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General: GIORDANO EL HUMANISTA JEJEJE.
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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: hangar3402  (Mensaje original) Enviado: 01/12/2010 03:34

Ego de Hangar dice: Giordano es un priista confundido en sus sentimientos de identidad,

GBN responde: Ni priísta, ni perredista, mis posiciones son claramente humanistas... Doy la razón a la izquierda cuando la tienen así sean comunistas, socialdemócratas o perredistas. Doy la razón a la Iglesia católica apostólica romana cuando la tiene, así que coincido con el Papa Benedicto XVI en el sentido de que el pederasta Maciel, Maciel que defiende Hangar es un enfermo degenerado que le hizo mucho daño a la Iglesia. Di razón al PAN cuando era necesaria la alternancia y el cambio pacífico al país. Lo que no soy, un derechista en el closet como Hangar, que oculta su escapulario y su fe como si lo avregonzaran. Yo respeto a los católicos como respeto a los comunistas, a los homosexuales, a las feministas, a los hombres y mujeres, a los pobres, a los ancianos. Si AMLO realiza un diagnóstico correcto de la realidad, como lo hace en sus 10 propuestas, votaré por él con convicción. Y eso es sin ser perredista o esta afiliado a un partido político.

 

 

 
 ESTE BRUNO, EL HUMANISTA QUE ME  RECUERDA
AL AUTODIDACTA DE LA NAUSEA DE JP SARTRE
 

Jean Paul Sartre 93

La Náusea

ninguna razón para existir.

El Autodidacto se ha puesto grave. Hace un esfuerzo para comprenderme. Me

reí demasiado fuerte; he visto que varias cabezas se volvían hacia mí. Y además

lamento haber dicho tanto. Después de todo, a nadie le interesa.

Repite lentamente:

—Ninguna razón para existir... ¿Quiere usted decir, señor, que la vida no

tiene objeto ?¿No es eso lo que llaman pesimismo?

Reflexiona un instante más y dice, con dulzura:

—He leído hace unos años un libro de un autor americano; se llamaba:

 

¿No es la cuestión que usted plantea?

 

Evidentemente no, no es la cuestión que yo me planteo. Pero no quiero

explicar nada.

—Concluía —me dice el Autodidacto en tono consolador— defendiendo el

optimismo voluntario. La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo. Primero

hay que obrar, lanzarse a una empresa. Cuando se reflexiona, la suerte ya está

echada, uno está comprometido. No sé qué piensa usted de esto, señor.

—Nada —digo.

O más bien pienso que es ésa la clase de mentira que se dicen perpetuamente

el viajante de comercio, los dos jóvenes y el señor del pelo blanco.

El Autodidacto sonríe con un poco de malicia y mucha solemnidad:

—Tampoco es mi opinión. Pienso que no necesitamos buscar tan lejos el

sentido de nuestra vida.

—¿Eh?

—Hay un objeto, señor, hay un objeto... están los hombres.

Exacto: olvidaba que es humanista. Permanece un segundo silencioso, el

tiempo necesario para hacer desaparecer, limpia, inexorablemente, la mitad del

buey estofado y toda una rebanada de pan. “Están los hombres...” Este individuo

tierno acaba de pintarse de cuerpo entero. Sí, pero no sabe decirlo bien. Tiene los

ojos llenos de alma, indiscutiblemente, pero el alma no basta. En otros tiempos

frecuenté a humanistas parisienses; cien veces les oí decir “están los hombres”, y

era otra cosa. Virgan era inigualable. Se quitaba los lentes como si quisiera

mostrarse desnudo en su carne de hombre, clavaba en mí sus ojos

conmovedores, con una lenta mirada de fatiga que parecía desvestirme para

captar mi esencia humana, y murmuraba, melodiosamente: “Están los hombres,

viejo, están los hombres”, dando al “están” una especie de torpe poder, como si

el amor a los hombres continuamente nuevo y asombrado, se trabara en sus alas

gigantescas.

La mímica del Autodidacto no ha adquirido esa suavidad; su amor a los

hombres es ingenuo y bárbaro........

 

 

¿Vale

la pena vivir la vida?

