CUENTOS DE NAVIDAD
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El ángel de los niños (España)
Cuenta una leyenda que a un angelito que estaba en el cielo,
le tocó su turno de nacer como niño y le dijo un día a Dios:
- Me dicen que me vas a enviar mañana a la tierra. ¿Pero,
cómo vivir? tan pequeño e indefenso como soy.
- Entre muchos ángeles escogí uno para tí, que te está
esperando y que te cuidará.
- Pero dime, aquí en el cielo no hago más que cantar y
sonreír, eso basta para ser feliz.
- Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú
sentirás su amor y serás feliz.
-¿Y cómo entender lo que la gente me habla,
si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?
- Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que
puedas escuchar y con mucha paciencia y con cariño te enseñará a hablar.
-¿Y qué haré cuando quiera hablar contigo? - Tu ángel te
juntará las manitas te enseñará a orar y podrás hablarme.
- He oído que en la tierra hay hombres malos. ¿Quién me
defenderá?
- Tu ángel te defenderá más aún a costa de su propia
vida.
- Pero estaré siempre triste porque no te veré más Señor. -
Tu ángel te hablará siempre de mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque yo siempre estaré a
tu lado. En ese instante, una gran paz reinaba en el cielo pero ya se oían voces
terrestres, y el niño presuroso repetía con lágrimas en sus ojitos
sollozando ...
-¡Dios mío, si ya me voy dime su nombre!. ¿Cómo se llama mi
ángel?
- Su nombre no importa, tu le dirás
: MAMÁ
EMILIA PARDO BAZÁN (Cuentos de Navidad y Reyes)
"Los Magos"
En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de
la estrella, los Magos, a fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las
murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de olivo y
setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les movió a cambiar de
propósito: la ciudad de Samaria era el punto más peligroso en que podían hacer
alto. Acababa de reedificarla Herodes sobre las ruinas que habían hacinado los
soldados de Alejandro el macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que
hacía poco trocaron la espada corta por el arado y el bieldo; gente toda a
devoción del sanguinario tetrarca y dispuesta a sospechar del extranjero, del
caminante, cuando no a despojarle de sus alhajas y viáticos. Siguieron, pues, la
ruta, atravesando los campos sembrados de trigo, evitando la doble hilera de
erguidas columnas que señalaban la entrada triunfal de la ciudad, y buscando la
sombra de los olivos y las higueras, el oasis de algún manantial argentino.
Abrasaba el sol y en las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del
paisaje, la blancura de las rocas, quemaban los ojos. «Ahí no encontraremos sino
pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase a mi vista» -murmuró,
revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano Rey Baltasar, que tenía
sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se acordaba de los anchos ríos
de su amado país del Irán, de la sabana inmensa del Indo, del fresco y
misterioso lago de Bactegán, en cuyas sombrosas márgenes triscan las gacelas. La
llanura, uniforme y monótona, se prolongaba hasta perderse de vista; campos de
heno, planicies revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía
la perspectiva del horizonte. En el cielo, de un azul de ultramar, las nubes
ensangrentadas del poniente devoraban el resplandor de la estrella, haciéndola
invisible. Entonces Melchor, el Rey negro, desciende de su montura, y cruzando
sobre el pecho los brazos, arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica
túnica de brocado de plata franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge
un puñado de arena y lo lleva a los labios, implorando así: -Poder celeste, no
des otra bebida a mi boca, pero no me escondas tu luz. ¡Que la estrella brille
de nuevo! Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la estrella
relumbró y chispeó. Al mismo tiempo, los otros dos Magos exhalaron un grito de
alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de palmeras
seculares de En-Ganim. En Palestina ver palmeras es ver la fuente. Gozosa se
dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua, al escuchar su
refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos y dromedarios y se
postraron dando gracias, mientras los animales tendían el cuello y el hocico,
venteando los húmedos efluvios de la corriente. Así que bebieron, que colmaron
los odres, que se lavaron los pies y el rostro, acamparon y durmieron
apaciblemente allí, bajo las palmeras, a la claridad de la estrella, que
refulgía apacible en lo alto del cielo. Al alba dispusiéronse a emprender otra
vez la jornada en busca del Niño. La mañana era despejada y
radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al pastoreo, y las innumerables ovejas
blancas, moviéndose en la llanura, parecían ejércitos fantásticos. La proximidad
de la comarca donde se asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del
terreno, en la verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas
silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno. Baltasar y Gaspar
reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus monturas. Pensaban
en aquel Niño, Rey de reyes, a quien un decreto de los astros les mandaba
reverenciar y adorar y colmar de presentes y de homenajes. En aquel Niño, sin
duda alguna, iba a reflorecer el poderío incontrastable de los monarcas de Judá
y de Israel, leones en el combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta
monarquía, con sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué
sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado a todos
sus vecinos desde los faraones egipcios hasta los comerciantes emporios de Tiro
y Sidón; el que construyó el templo gigante, con sus mares de bronce, sus
candelabros de oro, su terrible y velado tabernáculo, sus bosques de columnas de
mármol, jaspe y serpentina, sus incrustaciones de corales, sus chapeados de
marfil! ¡Qué magnificencia la del que deslumbró con su recibimiento a la reina
de Saba, a Balkis la de los aromas, la que traía consigo los tesoros de Oriente
y las rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y
que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura al pie del trono del rey!
Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban la sarta de
perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando sus complicadas
esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes perfumadas, los monillos
jugando, los faisanes y pavos reales haciendo la rueda, los citaristas y
arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su larga túnica bordada de turquesas y
topacios, protegida del sol por los inmersos abanicos de pluma, adelantándose
con los brazos abiertos para recibir en ellos a Salomón... No podían dudarlo. El
Niño a quien iban a adorar sería con el tiempo otro Salomón, más grande, más
fuerte, más opulento, más docto que el antiguo. Sometería a todas las naciones;
ceñiría la corona del universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes, se
postraría la opresora ciudad del Lacio. Sí, la ávida loba romana lamería,
domada, los pies de aquel Niño prodigioso... Mientras rumiaban tales ideas, la
estrella desaparecía, extinguiéndose. Encontráronse perdidos, sin guía, en la
dilatada llanura. Miraron en torno, y con sorpresa advirtieron que se había
separado de ellos Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos
y esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes,
probaron a orientarse; pero la costumbre de seguir a la estrella y el
desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables obstáculos
para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar una guía, y clamaron en el
desierto, porque a nadie veían ni se vislumbraba rastro de habitación humana.
Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido de lana azul, sujeto a la
frente el ropaje con un rollo de lino blanco. Y al escuchar que los viajeros
iban en busca del Niño Rey, el rústico sonrió alegremente y se ofreció a
conducirlos: -Yo le adoré la noche en que nació -dijo
transportado. -Pues llévanos a su palacio y te
recompensaremos. -¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla donde solemos
recoger el ganado cuando hace mal tiempo. -Qué, ¿No tiene palacio? ¿No tiene
guardias? -Una mula y un buey le calientan con su aliento... -respondió el
pastor-. Su Madre y su Padre, el Carpintero Josef de Nazaret, le cuidan y le
velan amorosos... Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión,
asombro y recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran
Rey hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si pidiesen
consejo a Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla, caminaba con paso firme;
la estrella no se había oscurecido para él. Hallábase ya a gran distancia,
cuando por fin oyó las voces, los gritos de sus compañeros: -¡Eh, eh, Melchor!
¡Aguárdanos! El Mago de negra piel se detuvo y clamó a su vez: -Estoy aquí,
estoy aquí... Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo
y supo las noticias que daba del Niño Rey. -Este pobre zagal nos engaña o se
engaña -Exclamó Gaspar enojado-. Dice que nos guiará a un establo ruinoso, y que
allí veremos al Hijo de un carpintero de Nazaret. ¿Qué piensas, Melchor? El
sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave peligro, pues no conocemos el
terreno, y si nos aventuramos a preguntar infundiremos sospechas, seremos presos
y acaso nos recluya Herodes en sus calabozos subterráneos. La estrella ya no
brilla y nuestro corazón desmaya. Melchor guardó silencio. Para él no se había
ocultado la estrella ni un segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente a
medida que adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación,
Melchor lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y
heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando a un Niño tiernecito,
que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que bendice, que no llora.
Lo singular es que la cueva, en vez de estar oscura, se halla inundada de luz, y
que una música inefable apenas perceptible, idealmente delicada y melodiosa
resuena en sus ámbitos. La cueva parece que es toda ella claridad y armonía.
Melchor oye extasiado; se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los
resplandores de oro que llenan la caverna y cercan al Niño. -¿No oyes, Melchor?
Te preguntamos si debemos continuar el viaje... o volvernos a nuestra patria,
por no ser encarcelados y oprimidos aquí. -Y vosotros, ¿no oís la música?
