Es difícil que las mareas
te digan en sueños mis palabras,
avatares dormidos,
ciénagas desterradas con destellos.
Es difícil no amar tu nocturnidad,
aún en las orillas de las madrugadas
que imagino y reconstruyo
por tan solo un indicio.
Soy el mismo truhán que te amó en silencio
un treinta y uno de enero
con tu madre a las espaldas,
con los poemas de púlpito
buscando a tientas el oído atento,
menesterosos.
El mismo inventando transparencias
que la piel incita.
Por eso sangrar de sólo un dedo
o de toda el alma
es lo mismo.
Yo te convoco
para que no aparezcas, ataviada,
recóndita o frutal.
Soy el más cobarde de todos tus amantes
y por eso dejo a los amigos
que te busquen hasta herirte o coronarte.
Hoy ante el fuego que vestigian
tus ojos,
no me atrevo
a promulgar mi sed de centinela
enamorado.
Por eso
te doy mis manos sin espadas,
dóytelas sin venenos, sin pantanos,
con magnolias el cuello te rodeo,
te doy el abrazo suave en la jornada,
el consuelo ante la muerte inhóspita,
y recibo tu voz de fragua
ardiendo en los metales, las almohadas,
hasta doblar la noche, sola,
desde el dolor más hondo que te hizo
humanamente azul y posesiva.
Azul, azul como la punta de toda llama
inmolada en el amor.
(Ronald Bonilla