Alfredo F. Jácome-Roca, MD
La diabetes es una enfermedad conocida desde la antigüedad. En el papiro de Ebers se mencionaban los síndromes poliúricos. Un contemporáneo de Cristo, Celso, describe una enfermedad consistente en poliuria indolora con emaciación. Areteo de Capadocia dio su nombre a la diabetes ("pasar a través de un sifón"); esta enfermedad se describe como una licuefacción de la carne y los huesos en la orina. Galeno introdujo el concepto de que estos pacientes tenían un problema de debilidad renal y de que los líquidos se eliminaban sin cambio alguno, concepción errada que persistió por catorce siglos.
Los chinos hablaban de sed extrema, forunculosis y orina tan dulce que atraía a los perros. Para los indios era la "madhummeda", o enfermedad de la orina de miel: Susruta escribió que había dos tipos de pacientes con orina dulce, aquellos que tienen una tendencia congénita y aquellos en los que la enfermedad se ha adquirido debido a un modo anormal de vida.
Avicenna describió la gangrena y la impotencia en los diabéticos y Paracelso evaporó la orina de una diabético, encontrando cristales que creyó eran de sal. Pero en 1674 Thomas Willis probó estas orinas y resultó que eran "maravillosamente dulces, como embebidas con miel o azúcar", Dobson descubrió que sin duda había azúcar, Cullen acuñó el término "mellitus"para distinguirla de la diabetes insípida y Chevreul identificó la glucosa como el azúcar de dicha orina; esta luego se mediría con los métodos de Trommer, Fehling, Benedict y las modernas tiras reactivas para glicosuria o para glicemia.
John Rollo, del siglo XVII, fue el precursor de las dietas hipocalóricas y cetogènicas de Allen. Otros creyentes del valor del tratamiento dietético fueron Bouchardat, Cantani y Naunyn, del siglo XIX. Recomendaba el primero a sus pacientes " comer lo menos posible" y convencido del poder glucorregulador del ejercicio, también les decía " gánense el pan con el sudor de su frente"; introdujo el término acidosis y correlacionó glicosuria con hiperglicemia. Cantani, quien que con alguna frecuencia encontró atrofia y degeneración grasosa del páncreas en los estudios histológicos de unos mil casos de diabetes, consideraba que sólo se podía comer hasta el límite de la aparición de glicosuria, llegando al extremo de encerrar con llave a sus pacientes con el fin de reforzar su terapia dietética.
Claude Bernard (1813-1878) fue el primer gran endocrinólogo -así Bayliss y Starling hubieran descubierto la primera hormona en 1905, la secretina-, pues planteó la importancia del equilibrio de las sustancias humorales en la sangre u homeostasis del medio interno. Utilizando la experimentación, estableció la función glucoproductora del hígado en los perros alimentados con azúcares o proteínas y aisló el glicógeno hepático, sintetizado allí (el hígado tendría funciones exocrinas - la bilis-, o endocrinas - producción de glucosa-, siendo la hipersecreción de esta última la responsable de la hiperglicemia diabética). También observó hiperglicemia después de la punción del cuarto ventrículo.
La diabetes experimental de Minkowski (quien demostró que en la acidosis se caían los niveles de bicarbonato), tuvo sus antecedentes en las pancreatectomìas en animales (Brunner, 1682), quien observó polidipsia y poliuria pero no las correlacionó con diabetes. El objeto de estas pancreatectomías era el de estudiar algunos aspectos fisiológicos de los fermentos digestivos de la glándula.
El primer perro, anteriormente aseado, terminó orinándose por todo el laboratorio; Minkowski, afortunadamente experto en carbohidratos, pipeteó la orina y demostró la presencia de sustancias reductoras: exactamente 12% de glucosa, de acuerdo a una prueba de Trommer. Comprobó luego una diabetes persistente al pancreatectomizar otros animales; pero fracasó en sus intentos de curarla, administrando la víscera fresca como alimento o en inyecciones subcutáneas (organoterapia). Unos años más tarde, Banting lo llamaría el "abuelo de la insulina".