-repite Melchor, por cuyas mejillas de ébano resbalan gotas de dulce llanto.
-Nada oímos, nada vemos... -Responden los dos Magos, afligidos. -Orad, y
veréis... Orad, y oiréis... Orad, y Dios se revelará a vosotros. Magos y séquito
echan pie a tierra, extienden los tapices, y de pie sobre ellos, vuelta la cara
al Oriente, elevan su plegaria. Y la estrella, poco a poco, como una mirada de
moribundo que se reanima al aproximarse al lecho un ser querido, va
encendiéndose, destellando, hasta iluminar completamente el sendero, que se
alarga y penetra en la montaña, en dirección de Belén. La niebla se disipa; el
paisaje es risueño, pastoril, fresco, florido, a pesar de la estación; claros
arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en mayo, el gorjeo de las aves, que
acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los pastores, recostados bajo
los terebintos y los cedros, siempre verdes. Los Magos, terminada su plegaria,
emprenden el camino llenos de esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados
a caballo se cruza con la caravana: es un destacamento romano, arrogante y
belicoso; el sol saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan
las banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa
furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa a su lado y
no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la cabeza, ni
advierten nada. -Van ciegos -exclama Melchor. Y los Magos aprietan el paso,
mientras se aleja la
cohorte.
SALVADOR RUEDA
EL PATIO ANDALUZ Cuadros de costumbres
"La noche-buena"
Nos
hallamos en Andalucía.
La
tarde, llena de vagos rumores empieza a declinar.
Algunas listas de
fuego se extienden a lo largo del ocaso, y el color azul del cielo se trueca en
violado, rojo o cárdeno, según que la luz con mayor o menor intensidad
descompone sus rayos en el aire. Sevilla y Málaga y Córdoba, como el resto de Andalucía, y como el
resto de España, penetran en la Noche-buena con su estrepito de almireces, el
fragor acompasado de sus zambombas y el ruido de sus cien mil panderetas, cuyo
estruendo, unido al de los villancicos alegres, al de las canciones populares y
al concierto de bandurrias y de guitarras, forman ese extraño conjunto, vago y
poetico, que en vísperas de Pascua caracteriza a la hermosa nación española.
Apenas en el hogar, templo
de todo lo más santo en esta noche, se encienden las luces, cuando ya
innumerables comparsas, provistas de estandartes, luces de bengala, enormes
panderos, trajes e instrumentos, atraviesan por todas las calles de la
población, excitando el entusiasmo, y llevando tras de sí esas graciosas turbas
de rapaces, que con sus carcajadas y gritos, dan mas carácter al cuadro
deslumbrador y fantástico. Mientras así va la gente entonando a coro canciones donde se
mezclan y vibran todos los sentimientos nacionales, en el hogar, no muy lejos de
la ahumada chimenea, que ostenta su inmensa campana, bajo la que arde difícil
castillo de troncos, la madre se goza en avistar cuidadosamente la cena, que
habrá de ser por demás esplendida, toda vez que esta noche no tienen cabida en
el alma las penas, y las risas trinan como pájaros en los labios, y las danzas
estallan al compas de los corchos de las botellas, y el vino ríe a carcajadas
cayendo en las copas resplandecientes. El cuadro es encantador. Al lado de la joven de encendido
semblante que bulle entre un campamento de platos, tazas, jarros de cristal y
fuentes de fondos rameados, el muchacho que a la lumbre se calienta, o mira
embebecido la llama azulada que oscila y tiembla sobre los troncos como agitada
cimera, o juega con el gato, al que hace sacar las secretas uñas, mientras
vuelto hacia arriba se revuelca en el trozo de manta que cuelga de una silla,
donde un anciano, el abuelo de los chiquillos, mueve de acá para allá las
tenazas, cogiendo el carcomido tronco, que empuja nuevamente al centro de la
lumbre, o prende fuego con un ascua al cigarro, dejando de hacer arder, por esta
vez, la yesca, a los consabidos golpes del pedernal y del acero.
