Narra el historiador griego que el filósofo y poeta Epiménides de Cnosos alcanzó a vivir más de 150 años, y que Demócrito de Abdera por poco alcanza los 109. Pero, quizá la más antigua de todas las fábulas sobre longevos sea la del vetusto Matusalén quien, según el Génesis, murió en la época del Gran Diluvio a la edad de 969 años.
Casi todas las historias de supercentenarios suelen ser leyendas, o casos mal documentados sin la menor credibilidad. Y aunque sólo uno individuo de cada 40 millones logra sobrepasar los 110 años, existen centenarios auténticos que han llegado a celebrar su cumpleaños 120, entre ellos Jeanne Calment, una francesa quien ostenta el récord de longevidad comprobado más extraordinario: 122 años y 164 días.
La vida de Jeanne está llena de historias tan increíbles como cómicas. Durante su adolescencia fue testigo de la construcción de la Torre Eiffel, y tuvo el privilegio de conocer personalmente a Van Gogh. Siendo nonagenaria, firmó un acuerdo con un abogado cincuentón de nombre François Raffray, quien ofreció pagarle 2500 francos mensuales hasta el día de su muerte a cambio de heredar su magnífica residencia en Arles. Quién creería que sería la viuda de Raffray la heredera de sus propiedades, pues el desdichado abogado falleció casi octogenario, dos años antes de morir la sempiterna viejecita, que con toda razón solía repetir, “J'ai été oubliée par le Bon Dieu”. Se cuenta que gozó de excelente salud los primeros 114 años de su vida, hasta el día en que sufrió una caída y se fracturó la cadera. El accidente la dejó confinada a una silla de ruedas, pero a pesar de la triste situación, nunca perdió el sentido del humor. En su cumpleaños 120, cuando era ya una celebridad, un periodista inoportuno le preguntó qué futuro esperaba: “uno muy corto”, contestó la siempreviva ancianita.
Es una ironía que conozcamos tanto del universo que nos rodea pero casi nada de nuestra propia existencia. Ignoramos por qué envejecemos, o por qué debemos morir. La idea intuitiva de que nos vamos desgastando como se acaba un par de zapatos con el paso del tiempo parece errónea, pues casi todos los tejidos de nuestro cuerpo están renovándose continuamente. Además, si sólo fuese el desgaste, ¿cómo se explica que un caballo con apenas quince años luzca tan viejo como un hombre de noventa, mientras que una quinceañera rebosa de juventud? ¿Y cómo podría explicarse el hecho de que algunos animales como el calamar gigante crezcan toda la vida sin envejecer?
La absurda disparidad en la longevidad de los seres vivos es uno de los muchos misterios de la naturaleza que hacen dudar de la sensatez de un “Diseñador inteligente”. Si bien los humanos somos los mamíferos más longevos, nuestra vida máxima no se compara con la de la tortuga gigante, que alcanza los 180 años. Y es apenas una pequeña fracción de la duración del milenario Pinus longeva de las montañas de Nevada, en Estados Unidos, donde es posible hallar especímenes que datan de la época de los egipcios antiguos.
Habría que preguntarles a los nuevos creacionistas, cómo explica la teoría del “Diseño inteligente” que un animal del tamaño y la inteligencia de la enorme ballena azul esté destinado a vivir apenas una docena de años –absurdo despilfarro del Gran Arquitecto–, pero que la hormiga formica insecta disfruta de una luenga vida –al menos para un insecto– de veintisiete años. O qué razones pudo haber tenido el Creador para otorgarle a la ociosa almeja una inmóvil existencia de varios siglos, mientras que los frágiles efemerópteros mueren a las pocas horas de haber nacido.
Algunos científicos sostienen que el envejecimiento es consecuencia de daños acumulados en el ADN nuclear de la célula. La teoría cuenta con amplio apoyo experimental, y explicaría enfermedades hereditarias como la progeria infantil, una extraña anomalía genética –que hablaría a favor de la teoría del “Diseño maligno”–, la cual inhibe los mecanismos de autorreparación celular y hace que sus portadores, a la temprana edad de diez años, parezcan ancianos octogenarios, tengan el cabello gris y la voz cascada de los viejos.
De otro lado, hay quienes sospechan que la vejez y la muerte son estrategias evolutivas diseñadas a fin de liberar recursos y espacio vital para las nuevas generaciones. En palabras de Michel de Montaigne: “Tu muerte forma parte del orden del universo, es parte de la vida del mundo, es la condición de tu creación… Deja lugar para otros, como otros lo dejan para ti”. La idea fue sugerida por el microbiólogo Leonard Hayflick de la universidad de Stanford hace varias décadas y se sustenta en experimentos con cultivos de células de tejido conjuntivo humano. Hayflick observó que las células realizaban un máximo de cincuenta divisiones, al cabo de las cuales morían. Pero cuando se insertaba ADN de células jóvenes en el núcleo del tejido agotado, este parecía rejuvenecer, y se reiniciaba el ciclo original de cincuenta subdivisiones, lo cual indicaba la presencia de un cronómetro interno que controla el tiempo máximo de vida.
A escala cósmica, la vida humana es menos que un suspiro, un evento insignificante y efímero, un accidente de las fuerzas ciegas de la evolución sin aparente dirección ni propósito. Hay quienes, incapaces de creer en la promesa de una vida eterna, preferimos asumir sin consuelos la terrible realidad expresada magistralmente por Shakespeare en boca de Macbeth: “La vida es solo una sombra que transcurre; un pobre actor que orgulloso consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un idiota, llena de ruido y frenesí, que no significa nada”.