Uno puede ser mediocre y no darse cuenta, pues la mediocridad exige esa clase de desconocimiento. Al igual que el alcohólico que no reconoce que tiene un problema con la bebida; es sólo después de la aceptación, cuando descubre una salida para sus infiernos. Todo reconocimiento va encaminado hacia la individualidad, y alcanzar ese grado de personalidad significa comenzar a apartarse de la mediocridad.
La vulgaridad es en sí un acto en firme de mediocridad. Una especie de exceso hacia los demás. Mientras que el ser mediocre no deja de ser estar en un punto intermedio, la vulgaridad en cambio demuestra una cansina arrogancia de los mediocres. Es en el Bouvard y Pécuchet de Flaubert cuando percibimos que cualquier resabio adoptado sin una previa capacidad profiláctica conlleva quedar atrapado entre los barrotes de la estupidez humana. Decir “las cosas son así” o “yo sé lo que tu no sabes”, no deja de ser banal si no va acompañado de un diálogo fluido. Por el contrario, la belleza del pensamiento se encuentra en la capacidad de discernir los detalles, las texturas o los sentimientos. La creatividad es una consecuencia de tal capacidad, fruto del virtuosismo alcanzado en el grado de observación.
Pero aquellos que creen haber bebido de la vida para declarar que están llenos, y que a la contra muestran torpes palabras llenas de absurda soberbia; aquellos cuyas conversaciones son en realidad maquillados monólogos; aquellos que se creen dueños de la verdad, cuando únicamente son esclavos de sus mentiras; aquellos que no están dispuestos a cambiar de opinión y que se violentan frente a la discrepancia; aquellos que de una única experiencia son capaces de armar necias teorías; aquellos que con facilidad se vuelven exhibicionistas de sus limitaciones.
Sí, a todos ellos yo les acuso de ser vulgares, y por ello merecen mi total desprecio. Vigo
Por Carmen Pérez Rodríguez
Dice Chesterton que vulgaridad es pasar junto a la excelencia y hacer caso omiso de ella. Me ha encantado y me parece que refleja estupendamente mucho de la vida actual. La vulgaridad de las personas, según esta afirmación, está en la incapacidad de sentir la excelencia, lo bueno, lo noble. Está en una manera de ir por la vida en el fondo vacía, sin interioridad, “vulgar”, sin reconocimiento de todo lo que merece la pena, a merced de todo y de todos. No tener ninguna riqueza auténtica. El “vulgo”, se dice del conjunto de personas que en cada situación o tema no conocen, ni viven, ni son capaces de ver más que la parte superficial. También es vulgar ese poner “peros”, en dejarse llevar en todo por la corriente del momento, en ser incapaces de pensar, en vivir completamente de los anuncios, en el tren de un progresismo vacío, que no tiene una meta digna, o de un integrismo seco y carcomido. Porque la vulgaridad que pasa junto a la excelencia y hace caso omiso de ella se da en todos los sectores de la sociedad. No hay nada más que ver y escuchar con un poquillo de mente crítica y con un poquillo, también, de verdad interior de uno mismo. El otro día escuchaba una conversación a unas personas, que se consideran profundamente religiosas, que desde este punto de vista eran completamente vulgares. Su vulgaridad estaba en lo que hablaban, en sus pobres y c¡cateros juicios de valor. Yo conozco algo esa realidad de la que hablaban, y era una pobrísima y miserable caricatura de lo que viven realmente esas religiosas. Lo vulgar en este sentido es la ruindad, la mezquindad que ignora lo que la persona tenía que reconocer, en escatimar el reconocimiento que debería dar, en trasladar todo a la propia medida. No hablo de la envidia, aunque realmente la vulgaridad es también envidiosa. Todos conocemos la famosa anécdota de Agustín de Foxá. Un aristócrata, diplomático y casado con una mujer guapa, que tuvo, por si fuera poco, un importante éxito con una de sus obras de teatro. Cuando alguien le felicitó, se le oyó decir: yo ya he empezado a hacer correr el rumo de que tengo una úlcera de estómago. Así siempre se podría añadir: el pobre, de todos modos, está bastante fastidiado, tiene una úlcera de estómago, y esto ya les será un alivio.
No es cuestión de los típicos esquemas, ricos o pobres, derechas o de izquierdas, de integristas o progresistas. La vulgaridad en el sentido del que habla Chesterton es el suelo común de la vida, la división, muy significativa, de las personas: las que son capaces de reconocer la excelencia y prestan verdadera atención a ella; o las que pasan junto a la excelencia y hacen caso omiso de ella. Los motivos de ambas clases de personas nos ponen de manifiesto la manera de ser. Y este es la manera de ir por la vida, la de la vulgaridad o la de la apertura al reconocimiento de la excelencia. Porque, a última hora, pertenecemos a una de las dos clases de personas. Viktor Franlkl lo analiza de una manera muy profunda y desde una situación existencial fuerte: lo que necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y vivir lo que en realidad importa. No lo que esperamos de la vida, sino, qué espera la vida de nosotros. Y ser conscientes de lo que vamos poniendo en la vida. Hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la raza de los hombres decentes y la de los indecentes. Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo se compone sólo de hombres decentes o de indecentes, así sin más. Nosotros decidimos, ante el conjunto de circunstancias que se nos presentan, nuestro propio camino.
En realidad la vulgaridad es la superficialidad, y entonces los anhelos de superación se ponen en metas que son “subproductos”. Los aspectos que ponen de manifiesto esta excelencia, este salirse de lo vulgar son la claridad, la sinceridad, la autenticidad, el sentido de la vida que ponen de manifiesto, su capacidad de entrega, honradez, fidelidad. Nadie puede llamar vulgar, por ejemplo, a una persona sencilla que es capaz de entregarse, de poner lo mejor de si misma en la vida. A cada uno se le ocurre, en este momento, el nombre de alguna persona que no es vulgar. Ya es salirse de la vulgaridad el reconocer la proyección de luz espléndida que brota del ser personal. Esa armonía interior que pone de manifiesto como un orden interno de su ser. La persona es la cima del cosmos, su cumbre más hermosa. Solo ella es consciente de la belleza, de la verdad, del bien. Solo ella puede reconocer esta incondicionalidad en la vida. Nada hay más atractivo que una persona en la que palpita la fe, la esperanza, en la que vibra su anhelo de verdad. La persona es la verdadera protagonista de la belleza, de la verdad, del bien. Lo es porque ella configura su propio ser libre. Las personas “llamamos” a cuantos nos rodean y a cuanto nos rodea. Las personas, por naturaleza, no somos vulgares nos hacemos vulgares.