LA INTOLERANCIA
José María Castillo
Muchas
veces se ha dicho que la intolerancia es constitutiva de los españoles.
Eso afirmaban algunos frailes en el siglo XIX. Y lo hemos visto de
sobra en el siglo XX, sobre todo desde la república y la guerra civil
hasta la insoportable crispación vivida en la pasada legislatura. Pero
es un error decir que la intolerancia es característica de tal país, de
tal grupo o de tal persona. Intolerantes somos todos. Es más, la
intolerancia ya se da en los animales, muchos de los cuales marcan su
territorio con sus propios excrementos y luego luchan a muerte para no
tolerar que otro les arrebate lo que les pertenece. La intolerancia es
natural en el niño, como afán de apoderarse de todo lo que le gusta. Y
es que la intolerancia escapa a todo análisis, a toda definición. Como
bien ha dicho Umberto Eco, cuando la intolerancia se convierte en
teoría, ya es tarde para derrotarla.
Afinando más, P. Ricoeur ha
precisado: "La intolerancia tiene su fuente en una disposición común a
todos los hombres, que es la de imponer sus propias creencias, sus
propias convicciones, dado que cada individuo no sólo tiene poder para
imponerlas, sino que, además, está convencido de la legitimidad de
dicho poder". Por eso el mismo Ricoeur añade: "Dos son los aspectos
esenciales de la intolerancia: la desaprobación de las creencias y
convicciones de los demás, y el poder de impedir a estos últimos vivir
su vida como les plazca".
Pues bien, si esto se da, de una forma u
otra, en todos los seres humanos, la intolerancia aumenta en la medida
en que una persona o un grupo se rige más por creencias que por
evidencias. Nadie va a ser intransigente por defender que dos y dos son
cinco. Pero sí hay mucha gente intransigente por afirmar o por negar la
existencia de Dios. Lo que ocurre es que las evidencias son más escasas
que las creencias. Y lo peor de todo es que hay demasiada gente que
tiene inclinación a convertir en evidencias lo que son meras
convicciones que se aceptan o se rechazan libremente.
Por eso las
instituciones, que se basan en creencias y las fomentan, tienen el
peligro de convertirse en volcanes de intolerancia. Tanto más cuanto
más plural es la sociedad y sus ciudadanos. De ahí que, cuando era
verdad lo de las "dos españas", en España no se podía vivir ni
convivir. La intolerancia nos asfixiaba a todos. Y a muchos les quitó
la vida. Ahora, es verdad que nos matamos por ser de derechas o de
izquierdas. Pero la intolerancia persiste. Entre otras razones, porque
muchos ciudadanos tienen viva la convicción de que la intolerancia da
votos. Lo cual, al menos en España, es un camino erizado de
dificultades y crecientes amenazas. Y si de la política pasamos a la
religión, la cosa es más preocupante. La búsqueda de espacios humanos
de tolerancia entre confesiones religiosas no abunda demasiado. Ni en
eso hemos avanzado mucho en los últimos años. Si nos referimos al
cristianismo, es un hecho que, en el pontificado de Juan Pablo II, se
dieron pasos importantes en el diálogo con los líderes de otras
religiones y con las otras confesiones cristianas, por ejemplo al
aceptar un documento común con los protestantes en el espinoso asunto
de la "justificación por la fe", que de forma tan radical planteó
Lutero en el siglo XVI. Pero tan cierto como lo que acabo de decir es
que, en la Iglesia católica, el papado de Benedicto XVI se está caracterizando, entre otras cosas, por la creciente intolerancia dentro de la Iglesia. Intolerancia entre católicos conservadores y progresistas. Lo cual, hasta cierto punto, es comprensible y ha pasado casi siempre en la Iglesia. El
problema más preocupante radica en el hecho de que la cúpula eclesial
ha tomado partido, de forma clara y decidida, por el sector más
conservador e integrista de la Iglesia. La intolerancia de los que mandan ha encontrado su mejor acogida en la intolerancia de los que más se someten.
Tal
como están las cosas, en este momento de crisis y dificultades, lo que
menos necesitamos es intolerancia. Esa postura no es buena ni para la
sociedad, ni para la Iglesia. Es bueno saber que los tiempos de más prosperidad para la Iglesia
fueron los tiempos en que los cristianos se hicieron más receptivos y
tolerantes. La primera gran expansión del cristianismo se produjo en
una "época de angustia" (E. R. Dodds). Antes de Constantino, cuando se
extendió por el mundo occidental la más grave crisis de su historia,
fue cuando la Iglesia,
en lugar de cerrarse sobre sí misma, se hizo más tolerante con las
gentes de entonces, que se sentían más desamparadas que nunca. Debieron
ser muchos los que experimentaron ese desamparo: los bárbaros
urbanizados, los campesinos llegados a las ciudades en busca de
trabajo, los soldados licenciados, los rentistas arruinados por la
inflación y los esclavos manumitidos. Para todas estas gentes, el
entrar a formar parte de la comunidad cristiana debía de ser el único
medio de conservar el respeto hacia sí mismos y dar a la propia vida
algún sentido. Dentro de la Iglesia
se experimentaba el calor humano y se tenía la prueba de que alguien se
interesa de verdad por nosotros. Sin duda alguna, el mejor servicio que
las religiones pueden prestarnos a todos, en la difícil situación en
que estamos entrando, no es presionar más sobre la gente con
intolerancias que pocos entienden y soportan. Lo que más necesitamos
todos no es intolerancia, sino respeto y acogida. En cualquier caso, lo
que menos falta nos hace ahora mismo es seguir levantando barreras de
intolerancia con los excrementos que nos dividen y nos enfrentan.
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RELIGIÓN DIGITAL .
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JOSÉ MARÍA CASTILLO SÁNCHEZ
http://josemariacastillo.blogspot.com/
TEOLOGÍA SIN CENSURA , ATRÉVETE A PENSAR
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