ulterior.
Naturalmente, tampoco esta vez puedo decidir si Sellin interpretó correctamente los pasajes proféticos; pero en caso de que tenga razón, cabe conceder autenticidad histórica a la tradición que ha descubierto, pues tales hechos no se fraguan fácilmente. Carecen de todo motivo tangible, si realmente ocurrieron, resultaría fácil comprender que se quisiera olvidarlos. No es preciso que aceptemos todos los detalles de la tradición. Sellin opina que el lugar del asesinato de Moisés corresponde a Shittim, en Transjordania; pero pronto veremos que esta localidad es incompatible con nuestros razonamientos.
Adoptemos de Sellin la hipótesis de que el Moisés egipcio fue asesinado por los judíos, que la religión instituida por él fue repudiada. Esta presunción nos permite conservar el hilo que veníamos persiguiendo, sin caer en contradicción con los resultados fidedignos de la investigación histórica. Pero en lo restante nos atrevemos a independizarnos de los autores, «avanzando sin guía por sendero virgen». El Éxodo de Egipto seguirá siendo nuestro punto de partida. Deben haber sido muchos los que abandonaron el país junto con Moisés, pues un grupo pequeño no habría merecido el esfuerzo a los ojos de este hombre ambicioso y animado de grandes proyectos. Probablemente los emigrantes habían residido en el país el tiempo suficiente como para formar una población numerosa, pero no erraremos al aceptar, con la mayoría de los autores, que sólo una pequeña parte de quienes formaron más tarde el pueblo de los judíos sufrieron realmente los azares de Egipto. En otros términos: la tribu retornada de Egipto se unió ulteriormente, en la región situada entre aquel país y Canaán, con otras tribus emparentadas que residían allí desde hacía mucho tiempo. La expresión de esta alianza, que dio origen al pueblo de Israel, fue el establecimiento de una nueva religión -la de Jahve-, común a todas las tribus; suceso que, según E. Meyer, ocurrió en Qadesh, bajo la influencia madianita. Después de esto, el pueblo se sintió con fuerzas suficientes para emprender la invasión de Canaán. Este proceso es incompatible con el hecho de que la catástrofe de Moisés y de su religión ocurriera en Transjordania; por el contrario, debe haber sucedido mucho antes de la alianza.
En la formación del pueblo judío seguramente se aunaron muy distintos elementos, pero la mayor discrepancia entre estas tribus debe haber residido en su pasado: si habían estado o no en Egipto y si soportaron los azares consiguientes. Basándonos en este elemento, podemos decir que la nación judía surgió de la fusión de dos componentes; y, en efecto, de acuerdo con ello, la nación se desmembró, luego de un breve período de unidad política, en dos partes: el reino de Israel y el reino de Judea. La historia se complace en semejantes retornos a estos previos que anulan fusiones ulteriores y manifiestan de nuevo las divisiones precedentes. El caso más notable de esta clase lo constituye, como se sabe, la Reforma, que volvió a manifestar, al cabo de más de un siglo, la línea divisoria entre la parte de Germania que otrora había sido romana y la que siempre permaneció independiente. Para el caso del pueblo judío no podemos demostrar una reproducción tan fiel del viejo estado de cosas, nuestros conocimientos de esas épocas son demasiado inseguros como para justificar la afirmación de que en el reino septentrional se habrían reunido las tribus autócratas, y en el reino meridional, las retornadas de Egipto. Como quiera que sea, el cisma ulterior también debe haber guardado relación, en este caso, con la fusión precedente. Con toda probabilidad, los que volvieron de Egipto formaban minoría, pero demostraron ser culturalmente más fuertes; ejercieron una influencia más poderosa sobre la evolución ulterior del pueblo, porque traían consigo una tradición que faltaba a los otros.
