Es abril de 1913 y Victoria Ocampo y Luis Bernardo de Estrada, Monaco, están en Roma en una luna de miel que, aunque aún no lo saben, será el comienzo del fin del matrimonio. El viaje a Italia se le ocurrió a Victoria, que tiene veintitrés años y posa sobre las cosas una mirada asombrada e irreverente. Lo contrario de su esposo, que a los treinta y uno, parece vencido y es serio y formal.
Se han casado a fines del año anterior y viven en París, donde Victoria descubre en su esposo a un hombre al que, años más tarde, describirá como “susceptible, tiránico y débil; convencional, devorado por el amor propio”.
Y cuando ella empieza a resignarse a no ser feliz, en Roma ocurre el milagro: un encuentro casual sellará la suerte de su matrimonio y le abrirá el camino al más apasionado de sus romances.
El hombre que iba a darle vuelta la cabeza tenía 35 años. Era primo de Monaco, y estaba en Roma como agregado en la embajada argentina. Mujica Láinez lo recordaría como “un tipo estupendo, el hombre más buen mozo de su época” y diría que su cargo diplomático podría definirse como ataché de belleza.
Los primos coincidieron en una reunión, y cuando Victoria fue presentada, el mundo se detuvo: “El me echó una mirada burlona y tierna… Miré esa mirada y esa mirada miraba mi boca, como si mi boca fuesen mis ojos. Mi boca presa en esa mirada se puso a temblar. Duró un siglo, un segundo”.
Julián Martínez, el hombre que le desbocaba el corazón, tenía una fama de libertino ganada en múltiples amoríos, y se decía que en Buenos Aires le había quedado un hijo natural que había tenido la dignidad de reconocer.
Unos días después del encuentro, cuando Victoria y Monaco regresaron a París, ella tenía una idea fija y encontró el pretexto para volver a ver a Julián: “Invitémoslo al ballet, así se desasna”, propuso. La noche en que fueron al teatro sería inolvidable para Victoria. Estrenaba un traje de lamé azul y una audacia que después le sería proverbial. Sobre aquella noche, cuando vieron el Ballet Russe, escribiría: “Estaba ausente. Anonadada por lo que hubiera podido ser y jamás sería. Sentada entre los dos primos, tan diferentes, sabía que no tenía nada que ver con alguien a quien estaba ligada por la ley, y que una afinidad física, de la que desconfiaba, me arrastraba cada vez más hacia el otro. Cuando le di la mano creí que no iba a poder soltársela (…) ¡Qué es esta locura, si no lo conozco! Yo estaba desesperada de amor”.
Los tres pasearon por un París somnoliento y perfumado, y cuando Julián regresó a Italia, Victoria supo que el fuego que se había encendido en Roma estaba lejos de apagarse.
Pasaría un año y medio hasta que volvieran a verse.
Buenos Aires, octubre de 1914. Victoria y Monaco están de regreso en la Argentina, inmersos en la debacle conyugal. Viven en una misma casa, pero no comparten nada más: ni la cama, ni las ganas, ni el futuro.
Ella, tan liberal, ha decidido no divorciarse para evitarle un disgusto al padre, Manuel Ocampo, que está enfermo. Sabe que vivir bajo el mismo techo conserva las apariencias, y que hacerse ver juntos, también. Una noche, en el Colón, Victoria ve a Julián Martínez en un palco. El también ha vuelto, y se acerca a saludarla. Charlan, y aunque hay un mundo alrededor, ella no tiene ojos más que para él. Unos días después, en una comida, Julián se le sienta enfrente. Ella escribirá: “Levanté los ojos y me encontré con los suyos. Caí en el fondo de esa mirada. Caí, desmayada. Un relámpago: el paisaje de la eternidad”.
Empiezan a llamarse por teléfono. A escondidas, como cómplices, se ponen de acuerdo para leer a la misma hora el mismo libro, para coincidir “casualmente” en un concierto, para encontrarse en el hall de un teatro. Son meses los que pasan así, jugando ese juego, hasta que Julián le propone que se encuentren. La cita, como el juego, es secreta: un anochecer, en un taxi que da vueltas cerca de la Casa de Gobierno. La reunión dura media hora, y casi no hablan: los dos se han quedado mudos, abrazados hasta la despedida marcada por un beso. “Quien prueba el amor -constata Victoria-, ya no puede dejarlo”.
