La muerte
De helada onda expansiva precedida,
dueña de la penumbra y de la niebla,
bajo capuz de terciopelo negro,
cruzó la muerte ayer ante mi puerta,
y un rumor de clepsidras fragmentadas
siguió a su paso huérfano de huellas.
No me llamó, ni me ofreció su abrazo,
desdeñando mi nombre y mi presencia;
tal vez en mi reloj no se ha agotado
la reserva de arena.
Sentí un hondo desprecio
por sus procedimientos, y por ella;
y la escupí al pasar, con el enojo
de quien ni la comprende o la respeta.
Ni justicia la guía, ni venganza,
sin reflexión su calavera hueca,
sin emoción su cavidad torácica,
sólo un azar de irracional violencia.
Ni al súbdito ni al déspota perdona,
ni de mendigo o rico oye la queja,
niño y adulto su castigo sufren,
a viejo y joven por igual condena.
"Sádica muerte, que al enfermo
alargas la vida en el dolor y la tristeza,
y en tu gruta de sombra al fin lo acoges,
y en tu río de hielo al fin le anegas,
y en el silencio apagas su gemido,
y de su clan vetusto lo desmiembras.
Te desprecio y maldigo, y te aniquilaría si pudiera".
En la distancia se volvió a mirarme
desde el fondo vacío de sus cuencas;
vi una risa marchita en sus mandíbulas amarillentas…
"Volveré", me gritó.
Un escalofrío neutralizó un momento mis defensas,
pero alzando la voz desafiante,
abrupto respondí:
"Ven cuando quieras".
Francisco Álvarez Hidalgo
(Los Angeles, 11 de abril de 2001)