En el extremo de la
cocina, que es donde tiene lugar la cena, se alza detrás de una silla la
escopeta ; una ventana llena de grietas, cuyas hojas ni llegan arriba ni tocan
abajo, muestra, a mas de recia tranca que la cruza de parte aparte, un enorme y
oxidado cerrojo, que ejecuta una sinfonía de chirridos cada vez que se cierra;
en el vasar descuellan sobre las tazas puestas boca abajo, cien pequeñas figuras
que representan, ya un nido de porcelana, ya un gallo trasparente con alas de
cristal, o bien un perro diminuto que observa con la misma inmovilidad y fijeza
del barro; en un extremo de la estancia, asoma por detrás de un banco de madera
el tieso carrizo de la zambomba, que al menor roce del cercano vestido da una
nota ronca y ridícula; una fila de sillas hace alto alrededor de la cocina,
cuyos asientos muestran esportillados agujeros, y por último, el techo se
extiende sobre los revueltos circunstantes, con sus vigas informes y torcidas,
sus tomizas enroscadas a las maderas, sus listas de cañas oprimidas unas con
otras, y sus nidos de golondrinas, tristes y desiertos. Colgado de un clavo pende el negro candil, dentro
de cuya taza culebrea la esponjada torcida que arde en el puntiagudo mechero,
enviando a la habitación rayos macilentos. En un lebrillo de barniz verde y brillante, donde hay pintadas
multitud de aves de largas plumas, bate la masa, ya en punto, la gallarda moza,
en tanto que la madre de la joven deja caer en el aceite blandos aros en forma
de buñuelos, los cuales dan un grito agudo al tocar el líquido y atraviesan a
nado hasta las orillas, donde, sufriendo en los bordes el cosquilleo espumoso
del aceite, van poco a poco tornándose del color del oro. Una lanza de hierro los ensarta, ya fritos, y
trasportalos a otra enorme fuente, no menos pintarrajeada que el lebrillo.
Tal se hacinan sobre ella
los buñuelos, que la fuente acaba por convertirse en pirámide; y mientras en
distintos platos se colocan, ya las tajadas del hebroso bacalao, ya los huevos
con las aceitunas, o ya el blanquísimo arroz con leche, los chiquillos empiezan
a mojar rubias tortillas en trasparente miel, echada a exprofeso, con escasa
medida, en el fondo de plato fino.
Cuando en estas y
otras tareas semejantes se muestra más afanada la familia, aparece en el umbral
de la puerta el resto de la misma, que componen tíos y tías, sobrinos y
sobrinas, hermanos y hermanas, cuñados y cuñadas, y todos los demás
descendientes del abuelo, cual con un plato de dulces, quien con un cesto de
fruta, el de allí con un cucharon enorme que amenaza dejar a todos sin comer, y
el de allá, por último, con la repleta bota a la espalda, que después del
saludo, alarga al abuelo, este a su vez la da a la madre de sus nietos, la madre
de estos a su esposo, su marido a la cuñada, y esta, por fin, la inclina sobre
un enorme vaso, que, una vez medio de vino, entrega a la gente menuda, no sin
dejar de tasar ella los tragos, ni dejar tampoco de arrebatar el vaso de manos
de aquel que permanece demasiado tiempo con la cara puesta hacia
arriba. A todo esto, ya los
chiquillos de ambas familias han hecho el alegre tejido del juego, y nada
permanece en su sitio, ni al abuelo se le deja en paz, ni cesan los chillidos y
las carreras, ni tampoco se deja de oir de vez en cuando el tronido de algún
plato que se rompe, o de verse correr el agua de alguna copa vibrante, que
rueda, formando trinos, sobre el suelo. Pasada la efusión de los primeros momentos y acabada de preparar
la cena, aproxima cada cual su asiento en torno de la mesa, y como en años
anteriores, la familia completa, y hasta aumentada, da principio a la comida con
el clásico potaje de garbanzos, después que el abuelo ha bendecido la cena.
La tropa menuda, que forma
en mesa aparte, no cesa de mover algazara, y una mujer de la familia, la más
dulce y cariñosa, se encarga de estar a la vista del pequeño festín de los
muchachos, ya haciéndoles los platos, ya prendiendo nuevamente la servilleta al
que la deja caer, o ya imponiendo silencio a aquella zumbadora colmena de abejas
alegres, que nunca llega a ver saciada su glotonería. No bien en la otra mesa se ha llegado a la mitad
del primer plato, cuando una descomunal sopa de pan aparece en su centro, señal
segura de que nadie puede seguir comiendo mientras no circulen las radiantes
copas.
Llénanse los vasos,
y después de empinar cada cual el suyo entre francas risotadas, guiños
maliciosos y rancias sentencias, sácase la sopa de la fuente, y prosigue la
bulliciosa cena. Describir
los incidentes graciosos, las felices ocurrencias y el movimiento de vasos,
cucharas, botellas, tenedores, tazas y fuentes, sería punto menos que imposible;
se necesitaría poseer la ejecución de Fortuny… la paleta de Goya o de Teniers,
para expresar el prodigio de luz, viveza y gracia.
