El ser humano se enfrenta, hoy más que nunca,
a una flagrante contradicción.
El entorno y las circunstancias en las que vive favorecen una actitud proclive
al individualismo, al alejamiento de los problemas que afectan a la sociedad,
a refugiarse en un mundo donde priman la autocomplacencia,
el mero disfrute o la resistencia a asumir que,
más allá de sus intereses particulares,la realidad es como es
y poco se puede hacer por modificarla.
Frente a esta postura lo cierto es que la pobreza
se han convertido en de los fenómenos más graves de nuestro tiempo.
El “germen de todos los males”, en atinada expresión de Jeffrey Sachs.
La desigualdad entre regiones
y países del mundo nos alerta cada día con manifestaciones
lacerantes sobre los fuertes contrastes que desde la perspectiva
del desarrollo separan a las sociedades hasta alcanzar niveles
de disparidad nunca conocidos en la historia de la Humanidad.
Es cierto que la propia noción de subdesarrollo,
a la par que su dimensión espacial,
ha ido evolucionando merced a los cambios que,
con incidencia variable, han tenido lugar en ese amplísimo escenario
– el antaño llamado Tercer Mundo -
que en los años setenta y ochenta experimentó fuertes transformaciones,
que diversificaron la relativa homogeneidad de sus indicadores
y tendencias para dar origen a un proceso gradual de diferenciación,
en el que si unos han logrado conectar con la lógica del mundo desarrollado,
otros se ven sumidos en la crisis, en la marginalidad o en el acusado
debilitamiento de sus instituciones de gobierno
y gestión como actualmente sucede en no pocos países de África, Asia o Latinoamérica.
¿Cómo afrontar esta contradicción de la que es imposible sustraerse?.
No cabe duda que sólo una toma de conciencia crítica
de la realidad que nos rodea puede situarnos en la posición que lleva
a resolverla mediante el compromiso y el sentido de la responsabilidad,
asumiendo que nada de lo que ocurra en el mundo nos puede ser ajeno.
No es, desde luego, una tarea fácil si se tienen en cuentan los múltiples
señuelos que inducen a mirar para otro lado.
De ahí la necesidad de entender la solidaridad no tanto
como una idea capaz de atraer esporádicamente la atención,
en función de la sensibilidad puntualmente mostrada hacia la tragedia,
sino como un estilo de vida asentado en el convencimiento
de que sólo así es posible dignificar el papel que ocupamos
en un mundo de injusticias, en el que nuestra participación,
por modesta que sea, siempre será indispensable. |