En 1869, Paul Langerhans estudió la histología del páncreas, considerado hasta entonces una glándula salival del abdomen por su función exocrina, aunque el nombre de páncreas (todo carne) se lo dieron los griegos, quienes lo consideraban un soporte de los órganos vecinos.
Las plantas que tienen propiedades hipoglicemiantes fueron, e incluso en algunas regiones siguen siendo, extensamente utilizadas para el manejo de la diabetes tipo 2. Para mencionar sólo unas pocas hierbas, la Karela de la China, el fríjol de racimo indio, la alholva, la variedad de agrifolio usada por aborígenes suramericanos, pasando por el ajo y la cebolla, que fueron usados en Europa por largo tiempo; la Galega officinalis ha sido más nombrada, pues aunque se le han dado en la historia diversos usos, se pudo aislar de ella un alcaloide con efectos hipoglicemiantes, la galegina; por esta razón fue estudiada por diversos grupos franceses y alemanes. Actualmente la investigación sobre plantas antidiabéticas viene siendo estimulada por la Organización Mundial de la Salud.
En pleno comienzo del siglo XX, Opie y Sobolev, afirmaron cada uno en forma independiente, que los islotes pancreáticos eran necesarios para el control metabólico de los carbohidratos, y que la patología de estas células era la responsable de la diabetes. Allí debía haber una hormona, que Meyer llamó insulina en 1909, como una secreción interna posible. Varios autores creían que en la salud de los islotes radicaba el misterio de la génesis de la diabetes, pero no habían podido extraer su esquiva secreción interna. Zuelzer, un internista alemán, había preparado un extracto pancreático que había administrado a perros diabéticos - e incluso a algunos pacientes-, con algunos efectos hipoglicemiantes, pero había resultado tóxico. El rumano Paulesco había obtenido observaciones parecidas pero no había podido continuar sus experimentos; el francés Gley había hecho lo mismo a principios del siglo, pero nunca publicó sus resultados. El problema tal vez estaba en la secreción externa del páncreas, en sus enzimas que quizás neutralizaban la sustancia endocrina y hacían tóxico el preparado.
Aquí es donde aparece en escena el médico canadiense Frederick Banting, descubridor de la insulina. Con el grado de Capitán había sido herido en la Guerra; había hecho una residencia de cirugía con énfasis en ortopedia en el Hospital para Niños Enfermos de Toronto; tenía consultorio y un cargo de tiempo parcial en la universidad de Londres, en Ontario
El domingo 30 de octubre de 1920, Banting había gastado varias horas preparando una charla para los estudiantes de fisiología sobre metabolismo de los carbohidratos, un tema que ni dominaba ni le interesaba particularmente; nunca había tratado un diabético. Casualmente tomó el último número de la revista Surgery, Gynecology & Obstetrics y leyó un artículo de Moses Barron sobre un caso de litiasis pancreática en el que a la autopsia se le había encontrado una atrofia de los acinis con persistencia sin embargo de las células de los islotes, algo parecido a lo que se observaba al bloquear por ligaduras un conducto pancreático. Como esa noche no podía conciliar el sueño, se levantó en la madrugada y escribió: "Diabetes. Ligar el conducto pancreático del perro. Mantener los perros vivos hasta que se degeneren sus acinis, quedando los islotes. Tratar de aislar la secreción interna de estos para alivia la glicosuria".
El oscuro médico de pueblo no tenía por supuesto recursos ni preparación en el campo, era inseguro, tímido, suspicaz, no era buen conferencista ni escritor. Así que acudió al profesor J.J.R. Mc Leod, fisiólogo de la Universidad de Toronto, quien tenía todo lo que a él le faltaba; su único bagaje era su idea simplista, con errores de base, pero una obsesión desde aquel momento, más su entrenamiento quirúrgico.
Convencer a McLeod no fue fácil; tomó más de una entrevista. En el verano de 1921, J.J.R. le prestó con displicencia su laboratorio, también algunos perros, le asignó al estudiante Charley Best para que le ayudara, y se marchó de vacaciones a Escocia. No era mucho, pero así se gestó el descubrimiento de la insulina, la hormona que salvaría la vida de millones de diabéticos de todo el mundo, hecho que partiría en dos la historia de la enfermedad.
