Acabamos nuestros años como un suspiro. Los días de nuestra vida
llegan a setenta años;
y en caso de mayor vigor, a ochenta años. Con todo, su orgullo
es sólo trabajo y pesar, porque pronto pasa, y volamos.
Si hemos esperado en Cristo para esta vida solamente, somos,
de todos los hombres, los más dignos de lástima.
No tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos
la
que está por venir.
Porque
yo, el SEÑOR, no cambio.
Nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también
ansiosamente
esperamos a un Salvador,
el Señor Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de nuestro
estado de humillación
en
conformidad al cuerpo de su gloria, por el ejercicio del poder que
tiene
aun para sujetar todas las cosas a sí mismo.
La creación fue sometida a vanidad, no de su propia voluntad,
sino por causa de aquel que la sometió, en la esperanza.
Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos.
SANTO, SANTO, SANTO, es EL SEÑOR DIOS, EL TODOPODEROSO,
el que era, el que es y el que ha de venir.
Ec. 1:2 Sal. 90:9,10 I Co. 15:19 He.13:14 Mal. 3:6 Fil.
3:20,21 Ro. 8:20