Quizá trajeran también algo más tangible que una tradición. Entre los más grandes enigmas de la prehistoria judía se encuentra el del origen de los levitas. Se los remonta a una de las doce tribus de Israel, a la de Leví, pero ninguna tradición se aventuró a indicar de dónde procedía esta tribu o qué comarca del país conquistado de Canaán le fue adjudicada. Sus miembros ocupaban los más importantes cargos sacerdotales, pero se los distinguía de los sacerdotes: un levita no es por fuerza un sacerdote; no se trata, pues, del nombre de una casta. Nuestra premisa sobre la persona de Moisés nos aproxima a una explicación. No es de creer que un gran señor, como el egipcio Moisés, se uniese sin compañía a un pueblo que le era extraño; sin duda llevó consigo un séquito: sus prosélitos más próximos, sus escribas, su servidumbre. Esos fueron originalmente los levitas. La afirmación tradicional de que Moisés era un levita parece una desfiguración muy trasparente de la verdad: los levitas eran las gentes de Moisés. Esta solución es abonada por el hecho, ya mencionado en mi ensayo precedente, de que sólo entre los levitas siguen apareciendo, más tarde, nombres egipcios. Cabe suponer que buena parte de esta gente de Moisés escapase a la catástrofe que cayó sobre él y sobre su institución religiosa. En las generaciones siguientes se multiplicaron y se fundieron con el pueblo en el cual vivían, pero permanecieron fieles a su amo, mantuvieron vivo su recuerdo y cultivaron la tradición de sus doctrinas. En la época de la fusión con los creyentes de Jahve formaban una minoría de gran influencia y de cultura superior.
Doy por establecido, por ahora con carácter hipotético, que entre la caída de Moisés y la institución religiosa en Qadesh transcurrieron dos generaciones, quizá un siglo entero. No veo modo alguno que nos permita decidir si los neoegipcios -como aquí quisiera llamarlos a manera de distinción-, es decir, si los emigrantes se encontraron con las tribus emparentadas después que hubieron adoptado la religión de Jahve, o si ya se juntaron anteriormente. Podría considerarse como más probable esta última eventualidad; pero, en todo caso, nada importa para el resultado final, pues lo que sucedió en Qadesh fue una transacción que exhibe de manera inconfundible la participación de las tribus mosaicas.
Una vez más podemos remitirnos al testimonio de la circuncisión, que ya nos ha prestado servicios tan importantes en repetidas ocasiones, cual si fuera un «fósil cardinal». Esta costumbre se convirtió también en un precepto de la religión de Jahve, y estando indisolublemente vinculada a Egipto, sólo puede haber sido aceptada por concesión a los secuaces de Moisés, quienes -o, en todo caso, los levitas entre ellos- no querían renunciar a este signo de su consagración. Por lo menos eso querían salvar de su antigua religión, y a tal precio estaban dispuestos a aceptar la nueva deidad y cuanto le atribuían los sacerdotes madianitas. Es posible que también obtuvieran otras concesiones. Ya hemos mencionado que el ritual judío impone ciertas restricciones en el uso del nombre de Dios. En lugar de Jahve debía decirse Adonai. Sería fácil vincular este precepto con el razonamiento que venimos siguiendo, pero se trata de una mera conjetura sin mayor fundamento. La prohibición de pronunciar el nombre divino es, como sabemos, un antiquísimo tabú. No se llega a comprender por qué reapareció precisamente en los mandamientos judíos, pero no es imposible que ello sucediera bajo la influencia de una nueva motivación. No es preciso suponer que la prohibición fuera cumplida consecuentemente, pues el nombre del dios Jahve quedó librado a la formación de nombres propios teofóricos, es decir, de los compuestos como Johanan, Jehú, Josué. Sin embargo, este nombre estaba rodeado de circunstancias peculiares. Es sabido que la exégesis de la Biblia acepta dos fuentes para el Hexateuco, designadas con las letras J y E, porque una de ellas emplea el nombre divino Jahve, mientras que la otra recurre a Elohim. Es cierto que dice Elohim y no Adonai, pero puede aducirse aquí la observación de un autor ya citado: «Los nombres distintos son el índice de dioses primitivamente distintos».
