Entre los siglos V y XI, periodo que, a grandes rasgos, podemos
denominar Alta Edad Media, la Península Ibérica conocerá profundos
cambios. A principios del periodo, el mundo bajoimperial romano, en el
que han perdido peso las ciudades a favor de las villas y el mundo
rural, entra en una profunda crisis. La debilidad del Imperio romano
favoreció la penetración y el establecimiento de pueblos que vivían en
sus fronteras, a los que llamaron bárbaros, esto es, extranjeros.
La Hispania de la Antigüedad tardía, y más precisamente la de finales
del siglo V hasta principios del siglo VIII, ofrece un panorama
histórico, cultural, económico y social muy semejante al del resto de
las provincias del desaparecido Imperio romano. A pesar de ser la zona
más occidental y situarse en el último punto del mundo conocido, su
problemática histórica se inserta directamente en la historia
mediterránea y europea.
El cristianismo había empezado tiempo antes a transformar
lentamente los comportamientos sociales, tanto en los núcleos urbanos
como en las zonas rurales. Sin embargo, en unos y otros ámbitos siguen
perviviendo modos y formas paganos. Las altas capas sociales romanas,
procedentes de las familias senatoriales, siguen -en determinados
casos- persistiendo en su tradición pagana, puesto que esta actitud
responde a una precisa concepción del modo de vida, basada en el otium.
Las grandes propiedades rurales, con una parte dedicada a la
explotación agrícola y ganadera y otra residencial, son el espacio
ideal para vivir el otium como una forma de cultura. Los mosaicos
pavimentales de estas grandes villae reflejan ese modo de vida, la
persistencia de las viejas costumbres romanas, como reacción frente a
la cultura cristiana.
En definitiva, con mayores o menores logros, la diocesis
Hispaniarum se había convertido en un territorio sustancialmente
romanizado, aunque hubiera zonas de romanización bastante superficial;
su sociedad estaba organizada de acuerdo con las reformas que la
administración imperial había introducido a partir de Diocleciano,
a las que se había adaptado; y era, a su vez, un territorio bastante
cristianizado, aunque hubiera supervivencias de creencias y
manifestaciones paganas. En Hispania, como en otros lugares, había
tenido lugar el proceso de asimilación y desarrollo de la cultura
latina. Tras un siglo de relativa paz y prosperidad -por utilizar la
afirmación de J. Arce-
como el siglo IV, la situación se deterioraría a partir del año 409,
debido al traslado de las luchas imperiales al territorio de Hispania y
a la penetración de los primeros pueblos bárbaros:
suevos, vándalos asdingos, silingos y alanos. Es dentro de este
horizonte, y una vez que el poder del Imperio de Occidente se ha
extinguido en la práctica totalidad, en el que se establecerá
definitivamente en Hispania esa nueva gens, esa nueva comunidad, la visigoda,
que ya a lo largo del siglo V, desde su asentamiento de Tolosa había
penetrado como colaboradora del Imperio en diversas expediciones. Dicha
gens, como veremos, no era ajena en absoluto al mundo latino. Su
instalación y posterior desarrollo en la geografía peninsular supone la
culminación de un largo proceso de aculturación, iniciado a partir del
momento en que empiezan las migraciones desde el septentrión atravesando la frontera del Danubio en el año 376. Su asentamiento definitivo en Hispania, a partir del año 507, tras las mencionadas épocas de inestabilidad y luchas abiertas, condujo a la creación de un reino estable donde hispanorromanos
y visigodos quedaron integrados en grandes unidades territoriales. La
integración vino favorecida por el abandono del arrianismo y la conversión al catolicismo,
proceso que, no obstante las graves controversias entre ambas
religiones, ya habría iniciado un primer acercamiento al convertirse
los bárbaros al cristianismo arriano.
Con el paso del tiempo y el desmembramiento de la rígida y
compleja administración del Imperio, las jerarquías gubernamentales van
siendo sustituidas por otras sólidas jerarquías, esta vez monárquicas y
eclesiásticas. La aparición del poder regio supondrá el afianzamiento
definitivo de la Iglesia dentro de la política estatal.
Sin embargo, ese reino teóricamente estable -que, sobre todo desde
mediados del siglo VI, vive una época de cierta uniformidad-, con el
tiempo habría de soportar el peso de dos tendencias opuestas: la
unificadora, territorial y política, que optó por nombrar a Toledousurpaciones, y condujo inevitablemente a un progresivo deterioro de esa estabilidad y a una atomización de facto del poder oficial.