 

 --------------

136 Jean Paul Sartre

La Náusea

Entraron dos muchachos con valijas. Alumnos del liceo. Al corso le gustan

mucho los alumnos del liceo, porque puede ejercer sobre ellos una vigilancia

paternal. A menudo los deja, por gusto, charlar y agitarse en las sillas; de pronto

va con paso furtivo, se detiene detrás de ellos

y  

 

los reprende: “¿Es éste el

 

comportamiento de muchachos grande? Si no prometen cambiar, el señor

bibliotecario está decidido a quejarse al señor Provisor”. Y si protestan, los mira

con sus ojos terribles: “Denme sus nombres”. También dirige sus lecturas: en la

biblioteca ciertos volúmenes están marcados con una cruz roja; es el Infierno:

obras de Gide, de Diderot, de Baudelaire, tratados de medicina. Cuando un

alumno del liceo pide en consulta uno de esos libros, el corso le hace una seña, lo

lleva a un rincón y lo interroga. Al cabo de un momento estalla, y su voz llena la

sala de lectura: “Sin embargo hay libros más interesantes, cuando se tiene su

edad. Libros instructivos. En primer lugar, ¿terminó usted sus deberes? ¿En qué

clase está usted? ¿En segundo? ¿Y no tiene nada que hacer después de las cuatro?

Su profesor viene aquí a menudo; le hablaré de usted”.

Los dos muchachos permanecían plantados cerca de la estufa. El más joven

tenía un hermoso pelo castaño, la piel casi demasiado fina y una boquita maligna

y orgullosa. Su compañero, un gordo fornido con una sombra de bigote, le tocó

el codo y murmuró unas palabras. El morenito no respondió, pero esbozó una

sonrisa imperceptible, llena de altivez y suficiencia. Después los dos eligieron al

descuido un diccionario de uno de los estantes y se acercaron al Autodidacto que

los miraba con ojos fatigados. Los muchachos parecían ignorar su existencia,

pero se sentaron junto a él, el morenito a su izquierda y el rubio a la izquierda

del morenito. En seguida comenzaron a hojear el diccionario. El Autodidacto

dejó errar su mirada por la sala y volvió a su lectura. Jamás sala alguna de

biblioteca ofreció espectáculo más tranquilizador; yo no oía un ruido, salvo el

aliento corto de la señora gorda; sólo veía cabezas inclinadas sobre volúmenes en

octavo. Sin embargo, en ese momento tuve la impresión de que iba a producirse

un acontecimiento desagradable. Todas esas gentes que bajaban los ojos con aire

aplicado, estaban como representando una comedia; yo había sentido pasar,

Entrega de la Legión de Honor al Alcalde.

El turista bouvillés (Fundación Scout bouvillés, 1924):

Esta noche a las 20 y 45, reunión mensual en la sede social, calle Ferdinand Byron 10,

sala A. Orden del día: lectura de la última acta. Correspondencia; banquete anual,

cotización 1932, programa de las salidas en marzo; cuestiones diversas; adhesiones.

Protectora de animales (Sociedad bouvillesa): El jueves próximo, de 15 a 17 horas, sala

C, calle Ferdinand Byron 10, Bouville, permanencia pública. Dirigir la correspondencia

al presidente, a la sede o a la avenida Galvani 154.

Club bouvillés del perro de defensa... Asociación bouvillesa de enfermos de guerra...

Cámara sindical de patrones de taxis... Comité bouvillés de Amigos de las Escuelas

Normales...

 

Jean Paul Sartre 137

La Náusea

momentos antes, sobre nosotros, algo como un hálito de crueldad.

Había terminado mi lectura y no me decidía a irme; aguardaba, fingiendo leer

el periódico. Lo que acrecía mi curiosidad y mi turbación era que los demás

también aguardaban. Me parecía que mi vecina volvía con más rapidez las

páginas del libro. Pasaron unos minutos, y oí cuchicheos. Alcé prudentemente la

cabeza. Los dos chicos habían cerrado el diccionario. El morenito no hablaba,

volvía hacia la derecha un rostro lleno de deferencia e interés. Medio oculto

detrás de su hombro, el rubio aguzaba el oído y se regodeaba en silencio. “¿Pero

quién habla?” pensé.

