El cementerio de la Recoleta: de los modestos comienzos a una nueva representación.
¿Desde cuándo el llamado Cementerio “del Norte”, que nació con aquella marca de un punto cardinal y sin pretensiones de clase, mudó su discurso en panteón nacional? No podría precisarse. No hubo un decreto que así lo invistiera. Apenas una creación de circunstancias en 1822, cuando el gobernador Martín Rodríguez, a instancias de su ministro Bernardino Rivadavia, dispuso que los frailes recoletos abandonaran su convento y que la huerta sirviera de enterratorio para los vecinos y las vecinas.Los primeros inhumados de aquel año nada tenían de lustroso: Juan Benito era un párvulo liberto (vale decir, un ex esclavo y por lo tanto de raza africana) y la oriental María de los Dolores Maciel (de quien nada mas sabemos, aparte de su nombre y su nacimiento en la otra orilla).
Fueron fray Luis Beltrán y el coronel Federico Brandsen quienes inauguraron la serie de entierros de celebridades asociadas a la guerra de la emancipación.
Después vinieron muchos otros: guerreros, magistrados, estadistas, literatos, catedráticos, abogados, médicos…y hacendados, numerosos hacendados, porque, ciertamente, las vacas argentinas también contribuyeron, muy a su pesar y en carne propia (valga la expresión) a la gloria nacional, en tiempos en que el Imperio Británico nos catalogaba en sus dominios económicos. Y todos ellos mezclados con la miríada de tumbas de familias de clase principal, complacidas en la proximidad sepulcral de los nuevos semidioses, salidos por lo general de sus propios árboles genealógicos. Y no faltan las damas ilustres (patricias, matronas, benefactoras de huérfanos y asiladas), o emparentadas con la “mejor sociedad”, como solía decir La Nación en sus notas necrológicas. Alguna incluso, como dice la leyenda de Rufina Cambaceres, muerta en la flor de la edad, pero no suficientemente difunta.En consistencia con los rupturismos de la narración histórica oficial (que le asigna a la Patria una partida de nacimiento en mayo de 1810, como si lo anterior no fuera historia nuestra), no hay mucha cabida para las figuras del período español, que duermen su sueño eterno bajo el pavimento de alguna iglesia o, si acaso fueron a dar a la Recoleta por razones familiares, no despiertan demasiado interés ni devoción.Curiosamente, los despojos de la trinidad máxima que Bartolomé Mitre canonizó como cúspide de nuestro panteón histórico -San Martín, Belgrano y Rivadavia- no descansan en la Recoleta. El arte acompañó el lustre de las tumbas. Un arte por momentos exquisito y por momentos banal, que vino a estilizar a la muerte y sus estragos mediante alegorías y retratos que forman una galería estatuaria inconmensurable, rubricada con firmas europeas celebérrimas: Coután, Zochi, Bistolfi, Aigner, Biggi, Behn, Inurria, Drivier, Carrier-Belleuse. Peynot, Ximenes, Romairone, Arduino, Monteverde, Tantardini, Rubino etcétera. Y nuestros Pardo de Tavera, Hector Rocha, Luis Perlotti, Zonza Briano, Alfredo Bigatti, Arturo Dresco, Lucio Correa Morales, Troiano Troiani, Juan Carlos Oliva Navarro, Agustín Riganelli, Luis Rovatti, Antonio Sassone, Torcuato Tasso, Alejo Joris, José Fioravanti, Cesar Santiano, Juan Carlos Ferraro, Lola Mora y tantos otros.Cuando en la Gran Aldea de la segunda mitad del siglo XIX escaseaban los monumentos en la escena urbana, en cambio abundaban en la Recoleta. Y no podía faltar ni la arquitectura grandilocuente de un peristilo que echa mano del Neo-grecismo como señal de prestigio y majestad -y en cuyas metopas todos creen ver unos símbolos masónicos cuidadosamente escogidos por Juan Buschiazzo, su proyectista-, ni la profusión de bóvedas (que lucen la prestancia de capillas regias, palatinas o colegiatas), ni la miríada de alegorías que se complacen en la representación de la clepsidra, la calavera y las tibias, la paloma, la mariposa o el búho, la serpiente o el murciélago, las dolientes y los ángeles, el obelisco y la pirámide, la columna trunca y el tronco cortado, el sauce y el ciprés, la Parca y el Padre Cronos, entre otras.
¿Hay sitio para la nota erótica asociada a la muerte en este repertorio de arte funerario de la Recoleta? Quizá los interdictos de la moral católica hayan refrenado esta tendencia expresiva que trajo el romanticismo y que mejor se evidencia en los cementerios protestantes. Pero ciertamente que existen algunos ejemplos de una tensión sexual bien explícita. Vean, si no, la doliente orante…y sumisa, en la exedra de la tumba de Marco Avellaneda (hijo), realizada por Juan José Cardona.
La doliente-orante...y sumisa, en el mausoleo de Marco Avellaneda (h). La transparencia del vestido es la excusa sutil para evidenciar la desnudez insinuante del cuerpo femenino (Escultura de Juan José Cardona)
Ciertamente, a falta de un panteón nacional planificado e intencional, los argentinos disponemos de “ese panteón” establecido por los relatos oficiales y dominantes de nuestro pasado, y aceptado por tácito consenso, que es la Recoleta. Su biografía arranca en la modestia de un cementerio casi extramuros de una ciudad, por entonces sin confort, pero que ha llegado a simbolizar cierta idea gloriosa de una Argentina fundacional y por lo mismo pretérita y cada vez más distante.Los difuntos que lo pueblan pertenecen, en su gran mayoría, a esa construcción simbólica que alternó la épica de los guerreros, la oratoria de los tribunos, la praxis de los mercaderes burgueses y las rentas de los ganados y las mieses.Sus existencias se postulan como inmaculadas ante la mirada del visitante. Porque, como advirtió Juan Bautista Alberdi con lúcida ironía, “al fin y al cabo, los muertos son siempre mejores que los vivos…a juzgar por los epitafios”. La Recoleta no es una excepción a esta regla.