Los medicamentos (infusiones, polvos, brebajes...) se han caracterizado siempre por tener un sabor amargo, lo cual los hacía molestos en el momento de tener que tragarlos, pero eso era considerado algo natural, tanto como lo era el hábito de tener que soportar el dolor. Hoy, todos sabemos que esos botoncitos compuestos por distintas variedades de productos medicinales llamados píldoras suelen estar integrados -por lo general- por elementos de sabor amargo y desagradable al paladar. De ahí, que los antiguos boticarios, tal como se sigue haciendo en el día de hoy en los modernos laboratorios farmacéuticos, para disfrazar o disimular ese desagradable sabor, acudiesen al recurso de “dorar la píldora” con alguna substancia de gusto azucarado y suave al paladar, de manera que se facilitara la acción de ingerir el medicamento. Ese es el sentido de la expresión “dorar la píldora”, que hoy aplicamos en el lenguaje cotidiano en el sentido de realizar un acto o expresar una opinión con amabilidad y suavidad y tratando de no herir o molestar a quien nos escucha. También se sobreentiende en el sentido de halagar, interesadamente, a un interlocutor de quien se pretende un beneficio.