Érase una vez un muchacho llamado Gengoró. Era un desharrapado, un golfo, un vagabundo, que arrastraba por los caminos sus harapos y no tenía padre, ni
madre, ni casa.Una mañana de verano se despertó a
la orilla de un río y descubrió entre la espesura un pequeño tambor
mágico, abandonado por algún dios de las aguas. Muy
contento con esa ganga, lo cogió, lo ató a su cinturón y quiso verificar
inmediatamente sus poderes:
—¡Nariz, crece, crece! —dijo, tocando el tambor, y su nariz creció
y creció, y cuanto más tocaba el tambor más se alargaba su nariz. La misma pronto cruzó el río y, con gran regocijo por su parte,
salió por encima de la copa de los árboles, al otro lado del
agua.
—¡Nariz, encógete, encógete!— dijo entonces tocando el
tambor, y su nariz volvió a su medida
normal.
Era un juego muy distraído, y Gengoró, que era un bromista, lo
habría prolongado un buen rato. Pero, mientras caminaba, reflexionaba. Utilizado
con tino, ese tambor mágico podía procurarle gloria y fortuna. En aquel momento
pasaba por delante de la residencia de un gran señor que tenía, decían, una hija
bella corno el sol, en edad de casarse. Gengoró, con
su tambor mágico sujeto al cinto, merodeó por los alrededores. Finalmente
descubrió un agujero en un seto, se metió en él y, después de atravesar varios
patios, se encontró en el gineceo. Allí, una muchacha bellísima, como sólo
existen en sueños, estaba sentada al borde de un estanque y contemplaba en el
agua una flor de loto.
Gengoró se acercó y murmuró, tocando su
tambor mágico:
-Nariz de muchacha, encógete, encógete
… La nariz de la joven disminuyó y disminuyó hasta
que al fin desapareció.
Cuando el gran señor vio a su hija lanzó un grito de espanto.
No tenía nariz, su rostro era plano como una
torta.
¡Ay! —dijo el desgraciado padre— ¿Cómo vamos a casar a nuestra
hija ahora, quién querrá a un monstruo? Es
absolutamente necesario encontrarle un médico que le de-vuelva su nariz y su
desaparecida belleza.
Entonces desfilaron por la noble mansión los médicos más célebres
de todo el país, pero también los curanderos, los magos e incluso los
charlatanes. No se rechazaba a nadie, pues se esperaba ansiosamente un
milagro. En ese momento fue cuando Gengoró se
presentó. Los sirvientes estuvieron a punto de echarle, tan pobre era su
aspecto, pero obedecieron las consignas y fue introducido a su vez en la
habitación de la muchacha, que se ocultaba detrás de
un biombo.
Gengoró se instaló y dijo en voz alta mientras tocaba
discretamente su tambor mágico: —¡Nariz de muchacha,
crece, crece!
¡Oh milagro, a medida que hablaba y tocaba el tambor, la nariz
aparecía, se destacaba, recobraba su dimensión
habitual!
El gran señor, loco de alegría, colmó a
Gengoró de regalos.
Dieron un magnífico banquete en su honor. Recibió un vestido
nuevo, una indumentaria completa, un palanquín y varios sirvientes. Incluso le
ofrecieron una casa y las tierras colindantes. Gengoró llevó durante un tiempo una existencia llena de placeres,
y, si hubiera querido, habría hecho fortuna. Pero pronto se aburrió.
Una mañana, tras darle las gracias al gran señor por
sus favores, volvió a la carretera, pues prefería, a la riqueza y los honores,
la pobreza y su insolente
libertad.