GABRIELA MISTRAL VIEJA
Ciento veinte años tiene, ciento veinte, y está más arrugada que la Tierra. Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa sino alforzas y alforzas como la pobre estera.
Tantas arrugas hace como la duna al viento, y se está al viento que la empolva y pliega; tantas arrugas muestra que le contamos solo sus escamas de pobre carpa eterna.
Se le olvidò la muerte inolvidable, como un paisaje, un oficio, una lengua. Y a la muerte también se le olvidò su cara, porque se olvidan las caras sin cejas.
Arroz nuevo le llevan en las dulces mañanas; fábulas de cuatro años al servirle le cuentan; aliento de quince años al tocarla le ponen: cabellos de veinte años al besarla le allegan.
Mas la misericordia que la salvajes la mía. Yo le regalaré mis horas muertas, y aquí me quedaré por la semana pegada a su mejilla y a su oreja.
Diciéndole la muerte lo mismo que una patria dándosela en la mano como una tabaquera; contándole la muerte como se cuenta a Ulises hasta que me la oiga y me la aprenda.
"La Muerte", le diré al alimentarla; y "La Muerte", también, cuando la duerma: "La Muerte", como el número y los números, como una antífona y una secuencia,
Hasta que alargue su mano y la tome, lúcida al fin en vez de soñolienta, abra los ojos, la mire y la acepte y despliegue la boca y se la beba.
Y que se doble lacia de obediencia y llena de dulzura se disuelva, con la ciudad fundada el año suyo y el barco que lanzaron en su fiesta.
Y yo pueda sembrarla lealmente, como se siembran maíz y lenteja, donde a tiempo las otras se sembraron, más dòciles, más prontas y más frescas.
El corazòn aflojado soltando, y la nuca poniendo en una arena, las viejas que pudieron no morir: Clara de Asís, Catalina y Teresa.
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