Por las noches a veces me quedo despierta, toda la casa en silencio, mi hombre y mi niña sumergidos en la blandura transparente del sueño, sus respiraciones marcando un compás de reloj con sordina. Quisiera despertarlos, hablar con ellos, encender las luces, descorchar una botella de vino, poner música. Me contengo. Es difícil contener los torrentes que quieren moverme desde adentro del cuerpo.
Como si me habitara un mar dispuesto a desbordarme...y yo no puedo ofrecerle a nadie una gota de esa agua.
Despierta y recorriendo los caminos que anduve.
Pasos que no repisaré nunca.
Lugares a los que no volveré.
Hechos irrepetibles. En esas noches insomnes los reveo, como si estuvieran pegados en un álbum de fotos, y me despido de ellos. Le digo adiós a la casona de mi abuela convertida en un cisco, para que desde allí se alzara un enorme edificio por cuyos balcones se asoman seres desconocidos, como si fueran palomas de un palomar. Le digo adiós al puesto del frutero que me regalaba las primeras ciruelas del verano, Mingo, cuyos bigotes, ahora tan serios, en aquella época me parecían atrevidísimos porque casi ninguno los usaba. Le digo adiós a las campanas que sonaban chorreando música a la tarde, poniéndole una voz de canción a esta ciudad de Buenos Aires que hoy no tiene campanas y solo ruge, como un viejo enojado, el ruido de sus motores veloces. Le digo adiós al farmacéutico que me daba el vuelto y los"confites" con gusto a anís, y yo lloraba para que me llevaran a la farmacia. Le digo adiós a los desfiles marciales, botas y botones lustrados, charreteras de oro puro, corazones heróicos con el fuego llameante de la lámpara votiva de la Catedral...; ahora la verdad les puso delante un vidrio gris y ya no puedo mirarlos sin enturbiar la imagen. Me encuentro con mis muertos.
Los que siempre serán jóvenes y agitan sus brazos denunciando la injusticia de su muerte; los que murieron viejos y me dejan sentarme como un perrito a sus pies, sonriéndome en silencio. Algún día..., algún día... Me estremece sacar cuentas de los años que me faltan para...
Son cada vez menos.
Y no quiero.
Qué barro empecinado habrá usado Dios para hacerme, que en vez de ser sumiso y aceptar sus designios, me duele sobre los huesos, me encrespa, me eriza, me provoca, me hace temblar. Qué barro, que no se duerme, que no reposa, que se agita a la noche y sale a desafiar a los ángeles. Qué barro temeroso y altivo al mismo tiempo, que se niega a ser ceniza, a licuarse, a desaparecer. Oh, Dios, ¿acaso no he amado bastante, no he sufrido bastante, no he sido alguna vez muy bella? ¿Y esto que soy, por qué volverá al barro? ¿Por qué no a las estrellas, al aire azul?. Me levanto de la cama.
Como un fantasma recorro los cuartos, miro dormir a mi querida gente, los arropo, los beso.
Riego las plantas que me reconocen y crecen en el interior de mi departamento como en un bosque.
Ha pasado un día más, siento.
He vivido un día más. Por fin el sueño vela mis temores y aligera el peso de mi pecho. Por la mañana es más fácil zambullirse en la vida. Las voces amadas, el olor a café con leche, las corridas para no llegar tarde al empleo y a la escuela, ahuyentan los pájaros grises. Miro a mi hombre y a mi niña.
Me hablan con tal cariño, se ríen de tal forma...que me hacen sentir torpe y desagradecida con Dios.
Y de repente sé de qué estamos hechos, de tierra, si, pero de tierra azul, de una tierra que se ha empapado del color de los ángeles y del cielo, una tierra que se ha vuelto azul de tanto y tanto
amor dado y recibido.
Autora: Poldy Bird
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