En junio de 1836, un decreto del gobernador Juan Manuel de Rosas autorizó los juegos de Carnaval durante los tres días previos al miércoles de Ceniza, desde las 14 horas hasta el toque de oración.
Durante los festejos, podía arrojarse agua limpia y huevos rellenos con agua perfumada. Los huevos debían ser de gallina o pato, y no de ñandú.
El reglamento indicaba que no podía jugarse de casa en casa sino dentro de ellas, o de las calles a las casas y viceversa. Las puertas debían permanecer cerradas durante los festejos, para evitar posibles invasiones de gente, que solían terminar con destrozos y heridos. Además estaban prohibidos "los disfraces con ropas del sexo contrario, de sacerdote, militar o de persona anciana".
Todo el mundo participaba de las guerras de agua, incluso militares en servicio, como el brigadier Miguel Estanislao Soler y el general Lucio Norberto Mansilla.
Muchas familias abandonaban la ciudad durante los tres días de Carnaval, ya que era imposible salir a la calle y no recibir un baño.
Pese al decreto, los excesos terminaban produciéndose cada año. Finalmente en 1844, Rosas prohibió "para siempre" los festejos por considerarlos "opuesto a la cultura social y al interés del Estado" y penando su práctica con tres años de trabajos públicos.
En 1853, tras su caída, volvieron a autorizarse los juegos de Carnaval.