Lo que nació, pues, como un dispositivo que venía a materializar una agenda de ideas, político-religiosas e higiénicas, pero al servicio de una necesidad muy concreta y siempre renovada por el flujo inevitable de difuntos, terminó asumiendo los rasgos identitarios de una nueva forma de culto laico, ofrecido en el ara de la epopeya patriótica y en nombre del constructo de la “gloria”. Se transformó, andando el tiempo, en un virtual “panteón nacional”.
Referencias egipcias en el mausoleo del Dr. Arata
De esa metamorfosis, y de los mandatos simbólicos epocales detrás de ella, hablaremos a continuación.El panteón como símbolo de un pasado sacralizado
Hay palabras que, como pocas, se yerguen solemnes, majestuosas, tremendas e inevitablemente funerarias. Aún en la mente, resuenan con el eco de esa gravedad que proyecta la sombra augusta de su linaje griego y de sus apropiaciones romanas.
Figura doliente en la bóveda de Juan Cruz VarelaAl pronunciar la palabra “panteón” -que significa, etimológicamente, el lugar dedicado a todos los dioses- nombramos un lugar donde, virtualmente, se agota el elenco imaginable de los seres empíreos que han alcanzado el nimbo de la gloria póstuma. Un panteón no admite otros ocupantes legítimos que los dioses inmortales, o los mortales “divinizados” por sus conciudadanos en mérito a su huella en la historia.
Una alusión al mundo clásico y sus rituales de homenaje a las cenizas contenidas en la urna cineraria velada
Allí habita el recuerdo de los seres despojados de lo efímero (ephemerói, en griego, lo que dura apenas un día…) cuyo nombre perdura para siempre merced a esa operación de memoria ritual colectiva que concibieron los antiguos y que el mundo siguió reiterando durante siglos: la conmemoración, el tributo, el homenaje. Si la tumba es el umbral entre dos mundos, el panteón será el monumentum por antonomasia, el dispositivo para seguir recordando a quienes han traspuesto ese umbral, y aún así, continúan vivos en un reino que no es de este mundo: el reino de la memoria.
La ideología estética napoleónica conquistó a Europa bajo el rótulo del “estilo Imperio”, y sus expresiones formales neoclásicas apropiaron la semántica del “panteón” y sus representaciones plásticas. No se trataba de los vetustos dioses paganos, ya escasos de adoradores y suprimidos por las centurias de un cristianismo triunfante, que vino a renombrar a muchas de las deidades protectoras antiguas en el canon de un nutrido santoral. Se trataba de otra clase de genios tutelares: los héroes, los ciudadanos insignes y meritorios, los “grandes hombres” que identificó la narración historiográfica del siglo XIX, siguiendo los pasos de Thomas Carlyle.
La práctica del homenaje artístico a través de los bustos que retratan al difunto se verifica en numerosas tumbas.
Aquella manera de relatar el pasado tuvo sus epígonos entre nosotros: Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre, Adolfo P. Carranza y otros historiadores liberales de finales del siglo XIX y comienzos del XX nos obsequiaron con un manojo compacto de “grandes hombres”, irrepetibles y ejecutivos, que debían bautizar calles y plazas. Eran los “elegidos” en ese discurso que pronunciaban los detentadores de la palabra, que eran a la vez los detentadores de la victoria, luego de Caseros.La convivencia de símbolos, elementos plásticos y lenguajes expresivos es uno de los logros visuales del Cementerio de la Recoleta. En primer plano, un gablete de inspiración gótica que dialoga con la torre de la iglesia del Pilar, con su característico chapitel acampanado.
Como de la apariencia mortal de aquellos seres superlativos no quedaron más que huesos y cenizas, el “panteón” se convertirá, entonces, en el relicario multiplicado de los despojos ilustres. Su reunión en un mismo recinto sepulcral será funcional a ese culto cuyas pulsiones remiten a la unidad superlativa de la Nación, “única y toda” como la cantó Leopoldo Lugones. Así, el “panteón” se recorre como aquel “desierto de mármol” que evocaba Lord Byron, donde se dirimen los antagonismos del ayer en un mismo imaginario patriótico que viene a sacralizar el pasado nacional.
La Argentina soñó varias veces con tener su “panteón nacional”, ya desde los tiempos del arquitecto Carlo Zucchi, coherentemente neoclásico. Fue una idea que revivió intensamente a finales de los años 30 del siglo XX, en pleno auge de los historicismos nacionalistas. Ni Ricardo Levene ni Mario Buschiazzo, virtuales fundadores de la teoría y la práctica del patrimonio monumental entre nosotros, se resistieron a la tentación de imaginar un “panteón nacional”, que podía haber estado ubicado en el predio de la Penitenciaría demolida (hoy Parque Las Heras) o en la Catedral metropolitana, desafectada a tal fin del servicio litúrgico y transformada en una enorme capilla funeraria para próceres. Hay quien asegura que hasta el cardenal primado de la Argentina, que era Santiago Luis Copello, pudo haberse entusiasmado con aquella propuesta.
El proyecto fue reciclado parcialmente en los años de 1970 con las pretensiones faraónicas del Altar de la Patria y un sesgo marcadamente partidario. La idea era, una y otra vez, la misma: trasladar los despojos ilustres (comenzando, en este caso, por Perón y Evita) y concentrarlos en un mismo santuario para la hiperdulía social. Pero nunca pasó al plano de la ejecución y, a falta de un “panteón nacional” premeditado, tenemos el cementerio de la Recoleta, que se le parece bastante.
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