Cuando los encuentros empiezan a sucederse, ella debe soportar los celos de Monaco. Unos anónimos lo han puesto sobre alerta: “Investigue las relaciones de V. con Julián”, dicen. Y aunque ella proteste, los mensajes dicen la verdad. Julián y Victoria ya han doblado el codo de la relación platónica, y una tarde de verano él la ha invitado a su casa y han hecho el amor. Dirá Victoria sobre esa primera vez: “Nuestros cuerpos no necesitaban de nosotros para entenderse. No teníamos nada que enseñarles. Nos deseábamos más allá del deseo”.
Julián Martínez vive con su madre y una hermana casada que estaban en Ascochinga, y para cuando la familia regrese tiene que buscarse otro lugar. Alquila un departamento cerca del Parque Lezama, y allí empiezan a encontrarse. Nunca llegan juntos y cuentan con la complicidad del portero, una actitud que a Victoria le resulta humillante.
No se encuentran nunca en sociedad, y cada uno hace su vida. Ella va a reuniones sociales, recibe amigos en su casa, que sigue compartiendo con Monaco, y baila el tango con Güiraldes. Recién en 1920, tras la muerte de su padre, se atreve a pedir el divorcio. Lo primero que hace es abandonar la casa donde ha sido infeliz junto a su esposo, y se muda a un departamento. Un mundo nuevo y vertiginoso se va desplegando ante ella, y siente que es la oportunidad de empezar a vivir de otra manera. Y justo entonces, cuando ya no necesita seguir ocultándose, una paradoja la sacude: su pasión por Julián ha comenzado a naufragar.
Cuando viajan a Italia y a Francia para una especie de postergada luna de miel, advierten que tantos años de secreto los han desacostumbrado a una vida pública. Sentirse libres los ahoga. Marcados por la clandestinidad, no se atreven a salir a la superficie. Un verano intentan convivir abiertamente, y pasan dos meses en un chalet de Punta Mogotes, en Mar del Plata. Viven aislados, con una servidumbre discreta, pero las cosas no resultan. La pasión se ha enfriado, y cada uno empieza a pensar en hacer una vida independiente.
Victoria se dedica de lleno a la literatura (en la que había debutado con De Francesca a Beatrice, en 1921, alentada por Julián) y recibe en su casa a escritores europeos. Es el preludio a su encuentro con Rabindranath Tagore en Buenos Aires, del que se enamoraría, y sobre el que escribiría en sus memorias que se habría echado a la puerta de su cuarto “como un animal”.
Pero mientras dura su relación con Martínez, Victoria es fiel. Sólo tiene una escaramuza sin sexo con un aviador francés insolente y arriesgado que la sedujo con sus piruetas y acrobacias aéreas, y el encuentro más apasionado, cuando lo de Julián estaba acabando, fue con Tagore. El poeta bengalí estaba de visita en Buenos Aires, y una enfermedad repentina le había impedido volver a Europa. Victoria lo había convencido de dejar el hotel donde se alojaba y lo había instalado en Miralrío, su quinta de San Isidro.
Cuando Tagore abandonó Buenos Aires, comenzó a escribirle desde el barco mismo, al día siguiente de la partida. Nunca se olvidaron, y volverían a verse.
Julián Martínez sería, sin embargo, el hombre que en Victoria dejaría la marca más profunda y prolongada. Aun después del alejamiento se siguieron viendo y escribiendo, y en su lecho de muerte él no tendría más que unas cartas de su madre y unas fotos de Victoria.
El último intento por convivir lo hicieron en 1929. Ella estaba en Francia, donde pasaba más tiempo que en la Argentina, y durante una estada de Julián en París lo invitó a compartir su departamento. Era un pequeño piso en la rue d`Artois, y Julián se instaló en allí dos meses. Tenían entradas separadas, vivían independientemente, y sólo coincidían a la hora del desayuno. El intento fracasó, y tuvieron que convenir en que sólo podrían ser amigos.
Victoria escribiría de él: “Ser hombre fue su profesión, y jamás quiso expatriarse de ese dominio”.
Y Julián le escribiría, a su vez: “Tu recuerdo está en todo lo que alienta y en todo lo que amo”.
Esa historia de “amor-pasión”, como la llamó Victoria, los había marcado para siempre.
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