Era el Autodidacto. Se había inclinado hacia su joven vecino, mirándolo a los

ojos, y le sonreía; yo le veía mover los labios; de vez en cuando palpitaban sus

largas pestañas. No le conocía ese aire de juventud; estaba casi encantador. Pero

por momentos se interrumpía y echaba hacia atrás una mirada inquieta. El

muchachito parecía beber sus palabras. Esta escenita no tenía nada de

extraordinario y ya me aprestaba a proseguir mi lectura, cuando vi que el

muchacho deslizaba lentamente su mano detrás de la espalda sobre el borde de

la mesa. Así oculta a los ojos del Autodidacto, anduvo un instante y se puso a

tantear a su alrededor; luego, habiendo hallado el brazo del rubio gordo, lo

pellizcó violentamente. El otro, demasiado absorbido gozando de las palabras

del Autodidacto, no la había visto venir. Dio un salto y su boca se abrió

desmesuradamente bajo el efecto de la sorpresa y de la admiración. El morenito

había conservado su expresión de interés respetuoso. Hubiera podido dudarse

de si le pertenecía esa mano traviesa. “¿Qué va a hacer?” pensé. Comprendí que

algo innoble iba a producirse, también veía que aún era tiempo de impedir que

aquello se produjera. Pero no lograba adivinar qué era lo que había que impedir.

Por un segundo se me ocurrió levantarme, dar un golpecito en el hombro del

Autodidacto y entablar una conversación con él. Pero en el mismo momento, el

Autodidacto sorprendió mi mirada. Cesó bruscamente de hablar y frunció los

labios con aire de irritación. Desalentado, aparté rápidamente los ojos y volví al

periódico, fingiendo naturalidad. Entre tanto, la señora gorda dejó el libro y

levantó la cabeza. Parecía fascinada. Sentí con claridad que iba a estallar el

drama: todos

querían

que estallara. ¿Qué podía hacer yo? Eché ana ojeada hacía el

corso; ya no miraba por la ventana, se había vuelto a medias hacia nosotros. Pasó

un cuarto de hora. El Autodidacto había reanudado su cuchicheo. Ya no me

atrevía a mirarlo, pero imaginaba tan bien su aire juvenil y tierno y las pesadas

miradas que gravitaban sobre él sin que lo supiera. En un momento oí su risa,

una risita aflautada e infantil. Esto me oprimió el corazón; era como si unos

chicuelos sucios fueran a ahogar un gato. De pronto los cuchicheos cesaron.

Aquel silencio me pareció trágico: era el fin, la muerte. Yo bajaba la cabeza hacia

el periódico y fingía leer, pero no leía; alzaba el entrecejo y levantaba los ojos

todo lo posible para sorprender lo que sucedía en aquel silencio, frente a mí.

 

138 Jean Paul Sartre

La Náusea

Volviendo ligeramente la cabeza, logré pescar algo con el rabillo del ojo: era una

mano, la pequeña mano blanca que hacía un rato se deslizara a lo largo de la

mesa. Ahora reposaba sobre el dorso, floja, suave y sensual, con la indolente

desnudez de una bañista calentándose al sol. Un objeto moreno y velludo se

acercó, vacilante. Era un gran dedo amarillento de tabaco; tenía, junto a esa

mano, toda la falta de gracia del sexo masculino. Se detuvo un instante, rígido,

apuntando hacia la palma frágil, y de pronto, tímidamente, comenzó a

acariciarla. Yo no estaba asombrado sino furioso contra el Autodidacto; ¿no

podía contenerse, el imbécil?; ¿no comprendía el peligro que corría? Le quedaba

una posibilidad, una pequeña posibilidad: si apoyaba las dos manos sobre la

mesa, a cada lado del libro, si permanecía absolutamente tranquilo, quizá

escapara por esta vez a su destino. Pero yo sabía que iba a perder esa posibilidad;

el dedo pasaba suave, humildemente, por la carne inerte, la rozaba apenas sin

atreverse a hacer presión; se hubiera dicho que era consciente de su fealdad. Alcé

de golpe la cabeza, no podía soportar ese pequeño vaivén obstinado; buscaba los

ojos del Autodidacto y tosía con fuerza para avisarle. Pero él había cerrado los

párpados, sonreía. Su otra mano había desaparecido bajo la mesa. Los

muchachitos ya no reían, estaban muy pálidos. El morenito fruncía los labios,

tenía miedo, como si se sintiera abrumado por los acontecimientos. Sin embargo

no retiraba la mano, la dejaba sobre la mesa, inmóvil, apenas un poco crispada.

Su camarada abría la boca, con aire estúpido y horrorizado.

Fue entonces cuando el corso empezó a aullar. Se había situado, sin que lo

oyeran, detrás de la silla del Autodidacto. Estaba carmesí y parecía reír, pero sus

ojos centelleaban. Salté de mi silla, pero me sentí casi aliviado: la espera era

demasiado penosa. Deseaba que aquello terminara lo antes posible, que lo

echaran si querían, pero que terminara. Los dos muchachos, blancos como el

papel, tomaron sus valijas en un abrir y cerrar de ojos, y desaparecieron.