Aceptamos que la subsistencia de la circuncisión era una prueba de la transacción realizada al instante la religión en Qadesh. Sus términos podemos colegirlos de los relatos concordantes de J y E, es decir, de las partes que proceden de una fuente común (crónica escrita o tradición oral). La tendencia directriz era la de demostrar la grandeza y el poderío del nuevo dios Jahve. Dado que la gente de Moisés concedía tan alto valor a su Éxodo de Egipto, este acto de liberación hubo de ser atribuido a Jahve, ornándolo con aderezos que proclamaran la terrible grandeza del dios volcánico, como la columna de humo que de noche se convertía en columna de fuego, como la tempestad que dejó momentáneamente seco el mar, de modo que los perseguidores fueron ahogados por las aguas al cerrarse éstas sobre ellos. Al mismo tiempo, el Éxodo fue aproximado a la fundación de la religión, negándose el prolongado intervalo que media entre ambos hechos; tampoco se deja que la entrega de la Ley suceda en Qadesh, sino que se la sitúa al pie de la montaña sagrada, entre manifestaciones de una erupción volcánica. Pero esta representación cometió gran injusticia contra la memoria del hombre Moisés, pues él, y no el dios volcánico, había sido quien libertó al pueblo de los egipcios. Debíasele, pues, una indemnización, que le fue rendida transportándolo a Qadesh o al Sinaí-Horeb y colocándolo en lugar de los sacerdotes madianitas. Más adelante indicaremos cómo esta solución vino a satisfacer una segunda tendencia, urgente e ineludible. De tal manera, se estableció una especie de compensación: a Jahve, originario de una montaña madianitas se lo dejó extender su injerencia a Egipto; la existencia y la actividad de Moisés, en cambio, fueron extendidas hasta Qadesh y Transjordania, fundiéndolo así con la persona del que ulteriormente instituyó la religión, con el yerno del madianita Jethro, a quien prestó su nombre de Moisés. Pero nada personal podemos decir de este otro Moisés, que es completamente ocultado por el anterior, el egipcio. El único recurso consiste en partir de las contradicciones que presenta el texto bíblico al trazar el retrato de Moisés. Muchas veces lo presenta como dominante, irascible, aun violento; y, sin embargo, también se dice de él que habría sido el más benigno y paciente de los hombres. Es evidente que estas últimas propiedades poco habrían servido al Moisés egipcio, que proyectaba tan grandes y arduas empresas con su pueblo; quizá fueron rasgos pertenecientes al otro, al madianita. Creo que es lícito separar de nuevo a ambas personas, aceptando que el Moisés egipcio jamás estuvo con Qadesh ni oyó el nombre de Jahve, y que el Moisés madianita nunca pisó el suelo de Egipto y nada sabía de Aton. Para fundir entre sí a ambas personas, la tradición o la leyenda tuvieron que llevar hasta Madián al Moisés egipcio, y ya hemos visto que para explicar este hecho circulaba más de una versión.
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Estamos dispuestos a oír de nuevo el reproche de que hemos procedido con excesiva e injustificada certitud al reconstruir la prehistoria del pueblo de Israel. Pero esta crítica no puede vulnerarnos, pues halla eco en nuestro propio juicio. Bien sabemos que nuestro edificio tiene puntos débiles, pero también pilares sólidos. En su totalidad, nos da la impresión de que valdrá la pena proseguir el estudio en la dirección emprendida. La narración bíblica de que disponemos contiene valiosos y hasta inapreciables datos históricos, que, sin embargo, han sido deformados por influencias tendenciosas y ornados con los productos de la inventiva poética. En el curso de nuestro precedente análisis ya pudimos revelar una de estas tendencias adulteradoras, hallazgo que nos señalará el camino a seguir: la revelación de otras tendencias semejantes. Si disponemos de asideros que nos permitan reconocer las deformaciones producidas por dichas tendencias, lograremos revelar tras ellas nuevos fragmentos de la verdad.
Ante todo, dejemos que la investigación crítica de la Biblia nos diga cuanto sabe sobre los orígenes del Hexateuco, es decir, los cinco libros de Moisés y el de Josué, únicos que aquí nos interesan. Como fuente más antigua se considera a J, el Jahvista, que recientemente se ha querido identificar con el sacerdote Ebjatar, un contemporáneo del rey David. Algo más tarde, aunque no se sabe bien cuándo, aparece el llamado Elohista, que pertenece al reino septentrional. Después de la caída de este reino, en 722, un sacerdote judío, reunió partes de J y de E, añadiéndoles algunas contribuciones propias, compilación que se designa JE. En el siglo VII se agrega el Deuteronomio, quinto libro que se pretendía haber hallado, ya completo, en el Templo. En la época que sigue a la destrucción del Templo (586), en el Exilio y después del retorno, se sitúa la refundición denominada Códice sacerdotal. En el siglo V la obra es objeto de su redacción definitiva, y desde entonces ya no fue esencialmente modificada.