Aquel verano fue de mucho calor, trabajo, frustraciones, alegrías y dificultades económicas para Banting y Best. Lograron hacer un extracto del páncreas que se atrofió al ligársele el conducto de Wirsung; tajadas de él fueron colocadas en solución de Ringer, enfriadas y maceradas en mortero y luego filtrada.
Una hora después de inyectada la solución a un Terrier hecho diabético, la glicemia (radio dextrosa a nitrógeno), descendió de 0.20 a 0.11 para volver a subir después de pasar azúcar por una sonda naso gástrica, aunque ni la hiperglicemia ni la glicosuria fueron tan marcadas como sucedió con un perro en que, sin darle el extracto, se había hecho previamente esto.
Muchos fueron los perros tratados y no a todos les fue bien, al menos permanentemente. Prepararon un extracto de páncreas hecho exhausto de su secreción externa post-secretina, el que funcionó maravillosamente. Un perro Collie, moribundo de acidosis, y con un absceso en una pata, se recobró con la inyección, movía la cola para saludar a los humanos, y saltó desde la mesa sin caerse. ¡Gracias a la insulina!
Otro extracto usado fue el de páncreas fetal de ternera, rico en islotes. Uno de los experimentos más conocidos de Banting y Best fue el de la longevidad: el perro Marjorie fue mantenido vivo por semanas, basándose en insulina. J.B. Collip, un químico (quien trabajara posteriormente en la extracción de ACTH y parathormona) purificó el extracto de páncreas que contenía insulina, el que se empezó a administrar a humanos, el primero de ellos Leonard Thompson. Muchos de aquellos pacientes pioneros sobrevivieron bastantes años gracias a la maravillosa droga; recordemos a Elizabeth Hughes, hija de un secretario de estado norteamericano, quien incluso se casó, llevó una vida normal y mantuvo en secreto su diabetes.
La participación de McLeod en el descubrimiento de la insulina fue menos concreta; pero al fin y al cabo era el jefe del laboratorio y el conocido profesor experto en carbohidratos; dio algunos consejos útiles e hizo importantes aportes al introducir a Collip en el equipo y presentar la insulina en sociedad. Se debe a la casa Lilly la producción industrial de la hormona al aconsejar la adición del tricresol (un preservativo), pues al ponerlo en la solución con un determinado pH, se producía un precipitado con mucha concentración del péptido hipoglicemiante.
Banting y McLeod ganaron el Nóbel de Medicina en 1923, iniciándose así la era post-insulina. El gran clínico americano E.P.Joslin se dio cuenta sin embargo de que solucionar el problema diabético no era así de simple; claro que antes de Banting dos de cada tres diabéticos con cetoacidosis morían y para evitarlo acudían a las dietas emanciantes de Allen; y que con la insulina, la mortalidad por esta complicación aguda se redujo a su mínima expresión. Al prolongarse la vida del diabético, pasaron entonces las complicaciones crónicas a constituirse en el real problema.
Estas ya venían siendo estudiadas desde antes. Jaeger observó un lustro después de inventado el oftalmoscopio, lesiones de retinopatía en un diabético albuminùrico. Un poco después Nettleship encontró aneurismas en preparaciones histológicas retinianas y descubrió la retinopatía proliferativa. En cuanto a las complicaciones renales, ya Dupuytren en 1806 había considerado la albuminuria como signo inequívoco de agravamiento de la enfermedad. Marchal de Calvi describió la neuropatía diabética y Pavy, discípulo de Bernard, informó los trastornos de la sudoración e hizo descripciones clínicas de la hiperestesia nocturna.
El Xantoma Diabeticorum fue descrito por Addison y Gull, dos ingleses mas conocidos por sus descripciones de la anemia perniciosa y la insuficiencia suprarrenal crónica para el primero, y el mixedema, para el segundo. La necrobiosis lipoìdica fue informada por Oppenheim en 1929.