Cuando el último muchacho se ha rendido al sueño, y todos sus
demás compañeros duermen junto a él en mullido e improvisado lecho, cuando el
rescoldo de la chimenea se ha amortiguado, y el anciano ha referido a los
chicuelos un largo cuento de encantados y princesas, salpimentado con las
consabidas frases de Pues señor, érase que se era, Cuenta que contarás, ¿ Qué
mal te quiere que por aquí te envía? y otra porción de fórmulas dictadas por
sabroso castellano antiguo, las mozuelas, poniéndose de veinticinco alfileres, y
los mozos, estirándose bien la faja y envolviendo el semblante en las vueltas de
la española capa, lánzanse todos a la calle en dirección al templo, donde a
punto de las doce da principio la cebrada Misa del Gallo. Las calles retiemblan
bajo el peso de las comparsas, músicas, patrullas, bandadas de muchaDS y fiestas
ruidosas, en las que resuenan las alegres sonajas, los punteos de guitarra, el
eco de las canciones, el estrépito de las charangas y el fragor de los gritos,
carreras y disputas, todo lo cual flota, ondula, mécese y reverbera como mar
fantástico, donde a la vez arden cien luces de bengala, con que alumbra su paso
la muchedumbre.
En las demás
iglesias, como en la catedral, la gente se funde y se codea en incesante
hervidero, viéndose en esta noche confundidos el vulgo y la aristocracia, la
dama elegante y la graciosa hija del pueblo, el mozo de sombrero sobre la ceja y
el petimetre de ceñido traje e innecesarios quevedos. Las naves de la catedral relucen con sus cien mil
arañas y candelabros, y bajo sus arcos retumba el órgano majestuoso, lanzando
notas aflautadas y roncas. Por la puerta principal, casi cubierta de chapas metálicas y
gruesos clavos de hierro, avanza una comparsa provista de zambombas y
bandurrias, y por un momento vense confundidos bajo los arcos, el tremendo
rugido del órgano, y la popular y alegre fermata de la malagueña.
Terminada la misa
entre multitud de villancicos entonados por voces atipladas como de ángeles, la
gente empieza a salir lenta y trabajosamente, produciéndose barullos y horribles
empujones, desmayos de señoras y alaridos de viejas. Las calles vuelven a recobrar por un momento su
insoportable ruido, y cuando ya circula solo la gente moza, nunca dispuesta a
acostarse, armase en tal o cual casa ruidosa zambra, donde el baile ondula, el
canto resuena, y el vino ardiente se desborda. El día próximo es primer día de Pascua. Los
muchachos sueñan con su aurora como pudieran hacerlo los pájaros. Al pie del
Nacimiento se han hecho extender la cama, y aguardan entre sueños próximas
alegrías. Si bañara la luz sus semblantes, les veríamos sonreír dulcemente y
agitar las manos cual si se hallasen despiertos y hablaran con otros camaradas.
En un rincón está el
Nacimiento. Una pequeña montaña, cubierta de nieve por las cimas y de inmóviles
ríos por las faldas, sostiene la balumba de arboles, riscos, cabras, ovejas,
gente de a pie, gente de a caballo, pequeñuelos zagales con regalos a la
espalda, pastores con delicados presentes, crestas, barrancos, veredas, caseríos
lejanos, y por último, galopando sobre el camino que culebrea y desciende a la
llanura, los tres Reyes Magos caballeros en tres soberbios corceles, que siguen
la estrella de hojalata, colgada de rama macilenta. En el portal, preside la fiesta un San José de
barro, enfrente de quien mira al recién nacido una pequeña Virgen, con su manto
de colores, su corona de rayos de oro y su semblante de rosa. Por entre la
respingona mula y el paciente buey, asoma su microscópica cabeza el Niño de
Dios.
La noche rueda
misteriosa. Ningún eco se
percibe.
En las calles, ha
reemplazado el silencio a la algazara. La luna alarga las sombras de las torres,
y silba en las chimeneas el viento; en el hogar, donde no reina ya sino la
sombra, enseña el gato sobre la ceniza los redondos ojos de esmeralda, luminosos
y fantásticos; los ramajes hablan con tembloroso murmullo, y a lechuza grazna
sobre las tumbas. Los
sauces cabecean de sueño…
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