Con toda probabilidad, la historia del rey David y de su época es obra de uno de sus contemporáneos. Se trata de un genuino trabajo historiográfico, cinco siglos antes de Heródoto, el «padre de la Historia», una empresa que podríamos explicarnos más fácilmente si la atribuyésemos a influencia egipcia, de acuerdo con nuestra hipótesis. Hasta se ha llegado a plantear la suposición de que los primitivos israelitas de esa época, los escribas de Moisés, habrían tenido cierta injerencia en la invención del primer alfabeto. Naturalmente, es imposible establecer la medida en que las noticias sobre épocas anteriores reposan en crónicas muy antiguas o en tradiciones orales, ni podemos determinar en cada caso el lapso que medió entre un suceso determinado y su documentación escrita. Pero el texto que tenemos ante nosotros también nos habla con elocuencia sobre su propia historia. Advertimos en él las huellas de dos influencias antagónicas entre sí. Por un lado, fue sometido a elaboraciones que lo falsearon de acuerdo con tendencias secretas, mutilándolo o ampliándolo, hasta invertir a veces su sentido; por otro lado, veló sobre él un piadoso respeto que trató de conservar intactas todas sus partes, siéndole indiferente si los diversos elementos concordaban entre sí o se contradecían mutuamente. De tal suerte, en casi todos los pasajes de la Biblia se encuentran flagrantes omisiones, molestas repeticiones, contradicciones manifiestas; signos todos que traducen cosas que nunca se había querido exponer. En la deformación de un texto sucede algo semejante a lo que ocurre en un crimen. La dificultad no está en cometerlo, sino en borrar sus huellas. Quisiéramos dar a la palabra «deformación» [`Entstellung'] el doble sentido que denota, por más que hoy ya no se lo aplique. En efecto, no significa tan sólo alterar una forma, sino también desplazar algo a otro lugar, trasladarlo. Por consiguiente, en muchos casos de deformación de un texto podremos contar con que hallaremos oculto en alguna otra parte lo suprimido y lo negado, aunque allí se encontrará modificado y separado de su conexo, de modo que no siempre será fácil reconocerlo.
Las tendencias deformadoras que procuramos captar ya deben haber actuado sobre las tradiciones antes de que fuesen registradas por escrito. Una de ellas, quizá la más poderosa de todas, ya la hemos descubierto. Decíamos que al ser instituido en Qadesh el nuevo dios Jahve surgió la necesidad de hacer algo para glorificarlo. Sería más correcto decir: fue necesario imponerlo, abrirle campo, borrar las huellas de religiones anteriores. Esto parece haber sido logrado por completo en lo que se refiere a la religión de las tribus autóctonas, pues ya nada oímos de ella. Con los emigrantes, en cambio. no fue tan fácil alcanzarlo, pues no querían dejarse robar el Éxodo de Egipto, el hombre Moisés ni la costumbre de la circuncisión. Por consiguiente, se aceptó que habían estado en Egipto, pero que habían vuelto a abandonar este país, y desde ese momento debía ser negado todo rastro de la influencia egipcia. Se eliminó al hombre Moisés, trasladándolo a Madián y a Qadesh, y fundiéndolo con el sacerdote que fundó la religión de Jahve. La circulación, el signo más indeleble de la dependencia de Egipto, hubo de ser conservado, pero no faltaron los intentos para desvincular esta costumbre de Egipto, pese a todas las pruebas en contrario. El pasaje tan enigmático del Éxodo, escrito en estilo casi incomprensible, según el cual Jahve se habría encolerizado con Moisés por haber descuidado éste el precepto de la circuncisión, salvándolo su mujer madianita al realizar rápidamente la operación, sólo puede ser concebido como una contradicción intencionada contra aquella verdad tan sospechosa. Pronto nos encontraremos con otra invención destinada a eliminar dicho incómodo testimonio.
Cuando aparecen intentos de negar rotundamente que Jahve fuese un dios nuevo, extraño a los judíos, resulta difícil atribuirlos a una nueva tendencia, pues más bien representan continuaciones de la ya esbozada. Para cumplir aquel propósito se recurre a los mitos de los patriarcas del pueblo judío, a Abraham, Isaac y Jacob. Jahve asevera haber sido ya el dios de esos patriarcas, aunque se ve obligado a confesar que ellos no lo habrían venerado bajo este, su propio nombre.
Pero no agrega cuál fue el otro nombre; y aquí se ofrecía la oportunidad para emprender un ataque decisivo contra el origen egipcio de la circuncisión. Jahve ya se la habría impuesto a Abraham, estableciéndola como testimonio de su pacto con los descendientes del patriarca. Pero esto era una ficción torpe en grado sumo, pues como signo que debe distinguirlo a uno de los demás y que le asegurará un rango de preferencia, se elige algo que no exista en otros, y no algo que millones de seres extraños también podrían exhibir. Cualquier israelita trasladado a Egipto tendría que haber reconocido a todos los egipcios como hermanos de alianza, como hermanos en Jahve. El hecho de que la circuncisión fuese una costumbre nativa en Egipto de ningún modo pudo ser ignorado por los israelitas, que crearon el texto de la Biblia. El pasaje del libro de Josué, mencionado por Eduard Meyer, lo admite sin reservas, pero la circunstancia misma debía ser refutada a cualquier precio.