El fracaso de la organoterapia bucal con la insulina (aunque pronto dispondremos de una inhalada), hizo llamar la atención para el uso de otras sustancias orales con efecto hipoglicemiante. La sintalina, derivada de la guanidina, se estudió algo antes de la insulina, pero sus efectos tóxicos hicieron que se abandonara. En la década del 40, Janbon y Loubatières observaron el efecto hipoglicemiante de algunas sulfonamidas, lo que llevó más tarde a la introducción de la carbutamida, también tóxica. La tolbutamida, una droga emparentada con las sulfas, marcó un hito en el amplio uso de los hipoglicemiantes orales. Varios secretagogos se fueron entonces desarrollando con el tiempo (las sulfonilureas clorpropamida, glibenclamida, glimepirida entre otras) o las más recientes metiglinidas, más efectivas sobre la hiperglicemia post-prandial.
El efecto diabetogénico de las hormonas contra reguladoras de la insulina fue observado entre otros por Houssay, quien notó la mejoría del perro diabético pancreatectomizado al realizar hipofisectomías, disminuyéndose de esta forma sus requerimientos de insulina. Burger y Kramer observaron una acción glicógeno lítica directa sobre el hígado de un preparado impuro de la insulina, efectos que fueron en realidad de la hormona glucagón.
El estudio de la insulina no terminó con las investigaciones iniciales de Toronto. En la década de los treinta, Abel, y luego Scott, lograron cristalizar la hormona y hacer preparaciones puras de la misma. Para esta época Hagedorn, asociado al Nóbel Khrogh, interesado también en la insulina, descubrió que la adición de protamina prolongaba la duración de la acción hormonal. Levine planteó la acción insulínica en el ámbito de membrana celular y Yalow y Berson lograron medir la insulina plasmática por su método de radioinmunoanálisis y por este método observaron que los diabéticos obesos tipo 2, lejos de tener insuficiencia de insulina, tenían niveles excesivos de esta, lo que llevó a plantear la hipótesis de que en este grupo de pacientes lo que existe, al menos en sus inicios, una resistencia secundaria a la acción de la hormona. Como en los actuales tiempos sabemos que en la diabetes 2 esta resistencia es quizás tan importante como el déficit relativo en la secreción, la investigación de medicamentos que actuara sobre esta disminución de la sensibilidad insulínica dio lugar a la aparición de las tiazolidinedionas, como la roglitazona o la pioglitazona. En cuanto a las guanidinas, estas siempre estuvieron en el portafolio investigativo pero generalmente se desecharon por tóxicas. En 1922, Werner y Bell, dos químicos irlandeses, sintetizaron la dimetil-biguanida; posteriormente se estudiaría la metformina, hoy en uso, por Sterne y Azerad, entre otros. La combinación de dos o hasta tres fármacos orales es común hoy día cuando la monoterapia empieza a fallar, o también su combinación con insulina de larga acción antes de acostarse para controlar la hiperglicemia nocturna. Un alto porcentaje de los diabéticos 2 termina, después de varios años de enfermedad, por se insulino-requiriente, ante la falla definitiva de la célula beta. Nuevas insulinas han venido apareciendo, como las pre-mezcladas tipo 70/30, o la lispro de acción muy rápida, la glargina de acción más larga que la NPH, más la insulina inhalada que actualmente se halla en la etapa de estudios clínicos. También se han venido desarrollando una serie de esferos que facilitan la aplicación de la droga, mas numerosos aparatos para autocontrol, denominados glucómetros.
Los esposos Cori estudiaron la absorción y metabolismo de los azúcares, Sanger dilucidó la estructura proteica de la hormona y Steiner descubrió el precursor proinsulina. Varios de estos investigadores (Banting, Houssay, Cori, Sanger, Yalow y otros) lograron ser premiados por la Academia Nóbel por sus estudios en este campo. En cuanto a la clasificación moderna de los tipos de diabetes, esta ha venido siendo usada desde los años ochenta, de acuerdo a recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. La diabetes tipo 2 es hoy una preocupación mundial de salud pública, pues si bien su incidencia global está en alrededor del 6%, a medida que la humanidad se vuelve más longeva, la incidencia ya llega al 20% en el extremo mayor de los grupos etáreos.
Colaboración: PGD. Eliezer Caro Martínez
|