—Lo he visto —gritaba el corso ebrio de furor—, esta vez lo be visto, no irá

usted a decir que no es cierto. ¿Irá a decirme, que esta vez no es cierto?. ¿Cree

que no vi su manejo? No soy ciego, buen hombre. ¡Paciencia, me decía yo,

paciencia! Cuando lo pesque le costará caro. Oh, si, le costará caro. Conozco su

nombre, conozco su dirección, me he informado, ¿comprende? También conozco

a su patrón, M. Chuillier. Será él el sorprendido mañana por la mañana, cuando

reciba una carta del señor bibliotecario. ¿Eh? Cállese —le dice, revolviendo los

ojos—. Ante todo, no hay por qué imaginar que esto se detendrá aquí. En Francia

hay tribunales para gente de su clase. ¡El señor se instruía! ¡El señor completaba

su cultura! El señor, me molestaba todo el tiempo por informes o libros. Nunca

me la hizo tragar, ¿sabe?

El Autodidacto no demostraba sorpresa. Hacía años que esperaba este

desenlace Cien veces se habría imaginado lo que sucedería cuando el corso se

deslizara con paso furtivo detrás de él y una voz furiosa resonara de golpe en sus

 

Jean Paul Sartre 139

La Náusea

oídos. Y sin embargo, volvía todas las tardes, continuaba febrilmente sus lecturas

y, de vez en cuando, como un ladrón, acariciaba la mano blanca, o tal vez la

pierna de un muchachito. Era más bien resignación lo que yo leía en su rostro.

—No sé que quiere usted decir —balbuceó—, hace años que vengo aquí.

Fingía indignación, sorpresa, pero sin convencimiento. Sabía perfectamente

que el hecho estaba allí, y que ya nada podría detenerlo, que era preciso vivir sus

minutos uno por uno.

—No le haga caso, yo lo he visto —dijo mi vecina. Se había levantado

pesadamente—: ¡Ah, no! No es la primera vez que lo veo; el lunes pasado, sin ir

más lejos, lo vi y no quise decir nada porque no di crédito a mis ojos, y no

hubiera pensado que en una biblioteca, un lugar serio donde la gente viene a

instruirse, pasaran cosas que hacen sonrojar. No tengo hijos, pero compadezco a

las madres que envían a los suyos a trabajar aquí y creen que están bien

tranquilos, al abrigo, cuando hay monstruos que no respetan nada y les impiden

hacer los deberes.

El corso se acercó al Autodidacto.

—¿Oye lo que dice la señora? —le gritó a la cara—. No necesita usted

representar una comedia. ¡Lo han visto, cochino infeliz!

—Señor, le ordeno que sea educado —dijo el Autodidacto con dignidad.

Estaba en su papel. Acaso hubiera querido confesar, huir, pero tenía que

desempeñar su papel basta el fin. No miraba al corso, había cerrado casi los ojos.

Le colgaban los brazos; estaba horriblemente pálido. Y entonces, de golpe, una

ola de sangre le subió al rostro.

El corso se ahogaba de furor.

—¿Educado? ¡Porquería! Quizá crea usted qué no lo he visto. Lo espiaba, ya le

digo. Hace meses que lo espío. El Autodidacto se encogió de hombros y fingió

sumirse de nuevo en la lectura. Escarlata, con los ojos llenos de lágrimas, había

adoptado un aire de extremo interés y miraba atentamente una reproducción de

mosaico bizantino.

—Tiene el tupé de seguir leyendo —dijo la señora mirando al corso.

Éste estaba indeciso. Al mismo tiempo, el sub-bibliotecario, un joven tímido y

bien pensado, a quien el corso aterroriza, se había levantado lentamente por

encima del escritorio, y gritaba: “Paoli, ¿qué pasa?”. Hubo un segundo de

indecisión y pude esperar que el asunto quedaría ahí. Pero el corso debió de

pensar en sí mismo y sentirse ridículo. Enervado, sin saber ya qué decir a esa

víctima muda, se irguió en toda su talla y lanzó un gran puñetazo al vacío. El

Autodidacto se volvió espantado. Miraba al corso con la boca abierta; había un

miedo horrible en sus ojos.

—Si usted me golpea, me quejaré —dijo penosamente—; quiero irme por mi

propia voluntad.