No se pretenderá que la formación de mitos religiosos tenga gran consideración con el razonamiento lógico. De no ser así, el sentimiento popular podría haberse indignado justificadamente por la conducta de un dios que, habiendo concertado un pacto de mutuo compromiso con los antepasados, no se preocupa luego de sus socios humanos durante siglos enteros, hasta que de pronto se le ocurre revelarse de nuevo a los descendientes. Más extraña aún es la idea de que un dios «elija» de pronto a un pueblo, proclamándolo como «su» pueblo, y a sí mismo como dios de éste. Creo que se trata del único caso semejante en la historia de las religiones. En general, el dios y su pueblo están indisolublemente unidos, constituyen desde el principio una unidad, y aunque a veces oímos de un pueblo que adopta a otro dios, jamás hallamos un dios que elija un nuevo pueblo. Quizá logremos comprender este proceso singular teniendo en cuenta las relaciones entre Moisés y el pueblo judío. Moisés había condescendido a unirse con los judíos, hizo de ellos su pueblo; ellos fueron su «pueblo elegido».
La incorporación de los patriarcas a la nueva región de Jahve sirvió también a otro propósito. Habían vivido en Canaán, su recuerdo estaba ligado a determinados lugares de esa comarca; quizá aun fueran, originalmente, divinidades locales o héroes cananeos que los israelitas inmigrantes adoptaron más tarde para reconstruir su prehistoria. Al evocarlos, se afirmaba en cierta manera el propio origen autóctono y se evitaba así el odio dirigido contra el conquistador intruso. Por cierto un recurso muy hábil, pues de tal manera el dios Jahve no hacía sino restituirles lo que sus antecesores habían poseído.
En las contribuciones ulteriores al texto bíblico prevaleció el propósito de evitar toda mención de Qadesh. Como lugar en que había sido instituida la religión se adoptó definitivamente el monte sagrado Sinaí-Horeb. El motivo de ello no es claramente visible; quizá se pretendiera evitar el recuerdo de la influencia que tuvo Madián. Pero todas las deformaciones ulteriores, especialmente las introducidas en la época del denominado Códice sacerdotal, sirven a otro propósito. Ya no era necesario deformar en sentido determinado las crónicas de sucesos pretéritos, pues eso se había logrado tiempo atrás. En cambio, se trató de referir a épocas pasadas ciertos mandamientos e instituciones del presente buscándoles, por lo general, fundamentos en la legislación mosaica, para derivar de ella su título de santidad y autoridad. Pese a todas las falsificaciones que de este modo sufrió el cuadro del pasado, el procedimiento no carece de cierta justificación psicológica. En efecto, reflejaba el hecho de que, al correr de largos tiempos -desde el Éxodo de Egipto hasta la fijación del texto bíblico bajo Esdras y Nehemías transcurrieron unos ochocientos años-, la religión de Jahve había seguido una evolución retrógrada, hasta coincidir, quizá hasta ser idéntica con la religión primitiva de Moisés.
He aquí el resultado medular, el contenido crucial de la historia de la religión judía.
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Entre todos los acontecimientos de la prehistoria judía que los poetas, los sacerdotes y los historiadores ulteriores trataron de elaborar se destaca uno que era necesario suprimir por los más obvios y poderosos motivos humanos. Se trata del asesinato de Moisés, el gran conductor y libertador, crimen que Sellin pudo colegir a través de alusiones contenidas en los libros de los profetas. No cabe calificar de fantástica la hipótesis de Sellin, pues tiene suficientes visos de probabilidad. Moisés, discípulo de Ikhnaton, tampoco empleó métodos distintos a los del rey: ordenó, impuso al pueblo su creencia. La doctrina de Moisés quizá fuera aún más rígida que la de su maestro, pues ya no necesitaba ajustarse al dios solar, dado que la escuela de On carecía de todo significado para el pueblo extranjero. Tanto Moisés como lkhnaton sufrieron el destino de todos los déspotas ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como los egipcios de la dinastía XVIII para soportar una religión tan espiritualizada, para hallar en su doctrina la satisfacción de sus anhelos. En ambos casos sucedió lo mismo: los tutelados y oprimidos se levantaron y arrojaron de sí la carga de la religión que se les había impuesto. Pero mientras los apacibles egipcios esperaban hasta que el destino hubo eliminado a la sagrada persona del faraón, los indómitos semitas tomaron el destino en sus propias manos y apartaron al tirano de su camino.
