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Rosa Montero |
Rosa Montero El País.com
Madrid 20/09/2009 - Hace algunos días, una amiga mía estaba haciendo
cola delante de la caja de un supermercado. Era una hora punta y había
mucha gente. Cuando llegó su turno, mi amiga, que ya había vaciado su
cesta sobre la cinta, dijo: "Buenas tardes". La cajera,
una chica de
aspecto andino, levantó sobresaltada la cabeza de su afanoso marcar y
marcar. "Ay, señora, perdone, buenas tardes", dijo con su suave acento
ecuatoriano: "Es que una termina perdiendo los modales".
Y, mientras cobraba, le contó a mi amiga que llevaba cinco años en
España y que,
cuando llegó, se le habían saltado las lágrimas en más de una ocasión por
la rudeza del trato de la gente: no pedían las cosas por favor, no
daban
las gracias, a menudo ni contestaban sus saludos. "Al principio pensaba
que estaban enfadados conmigo, pero luego ya vi que eran así".
De todos es sabido que el español tiene modales de bárbaro.
Aún peor: consideramos nuestra grosería un rasgo idiosincrásico y hasta
nos enorgullecemos de ella. "Somos ásperos pero auténticos", he oído decir
en más de una ocasión. Y también: "Es mejor ser así que andarse con
esas pamemas hipócritas y cursis que se gastan otros pueblos". Y por
pamemas cursis nos estamos refiriendo pura y simplemente a la buena
educación. En muchas cosas, por desgracia, seguimos siendo un país de
pelo en pecho al que le gusta alardear de ser muy macho.
Resulta sorprendente que nos hayamos convertido en un pueblo tan
áspero y tan zafio, porque, en mi infancia, a los niños se nos enseñaba
todavía a saludar, a dar las gracias, a ceder el asiento en el autobús a
las embarazadas, a sostener la puerta para dejar pasar a un
incapacitado, por ejemplo.
Hoy todos esos usos corteses, esas convenciones amables que las
sociedades fueron construyendo a lo largo de los siglos para facilitar la
convivencia, parecen haber desaparecido en España barridas por el
huracán del desarrollo económico y de una supuesta modernización de
las costumbres.
En no sé qué momento de nuestra reciente historia se llegó a la tácita
conclusión de que ser educado era una rémora, una práctica vetusta e
incluso un poco de derechas. Me temo que defender los buenos modales,
como hago en este artículo, puede parecerles a muchos una reivindicación
casposa y obsoleta. Pero en realidad los buenos modales no son sino una
especie de gramática social que nos enseña el lenguaje del respeto y
de la ayuda mutua. Alguien cortés es alguien capaz de ponerse en el
lugar del otro.
Dentro de esta educación en la mala educación que estamos llevando a
cabo de modo tan eficiente, son los chicos más jóvenes quienes, como
es natural, aprenden más deprisa. No sólo es bastante raro que un
muchacho o una muchacha levanten sus posaderas del asiento para ofrecerle
el sitio a la ancianita más renqueante y temblorosa que imaginarse pueda,
sino que además empieza a ser bastante común ver a una madre por la
calle cargada hasta las cejas de paquetes y flanqueada por el
gamberro de su hijo adolescente, un grandullón de pantalones caídos que
va tocándose las narices con las manos vacías y tan campante.
Algunas de estas madres llenas de impedimenta y acompañadas de
hijos caraduras son emigrantes, lo que demuestra la inmersión cultural
de la gente extranjera: las nuevas generaciones crecidas aquí
enseguida se hacen tan maleducados como nosotros.
Pero, por fortuna, también sucede lo contrario. Quiero decir que, en los
últimos años, muchos de los trabajos que se realizan de cara al público,
como los empleos de cajero o de dependiente en una tienda, han sido
cubiertos por personas de origen latinoamericano.
Dulces, amables y educados, esas mujeres y esos hombres siguen
insistiendo en dar los buenos días, en pedir las cosas por favor y en
decir gracias. Algunos, sobre todo aquellos que vinieron hace años,
como la cajera que se encontró mi amiga, tal vez hayan relajado
un poco su disciplina cortés, contaminados por nuestra rudeza.
Pero la mayoría continúa siendo gentil con encomiable tenacidad,
y así, poco a poco, están ayudando a desasnar al personal celtíbero.
¿No se han dado cuenta de que estamos volviendo a saludar a las
dependientas? Yo diría que en el último año la situación parece haber
mejorado. Las colas de los supermercados, con sus suaves
y atentas cajeras latinoamericanas, son como cursillos acelerados de
educación cívica. Quién sabe, quizá los emigrantes consigan
civilizarnos.
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