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Foto: Marc van der Aa
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Reflexiones, por Miguel J. Culaciati
Vivimos en la “República” Argentina. Recordar que “democracia” significa literalmente gobierno del pueblo, o más precisamente, gobierno del pueblo a través de sus representantes elegidos libremente y por mayoría, no resulta un ejercicio de reflexión menor en la Argentina de hoy. Asimismo el razonamiento no será completo si no entendemos por “democracia republicana” una verdadera forma de vida basada en la división de poderes, en la sumisión a leyes establecidas por un parlamento que funciona con respeto a la diversidad de opiniones y, fundamentalmente, a la libertad dentro de marcos legales preexistentes. Así, entendida integralmente, la democracia republicana es un sistema de organización social complejo al que se llega en virtud a la existencia y funcionamiento de varios requisitos previos.
A través de la historia ciertos grupos políticos creyeron y creen que, solo por haber sido elegidos por una mayoría relativa, estaban o están lo suficientemente validados como para quebrantar no solo las leyes fundamentales del sistema democrático, sino también su espíritu, aplastando al que piensa diferente, a minorías, díscolos y todo aquél que ose levantar su voz de protesta o inconformismo. Tomar el todo por una de sus partes, desvirtúa la totalidad del sistema. Hitler, por tomar una figura emblemática de esta deformación, fue electo por la gran mayoría del pueblo alemán. O sea que desde esta perspectiva democrática, su legitimidad resultaba intachable.
Pero, una vez en el poder, demostró el más absoluto desprecio por el espíritu del sistema y entonces ocurrió lo que ocurrió. También el marxismo, que inicialmente encontraba justificación en virtud a excesos en la distribución asimétrica del producto económico, quebrantó las leyes y el espíritu del sistema mediante un sofisma: si las grandes mayorías de los países están formadas por las clases obreras, no hacen falta elecciones y, por consecuencia, instaló la dictadura del proletariado, identificándola como la “verdadera democracia” y eliminó una sociedad de tres clases sociales, convirtiéndola en otra de solo dos: la clase dirigente y la obediente. Es cierto que hubo diputados y cámaras elegidos por el pueblo, pero eran dirigentes que no podían “sacar los pies del plato”. Así constituyeron sistemas donde imperó el pensamiento único (*).
En la Argentina de los años 90, en pleno auge de la convertibilidad, si uno osaba efectuar alguna observación respecto a defectos y vicios del modelo imperante, aún sin dejar de reconocer sus méritos, era tildado automáticamente de aguafiestas o negador del progreso y la modernidad que iluminaba e iluminaría eternamente a la Argentina de la mano de Carlos Menem. Una década más tarde, en la Argentina “K”, si efectuamos comentarios críticos a la política oficial, instantánea y mucho más furiosamente seremos descalificados como fachos o golpistas por los oficialistas.
La mayor paradoja es que muchos de los que hoy pueden tildar al opinante de desestabilizador, son los mismos que diez años atrás se constituían en los más aguerridos soldados del neoliberalismo y descalificaban cualquier opinión que no se alineara con el “pensamiento único” del momento.
Como sociedad nos apasionamos afiebradamente con un determinado líder o modelo, “compramos” un proyecto de gobierno como inefable e infalible para luego, con la misma enjundia, desencantarnos dramáticamente. Mientras el modelo “funciona”, no se reflexiona, se excluye al crítico, al que disiente.
El no reconocer al otro y la enorme posibilidad de crecimiento que nos ofrece la diversidad, el enfrentamiento permanente llevado al extremo hasta por mínimas desavenencias se han convertido en deporte nacional. En nombre de la redistribución de la riqueza, en nombre de los derechos humanos. Gobierno contra el campo, gobierno contra los medios, contra la oposición. El quiebre del tejido social se agudiza día a día. Perdemos la paz, perdemos la paciencia y la capacidad de razonar. Progresivamente, como un veneno corrosivo, nos llenamos de bronca e impotencia. En la “guerra” por querer tener razón y poder para anular al otro, perdemos todos.
En el plano de los discursos mucho se utiliza el término “inclusión”, pero luego en la práctica comprobamos que la política oficial excluye y persigue a quienes disienten. Habría que recordarles, por el bien del país y por su propio bien, que negociar, que consensuar, no es cosa de débiles sino de estadistas. Recordarles aquello que bien conocían y conocen los orientales: “la rigidez es atributo de lo muerto, de lo inerte, la flexibilidad atributo de lo vivo, de lo que crece” (**). Parecemos estar condenados a ser gobernados sucesivamente por tribus de poder que, sin la menor valoración del profundo espíritu democrático, buscan básicamente posicionarse lo mejor posible sin sonrojarse si para ello es necesario “cambiar de camiseta” cada año, burlando a sus votantes. Personajes codiciosos, amorales, autoritarios pueblan altas esferas del poder. No les interesa, más bien aborrecen, el pluralismo, la crítica, el diálogo y el análisis. Piensan en ellos y en el hoy. Desconocen la historia. Acomodan sus discursos rápidamente de acuerdo a como “sople el viento”.
Así, cuando se desprecia la diversidad, cuando se niega al otro, cuando se instala tal o cual versión del sistema de “pensamiento único” todo se empobrece y la democracia pierde su espíritu. Esto nos habla de una dirigencia salvaje, individualista que sólo piensa en salvarse y en realidad se suicida. También de una sociedad civil bastante cómoda que no participa lo suficiente, convencida también de que la salvación individual es el camino. “No se queje si no se queja”, decía el recordado Tato Bores. “No se queje si no participa”, agregaría. No hay derecho a queja si no se asumen, más allá de los tan reclamados derechos, las obligaciones ciudadanas.
En nuestro país hay diferencias, hay heridas históricas, es verdad. Pero debemos mirarnos en el espejo de otras sociedades que supieron sobrellevar, gestionar y salir de enfrentamientos terribles, muchísimo más abominables que los nuestros. Europa después de las grandes guerras, España, Sudáfrica fueron comunidades que en su momento tuvieron la lucidez mínima y básica como para darse cuenta que en esa gran nave que es un país, necesariamente debían convivir todos y tuvieron la grandeza de consensuar políticas de Estado básicas que sirvieron de cimiento para construir un futuro en común.
Nuestros hijos nos están mirando y tenemos el deber moral de participar, de criticar, pero también aportando ideas, defendiendo el espíritu de la democracia y la República. Fomentar el diálogo, el análisis critico, no descalificar al otro porque no piense exactamente como nosotros. Cortar el círculo vicioso que reiterativamente nos pone bajo el yugo de un mandón o mandona, de un sistema de pensamiento único, sea este de izquierda o de derecha. Dejar de reincidir en variables autoritarias y dictatoriales ya que ineludiblemente, como bien decía Jorge Luis Borges “fomentan la opresión, fomentan el servilismo, fomentan la crueldad,, pero lo más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. La mera disciplina usurpando el rol de la lucidez”.
(*) León Prus, “Maniqueísmo Político”.
(**) Lao Tse, Tao Te Ching, 76.
http://www.lacapital.com.ar/ed_impresa/2010/5/edicion_554/contenidos/noticia_5072.html
VidaPositiva.com
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