Tampoco se puede negar que el texto bíblico, tal como se ha conservado, induce a aceptar este fin de Moisés. La narración de la «peregrinación por el desierto» -que bien puede corresponder a la época del dominio de Moisés- describe una serie de graves sublevaciones contra su autoridad, que -de acuerdo con la ley de Jahve- son reprimidas con sangrientos castigos. Es fácil imaginarse que alguna de estas revueltas tuviese un desenlace distinto del que refiere el texto. Este también nos narra la apostasía del pueblo, aunque lo hace en forma meramente episódica. Trátase de la historia del becerro de oro, en la cual, gracias a un hábil giro, se atribuye al propio Moisés el haber quebrado en su cólera las Tablas de la Ley, acto que debería comprenderse en sentido simbólico («él ha quebrado la ley»).
Llegó una época en la cual se lamentó el asesinato de Moisés y se trató de olvidarlo; sin duda, esto ocurrió en el tiempo del encuentro en Qadesh. Pero abreviando el intervalo entre el Éxodo y la institución religiosa en el oasis, haciendo que en ésta interviniera Moisés en lugar de aquel otro personaje, no sólo quedaban satisfechas las exigencias de la gente de Moisés, sino que también se lograba negar el hecho penoso de su violenta eliminación. En realidad es muy poco probable que Moisés hubiese podido tomar parte en los sucesos de Qadesh, aunque su vida no hubiera tenido un fin prematuro.
Ha llegado el momento de intentar una aclaración de las relaciones cronológicas entre estos hechos. Hemos dejado establecido el Éxodo de Egipto en la época que sigue al fin de la dinastía XVIII (1350 a. J. C.). Puede haber ocurrido entonces o poco más tarde, pues los cronistas egipcios incluyeron los siguientes años de anarquía en la regencia de Haremhab, que le puso fin y que gobernó hasta 1315 a. J. C. El más próximo, pero también el único dato cronológico, lo ofrece la estela de Merneptah (1225-1215 a. J. C.), que celebra el triunfo sobre Isiraal (Israel) y la devastación de sus simientes (?). Por desgracia, la interpretación de este jeroglífico es dudosa, pero se lo acepta como prueba de que ya entonces había tribus israelitas radicadas en Canaán. E. Meyer deduce con acierto de esta estela que Merneptah no pudo haber sido el faraón en cuya época se produjo el Éxodo, como anteriormente se venía aceptando. El Éxodo debe corresponder a una época anterior; por lo demás, es vano preguntarse quién reinaba a la sazón, pues no hay tal faraón del Éxodo, ya que éste se produjo durante un interregno. Mas el descubrimiento de la estela de Merneptah tampoco arroja luz sobre la posible fecha de la unión y de la conversión religiosa en Qadesh. Lo único cierto es que tuvieron lugar en algún momento entre 1350 y 1215 a. J. C. Sospechamos que, dentro de ese siglo, el Éxodo está muy próximo a la primera de esas fechas, y los sucesos de Qadesh no se alejan demasiado de la segunda. Quisiéramos reservar la mayor parte de este período para situar el intervalo que medió entre ambos hechos, pues nos es preciso contar con cierto lapso para que se apaciguaran entre los emigrantes las pasiones agitadas por el asesinato de Moisés y para que la influencia de su gente, de los levitas, aumentara en la medida que presupone el compromiso de Qadesh. Quizá bastaran para ello dos generaciones, unos sesenta años; pero este intervalo casi es demasiado exiguo. La fecha que arroja la estela de Merneptah viene a trastornar nuestros cálculos, pues es demasiado temprana; por otro lado, ya que en nuestra construcción cada hipótesis sólo se funda sobre otra anterior, confesamos que estas consideraciones cronológicas descubren un lado débil de nuestros argumentos. Por desgracia, todo lo concerniente al establecimiento del pueblo judío en Canaán no es menos incierto y confuso. Quizá nos quede el recurso de aceptar que el nombre inscrito en la estela de Israel no se refiera a las tribus cuyo destino intentamos perseguir, que más tarde se fundieron para formar el pueblo israelita. Ello no sería imposible, pues también pasó a este pueblo el nombre de los Habiru (= hebreos), de la época de Amarna.