Yo me había levantado también, pero era demasiado tarde; el torso emitió un

140 Jean Paul Sartre

La Náusea

pequeño gemido voluptuoso y de improviso aplastó el puño en la nariz del

Autodidacto. Por un segundo sólo vi los ojos de éste, sus magníficos ojos abiertos

de dolor y vergüenza sobre una manga y un puño moreno. Cuando el corso

retiró el puño, la nariz del Autodidacto comenzaba a chorrear sangre. Quiso

llevarse las manos a la cara, pero el corso le dio otro golpe en la comisura de los

labios. El Autodidacto se desplomó sobre la silla y miró hacia adelante con ojos

tímidos y dulces. La sangre le corría de la nariz a, la ropa. Tanteó con la mano

derecha en busca del paquete mientras con la izquierda, obstinadamente, trataba

de enjugar sus nances empapadas.

—Me voy —dijo como para sí.

La mujer, a mi lado, estaba pálida y le brillaban los ojos.

—Tipo cochino, bien hecho.

Yo temblaba de cólera. Rodeé la mesa, tomé al pequeño corso por el cuello y

lo levanté pataleando: de buena gana lo hubiera aplastado contra la mesa. Se

había puesto azul, se debatía, trataba de arañarme; pero sus brazos cortos no

alcanzaban mi cara. Yo no decía nada, pero quería golpearlo en la nariz y

desfigurarlo. El corso lo comprendió, alzó el codo para protegerse el rostro; me

alegraba ver, que tenía miedo. De pronto se puso a hipar:

—Suélteme, bruto. ¿También usted es un marica?

Todavía me pregunto por qué lo solté. ¿Temí las complicaciones? ¿Me han

enmohecido estos años perezosos en Bouville? En otro tiempo no lo hubiera

dejado sin haberle roto los dientes. Me volví hacia el Autodidacto que al fin se

había levantado. Pero evitaba mi mirada; con la cabeza baja, fue a descolgar su

abrigo. Se pasaba constantemente la mano izquierda por debajo de la nariz, como

si siquiera detener la sangre. Pero la sangre seguía salpicando y temí que se

descompusiera. Masculló, sin mirar a nadie:

—Hace años que vengo aquí...

Pero apenas estuvo sobre sus pies, el hombrecito recuperó el dominio de la

situación...

—Lárguese —dijo al Autodidacto—, y no vuelva a poner los pies aquí o lo

haré salir con la policía.

Alcancé al Autodidacto al pie de la escalera. Me sentía incómodo,

avergonzado de su vergüenza; no sabía qué decirle. No pareció advenir mi

presencia. Por fin sacó el pañuelo y escupió algo. La nariz le sangraba un poco

menos.

—Venga conmigo a una farmacia — le dije desmañadamente.

No respondió. Un inerte rumor salía de la sala de lectura. Toda aquella gente

debía de hablar al mismo tiempo. La mujer lanzó una carcajada aguda.

—Nunca más podré volver —dijo el Autodidacto......



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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: nix-hipnos Enviado: 01/12/2010 19:26
Ora si te pusiste espeso mi buen Hangar.
Sartre son palabras mayores (personalmente hay literatura que nunca leeré) pero buen punto.

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: hangar3402 Enviado: 02/12/2010 02:40
LA NAUSEA ES MI LIBRO DE CABECERA, Y A VECES HAY QUE DAR UNA LEIDA
A TODO TIPO DE LECTURA PARA NO SER SORPRENDIDOS POR ENCAMINADORES
DE SANTOS Y LUCHADORES DE CAUSAS PERDIDAS, EN LO PERSONAL HAY OTROS
LIBROS QUE HE RECIBIDO COMO REGALO, LOS CONSIDERO UNA LECTURA
INVALUABLE, ENTRE EL BIEN Y EL MAL DE NIEZTCH, UNA BIOGRAFIA COMENTADA
DE BERTOLD BRETCH, OTRA BIOGRAFIA COMENTADA DE CERVANTES Y OTROS VARIAS
LECTURAS, LOS ALEMANES SON DIFICILES DE ENTENDER SI NO SE CULTIVA
EL GUSTO POR HURGAR DETALLADAMENTE SUS ESCRITOS, PERO UNA VEZ QUE
TE INICIAS EN ELLOS TE DAS CUENTA DE LA RIQUEZA DE SUS REFLEXIONES.
 
UN SALUDO.


 
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