Cualquiera que sea la fecha en que las tribus se reunieron para formar una nación al aceptar una religión común, este suceso fácilmente podría haber quedado reducido a un acto bastante intrascendente para la historia de la humanidad. En tal caso, la nueva religión habría sido arrastrada por la corriente de los hechos; Jahve habría podido ocupar su plaza en la procesión de los dioses pretéritos que concibió Flaubert; de su pueblo se habrían «perdido» las doce tribus, y no sólo las diez que los anglosajones buscaron durante tanto tiempo. El dios Jahve, a quien Moisés el madianita condujo un nuevo pueblo, probablemente no fuera en modo alguno un ente extraordinario. Era un dios local, violento y mezquino, brutal y sanguinario; había prometido a sus prosélitos la «tierra que mana leche y miel», y los incitó a exterminar «con el filo de la espada» a quienes la habitaban a la sazón. Es en verdad sorprendente que a pesar de todas las refundiciones aún queden en el texto bíblico tantos datos que permiten reconocer el carácter original del dios. Ni siquiera es seguro que su religión fuese un verdadero monoteísmo, que negase categoría divina a las deidades de otros pueblos. Probablemente se limitara a afirmar que el propio dios era más poderoso que todos los dioses extranjeros. Si, pese a esto, todo siguió más tarde un curso distinto del que permitían suponer tales comienzos, ello sólo pudo obedecer a un hecho: Moisés, el egipcio, había dado a una parte del pueblo una representación divina más espiritualizada y elevada, la noción de una deidad única y universal, tan dotada de infinita bondad como de omnipotencia, adversa a todo ceremonial y a toda magia; una deidad que impusiera al hombre el fin supremo de una vida dedicada a la verdad y a la justicia. En efecto, a pesar de lo fragmentarias que son nuestras informaciones sobre los elementos éticos de la religión de Aton, no puede carecer de importancia el que Ikhnaton siempre se calificara a sí mismo, en sus inscripciones, como «el que vive en Maat» (Verdad, Justicia). A la larga, nada importó que el pueblo, quizá ya al poco tiempo, rechazara la doctrina de Moisés y lo eliminara a él mismo, pues subsistió su tradición, cuya influencia logró, aunque sólo paulatinamente, en el curso de los siglos, lo que no alcanzara el propio Moisés. El dios Jahve adquirió honores inmerecidos cuando, a partir de Qadesh, se le atribuyó la hazaña libertadora de Moisés, pero tuvo que pagar muy cara esta usurpación. La sombra del dios cuyo lugar había ocupado se tornó más fuerte que él; al término de la evolución histórica volvió a aparecer, tras su naturaleza, el olvidado dios mosaico. Nadie duda de que sólo la idea de este otro dios permitió al pueblo de Israel soportar todos los golpes del destino y sobrevivir hasta nuestros días.
En el triunfo final del dios mosaico sobre Jahve ya no puede comprobarse la participación de los levitas. Cuando se selló el compromiso de Qadesh, estos habían defendido a Moisés, animados aún por el recuerdo vivo de su amo, cuyos secuaces y compatriotas eran. Pero en los siglos ulteriores terminaron por confundirse con el pueblo o con la clase sacerdotal, y precisamente los sacerdotes asumieron la misión cardinal de desarrollar y vigilar el ritual, de guardar y refundir según sus propios designios los libros sagrados. Pero ¿acaso todo sacrificio y todo ceremonial no eran, en el fondo, sino la magia y hechicería que la antigua doctrina de Moisés había condenado incondicionalmente ? Mas entonces surgieron del pueblo, en interminable sucesión, hombres que no descendían necesariamente de la gente de Moisés, pero que también se sentían poseídos por la grande y poderosa tradición que paulatinamente había ido creciendo en la sombra; y fueron estos hombres, los profetas, quienes proclamaron incansablemente la antigua doctrina mosaica, según la cual el dios condenaba los sacrificios y el ceremonial, exigiendo tan sólo la fe y la consagración a la verdad y a la justicia (Maat). Los esfuerzos de los profetas tuvieron éxito duradero; las doctrinas con las que restablecieron la vieja creencia se convirtieron en contenido definitivo de la religión judía. Suficiente honor es para el pueblo judío que haya logrado mantener viva semejante tradición y producir hombres que la proclamaran, aunque su germen hubiese sido foráneo, aunque la hubiese sembrado un gran hombre extranjero.
No me sentiría seguro en este terreno si no pudiese referirme al juicio de otros investigadores idóneos que consideran en igual forma la significación de Moisés para la historia de la religión judía, aunque no acepten su origen egipcio. Así, por ejemplo, dice Sellin: «Por consiguiente, en principio debemos representarnos la verdadera religión de Moisés, la creencia en el dios único, ético, que ella proclama, como atributo de un pequeño círculo del pueblo. En principio, no podremos esperar hallarla en el culto oficial, en la religión de los sacerdotes, en las creencias populares. Sólo podemos contar, en principio, con que ora aquí ora allá, vuelva a inflamarse alguna vez una chispa de la gran conflagración espiritual que otrora provocara; que sus ideas no hubiesen muerto, sino que influyeran silenciosamente sobre las creencias y las costumbres, hasta que alguna vez, tarde o temprano, bajo el influjo de vivencias poderosas o de personalidades profundamente imbuidas de este espíritu, volviesen a surgir con mayor potencia y lograsen dominio sobre las grandes masas del pueblo. En principio, la historia de la antigua religión israelita debe considerarse desde este punto de vista. Quien pretendiera reconstruir la religión mosaica de acuerdo con la forma en que las crónicas históricas nos la describen en la vida popular durante los primeros cinco siglos en Canaán, cometería el más grave error metodológico.» Volz se expresa aún más claramente: considera «que la gigantesca obra de Moisés sólo fue comprendida y aplicada, al principio, muy débil y escasamente, hasta que en el curso de los siglos se impuso cada vez más, y por fin encontró en los grandes profetas espíritus afines que continuaron la obra del solitario sembrador».
Con esto he llegado al término de mi trabajo, que en realidad sólo estaba destinado al único fin de adaptar la figura de un Moisés egipcio a la historia judía. Expondré en breves fórmulas el resultado alcanzado. A las conocidas dualidades de la historia judía -dos pueblos que se funden para formar una nación, dos reinos en que se desmiembra esta nación, dos nombres divinos en las fuentes de la Biblia- agregamos dos nuevas dualidades: dos fundaciones de nuevas religiones, la primera desplazada por la segunda y más tarde resurgida triunfalmente tras aquélla; dos fundadores de religiones, denominados ambos con el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades hemos de separar entre sí. Mas todas estas dualidades no son sino consecuencias forzosas de la primera: de que una parte del pueblo sufrió una experiencia que cabe considerar traumática y que la otra parte eludió. Al respecto aún queda mucho por considerar, por explicar y confirmar; sólo entonces podría justificarse,en realidad, el interés dedicado a nuestro estudio, puramente histórico. Sería, por cierto, una tarea tentadora la de estudiar, en el caso especial del pueblo judío, en qué consiste la índole intrínseca de una tradición y a qué se debe su particular poderío; cuán imposible es negar el influjo personal de determinados grandes hombres sobre la historia de la humanidad; qué profanación de la grandiosa multiformidad de la vida humana se comete al no aceptar sino los motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuentes derivan ciertas ideas, especialmente las religiosas, la fuerza necesaria para subyugar a los individuos y a los pueblos. Semejante continuación de mi trabajo vendría a relacionarse con opiniones formuladas hace veinticinco años en Totem y tabú; pero ya no me siento con fuerzas suficientes para realizar esta labor.
http://www.cayocesarcaligula.com.ar/Textos/Moises_Freud/02.html
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ultimaedad. ¿Usted cree que la Biblia es el único libro que narra una creación?
Muchos otros libros lo hacen y la mayoría son anteriores a la Biblia. Por esa regla de tres debería usted creer en los dioses de esas otras mitologías más primitivas. |
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cada quien decide creer en lo que quiera. el corán habla de como dios creo el universo, no da muchos detalles, pero difiere de la biblia y los musulmanes dicen tener el Dios de abraham. ¿pero como dicen tener ese dios si difiere en su creación del Dios de abraham? eso se respeta ya que ellos desdieron creer en el coran como una revelación de dios. yo decidí creer en la biblia, y tu has decidido creer en una critica o análisis de moisés.
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Ultimaedad
Tú Dios es un plagio de Moisés. |
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De: Berlín |
Enviado: 11/08/2012 00:50 |
Rosenberg
ultimaedad. ¿Usted cree que la Biblia es el único libro que narra una creación?
Muchos otros libros lo hacen y la mayoría son anteriores a la Biblia. Por esa regla de tres debería usted creer en los dioses de esas otras mitologías más primitivas.
No esperes que entiendan algo. Ya ves la respuesta de ultimaedad. Meando fuera del tiesto.
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